Rushdie y los ofendidos
Frente a los mundos cerrados y las identidades compactas, el escritor entiende la literatura como un contrapeso al poder y como una fuerza para “abrir el universo un poco más”
Se ha hablado mucho estos últimos días de Salman Rushdie por la publicación de su último libro, Cuchillo (Random House). Narra allí el atentado que sufrió el 12 de agosto de 2022 en Chautauqua, en el norte del Estado de Nueva York. Un hombre de 24 años se abalanzó sobre él, iba a dar una conferencia, y le asestó quince puñaladas. Perdió la vista de un ojo, casi pierde la vida. Cuchillo trata de eso, de lo que significa estar a un paso de la muerte y salir adelante.
Quizás para entenderlo del todo haya que irse un poco más atrás. El 14 de febrero de 1989, Salman Rushdie se enteró de que el ayatolá Jomeini, el líder político y espiritual de la revolución islámica que derrocó al sah Mohamed Reza Pahlevi en 1979, había decretado una fetua que decía exactamente: “Comunico al orgulloso pueblo musulmán del mundo que el autor del libro Los versos satánicos —libro contra el islam, el Profeta y el Corán— y todos los que hayan participado en su publicación conociendo su contenido están condenados a muerte. Pido a todos los musulmanes que los ejecuten allí donde los encuentren”. El autor de ese libro es Salman Rushdie. A partir de ese momento tuvo que vivir de manera clandestina, protegido siempre por policías, saltando de una casa a otra. Diez años después, el presidente iraní Mohamed Jatamí anuló aquella orden y el escritor pudo recuperar una vida normal. Hasta que aquel joven decidió llevárselo por delante en Chautauqua.
Rushdie escribió hace unos años unas memorias que llevan el título del seudónimo que eligió para sobrevivir durante aquella temporada, Joseph Anton (una combinación de los nombres de pila de los escritores Conrad y Chéjov). Resulta revelador rescatar un comentario que apunta al hilo de un encuentro de escritores para hacerse una idea cómo entiende Rushdie su trabajo. “Sí, en 1986 aún parecía natural que los escritores se declararan, como dijo Shelley, ‘los legisladores no reconocidos del mundo’, que creyeran en el arte literario como el debido contrapeso al poder, y que vieran la literatura como una fuerza elevada, transnacional y transcultural, que podía, según la magnífica formulación de Bellow, ‘abrir el universo un poco más”.
“Es curioso que una persona tan declaradamente irreligiosa se empeñara tanto en escribir sobre la fe”, confiesa Rushdie en Joseph Anton (Literatura Mondadori). Dice también sobre sí mismo (nació en la India, hizo su vida y se dedicó a la literatura en el Reino Unido): “Era un emigrante. Era uno de aquellos que habían acabado en un lugar que no era el lugar de donde partieron”. De esas quiebras surge el impulso de escribir, y cuanto se escribe está siempre agitado por las dudas, cargado por fuerzas extrañas que llegan de lugares ignotos, se opera siempre sobre la complejidad, se inventa a partir de fantasmas y recuerdos y vivencias, y sí, se procura servir de contrapoder, para decir lo que se quiere decir al margen de cualquier atadura. Y para intentar, así, abrir el universo un poco más. Pero eso no se ajusta al mundo cerrado de los fanáticos, y de los que no son tan fanáticos, y sobre todo irrita a los que tienen el poder para sentirse ofendidos y señalar a los culpables de haberlos ofendido. Jomeini convirtió a Rushdie en el diablo y ordenó que lo mataran. El mensaje llegó a calar incluso cuando aquella fetua se había retirado. La caja de resonancias había logrado sobrevivir. Y alguien volvió a sentirse años después ofendido, preso de sus ligaduras mentales y sus creencias firmes y su identidad intachable, y cogió un cuchillo para poner las cosas en su sitio.
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