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Columna
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El único camino para ser amado

Nadie dijo que los avances sociales no conlleven retrocesos y movimientos reaccionarios, pero hoy sabemos que dividir a la sociedad entre esas dos cestas, la de los deplorables y la de los justos, no impulsa el progreso sino que se convierte en un potente generador de odio

Manifestación feminista de estudiantes en Sevilla, el pasado 8 de marzo.
Manifestación feminista de estudiantes en Sevilla, el pasado 8 de marzo.Alejandro Ruesga
Elvira Lindo

El problema de la izquierda es que lleva años asombrada. Quien dice la izquierda, dice el centro izquierda, o lo progresista de una manera inconcreta, o aquellos que no votan a la derecha. Y en ese no salir de su asombro ha encontrado su hábitat y está dispuesta a no salir a la calle por si coge frío o se topa con alguien desagradable. El problema es que una mañana lee o escucha los resultados de una encuesta de CIS sobre la percepción que tiene la población de los avances de las mujeres y se lleva las manos a la cabeza. Al parecer, más de un 40% de hombres piensa que nos hemos pasado de frenada y que esta nueva realidad les perjudica. No hablamos de lo real sino de la percepción que tenemos de lo que ocurre, de lo que sentimos, algo que no es raro tras años de entrenamiento en la imposición de las emociones sobre las evidencias. En literatura se entiende muy bien porque siempre fue así. Ya decía el escritor Juan Carlos Onetti que los hechos en una novela no son nada en sí mismos si no observamos cómo los personajes reaccionan ante ellos. El problema es que tras hacerse pública la encuesta, que no extraña si de vez en cuando sales de tu club de colegas, se ha producido una reacción indignada, como si algo se estuviera cociendo a nuestras espaldas. Curiosamente, quienes expresan con más vehemencia ese disgusto son hombres jóvenes de carrera ascendente y feminismo acelerado, que quieren mostrar enseguida sus credenciales de cristiano viejo, y desde esa posición acomodada califica de estúpida o ignorante a esa masa informe de varones a los que están seguros de no pertenecer. No se considera necesario estudiar qué factores alimentan un resentimiento creciente, se prefiere ignorar aquello que ya podríamos haber aprendido de otras experiencias en las que desde una posición progresista se despreció o directamente ignoró a un sector de la población que no sabía encauzar su rencor. A Hillary Clinton le salió caro: cuando en la campaña de 2016 adoptó la expresión “cesta de deplorables” para referirse a la mitad de los votantes de Trump, sus palabras pusieron en bandeja al candidato tramposo un discurso que victimizaba a esa parte del electorado arrancando el voto a los indecisos. La misma Hillary consideró tiempo después que la frase de desprecio había alimentado su derrota.

Nadie dijo que los avances sociales no conlleven retrocesos y movimientos reaccionarios, pero hoy sabemos que dividir a la sociedad entre esas dos cestas, la de los deplorables y la de los justos, no impulsa el progreso sino que se convierte en un potente generador de odio. Hay hoy, y no podemos eludirlo, una sensación de desamparo provocado por un mundo que más que nunca percibimos como confuso. Si a ese estado de confusión una parte de la población une la precariedad o el sentimiento de exclusión se convierte en presa fácil de aquellas ideologías que fomentan la búsqueda de culpables, sean las mujeres a las que achacan la pérdida de puestos de trabajo, sea esa población inmigrante a la que creen que se concede más atención y ayuda públicas. Díaz Ayuso ha contribuido esta semana a nutrir el rencor con sus declaraciones sobre menores sarnosos y violadores en potencia.

El asombro por esta realidad es estéril, una pose más que una verdadera preocupación; el insulto denota simpleza y arrogancia.

Hay unas palabras de la activista norteamericana bell hooks en las que expresaba, sin rendirse al pesimismo, de qué manera entendía ella la lucha feminista. Las he buscado por ser su discurso siempre integrador y más que nunca necesario: “Los hombres deben involucrarse en entender qué es el sistema llamado patriarcado, un sistema cultural que no solo discrimina a las mujeres sino uno en el que la identidad masculina ha sido fracturada porque la vulnerabilidad es imperdonable y la dominación el único camino que ellos encuentran para ser amados”.

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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