Ojalá, ojalá, ojalá
El mundo se enfrenta este año a graves problemas ante los que muchas veces se proponen salidas que resultan poco verosímiles
Al principio de este año, los comités de expertos de distintos centros de análisis ya adelantaron sus previsiones sobre los asuntos que serán más relevantes a lo largo de los próximos meses. Una encuesta elaborada por el Council on Foreign Relations señalaba, por ejemplo, que las cuestiones de mayor impacto tendrán que ver con el nivel de polarización con que la sociedad estadounidense acuda a las urnas el próximo noviembre, con la guerra que libran Hamás e Israel en Gaza, y con la violencia criminal y la corrupción que rodean a esas grandes y míseras masas de migrantes que procuran llegar a Estados Unidos desde México y Centroamérica. La guerra en Ucrania o la presión de China sobre Taiwán, que podría terminar desestabilizando esa región, son otros escenarios que se apuntaban como particularmente graves. Basta con señalarlos de nuevo para volver a tomar conciencia de su relevancia y, al mismo tiempo, para inquietarse todavía un poco más. No parece que ante su potencial dinámica destructiva se hayan proyectado posibilidades de salida, algún tipo de apaño que resulte en verdad viable y apunte hacia un horizonte distinto.
Netanyahu acaba de negarse a una nueva tregua que reduzca el horror que se vive en Gaza y abra una puerta a una salida negociada del conflicto. Hamás batalla para que desaparezca Israel, y Netanyahu y su círculo no quieren dar su brazo a torcer hasta liquidar por completo a Hamás: esa es la lógica de esa despiadada guerra, un odio enquistado durante décadas y el proyecto expreso de cada bando de destruir de forma definitiva a su enemigo. En ese contexto, no deja de resultar un tanto inverosímil el tantas veces pregonado proyecto de los dos Estados, el palestino y el israelí, que habrían de convivir en estrecha vecindad —medio mezclados, en realidad— y que la comunidad internacional propone como posible camino de salida a la catástrofe. Ojalá ese proyecto pudiera funcionar.
Ojalá, ojalá, ojalá: he ahí el mantra. Tiene que ver con la impotencia de abordar gravísimas crisis que afectan a múltiples actores y centros de poder, con el propio curso de la historia, con la complejidad de las materias que tienen que abordarse y con la hondura de los desgarros. Ojalá que los estadounidenses rebajen esa tensión emocional que los está convirtiendo en enemigos y acudan a votar por un proyecto de país que sea inclusivo y que rompa esa dinámica perversa que envenena la convivencia. Ojalá que puedan organizarse de manera sensata los flujos migratorios para que esos centenares de miles de desharrapados de piel cobriza, y que lo dan todo por el sueño de vivir un poco mejor en Estados Unidos, puedan cumplir sus objetivos.
Lo malo es que todos esos ojalá no arreglan las cosas, y no sirven de mucho, nada más que un consuelo. ¿Entonces? Si tiene razón el filósofo Peter Sloterdijk al diagnosticar cómo somos los que habitamos este mundo en descomposición, el panorama resulta penoso. “El último hombre es, más bien, el hombre sin retorno”, escribió para trazar nuestro perfil hace ya años en En el mismo barco (Siruela). Somos esos individuos individualizados hasta el extremo que queremos “la vivencia que se recompensa a sí misma”. Y punto. Burbujas que operan ensimismadas persiguiendo antes que nada la satisfacción inmediata. Sin horizontes ya, ¿para qué?, si somos ya los últimos, los que saben que no hay retorno. (¡Uf!: ojalá que no).
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