La risa del Dios de Abraham
Estados Unidos, Arabia Saudí e Israel están trenzando un difícil acuerdo que transformaría el mapa de Oriente Próximo
Dios es un ser que se desternilla. Así lo describe Rafael Argullol en el inicio de su Danza humana, su más reciente y monumental reflexión sobre la vida, el mundo, la historia y naturalmente la idea de una divinidad que se desentiende del destino de los humanos. Una enorme y divina carcajada acompañará al acontecer histórico que se prepara si tres personajes como Mohamed Bin Salmán, Benjamín Netanyahu y Joe Biden consiguen los descabellados e improbables propósitos que desmienten casi todas las ideas recibidas acerca de la conflictiva región de Oriente Próximo, la tierra de las tres religiones monoteístas.
El príncipe impulsivo, belicista y asesino; el político populista, maniobrero y corrupto, y el anciano y balbuceante presidente quieren alcanzar la paz entre árabes y palestinos, conseguir el reconocimiento de Israel por los países árabes e incluso convertir esta tierra dividida y martirizada por las guerras, el terrorismo y las autocracias más crueles en un émulo de Europa en prosperidad, estabilidad y cooperación, aunque en ningún caso en libertad y democracia. Habría que remontarse a las mayores hazañas políticas del siglo XX para encontrar algo parecido: los acuerdos de desarme que sellaron el final de la Guerra Fría, la apertura de Estados Unidos a China, o las cumbres de Yalta y Potsdam, donde se organizó el mundo tras la II Guerra Mundial.
La divina carambola que quiere conseguir este extraño trío de ases, engrasada por las fabulosas rentas del petróleo saudí, resolvería varios de los problemas que atormentan al planeta. El golpe maestro sería un acuerdo estratégico de Washington con Riad que incluiría la construcción de una industria nuclear en el país árabe, bajo vigilancia estadounidense. Arabia Saudí reconocería a Israel, en culminación de los Acuerdos de Abraham, patrocinados por Trump, que incorporaron a Emiratos y Bahréin a la vasta lista de países árabes con relaciones diplomáticos con el Estado sionista.
No es una jugada fácil. La pauta histórica saudí obliga a resolver a la vez la cuestión palestina. Ahí está, desgastada y desprestigiada, la fórmula de los dos Estados, ahora inviable según muchos de los que la propugnaban. Aunque Bin Salmán no la exigirá, algo sustancial habrá que dar a los palestinos. Limitar los asentamientos judíos, en vez de la carta blanca para seguir ampliándolos. Un estatuto para Jerusalén que satisfaga a la opinión pública árabe y musulmana. Al final, un precio tan alto como para romper el actual Gobierno de Netanyahu con sus actuales socios ultraderechistas y buscar otros socios centristas, partidarios de entenderse con los palestinos.
Netanyahu salvaría su silla y seguiría unos años más. Bin Salmán lavaría su reputación. Biden obtendría un éxito en vísperas electorales que compensaría con creces su fracaso en Afganistán. Si este trío singular convierte su fantasía en realidad, el Dios de las tres religiones de Abraham reirá a placer.
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