El progreso
A esas tierras llegó antes la luz que el agua corriente. Sé de alguien que compró una lavadora sin tenerla aún: había ganas, fueron siglos de helarse las manos haciendo la colada
En algún momento del siglo XX, el diminuto pueblo soriano del que procede la rama materna de mi familia se convirtió en pedanía de otro pueblo cercano, algo menos microscópico y por ello cabecera de comarca, pasando a depender de él administrativamente en un proceso similar al seguido por otras aldeas vecinas que intentaban escapar de la larga lista de despoblados que definen el lugar. La cosa, claro, no resultó fácil, y de todas las historias que cuentan unos y otros sobre su relación hay una demasiado buena como para que me arriesgue a comprobar su veracidad. Es la siguiente.
Cuentan en el pueblo grande que cuando se le ofreció al pueblo pequeño llevarles la luz eléctrica, los entendidos del lugar se reunieron para meditar la propuesta. Tras muchas cavilaciones, decidieron rechazarla, llenos de desconfianza por una oferta tan atractiva. Su razonamiento fue el siguiente: los del pueblo grande “quieren que la paguemos nosotros para quedársela ellos y tener luz de noche, pero para cuando la electricidad nos llegue habrá amanecido y no nos servirá de nada”.
Las fechas no encajan, porque la electricidad llegó antes que la guerra y la democracia, algo después del cambio de consideración legal, así que la anécdota sobre la épica desconfianza de mis ancestros no parece muy verídica. En cualquier caso, la fábula dice mucho del poder y la tecnología. Hoy el pueblo sigue vivo con una docena de vecinos, y no solo disfruta de electricidad, sino también de cobertura móvil, de internet y de televisión si las tormentas lo permiten y las redes no se saturan por el aumento de población veraniega. Curiosamente, por esas tierras serranas llegó antes la luz que el agua corriente. Sé de alguien que compró una lavadora sin tener aún agua en casa: había ganas, fueron siglos de helarse las manos haciendo la colada en el río.
Toda la zona tiene motivos históricos para recelar de cierto tipo de “avance”. Primero porque “se empeñaron en que se hicieran labradores los pastores que con la pérdida de las merinas se quedaron sin quehacer. Y ahí han estado, casi dos siglos, labrando barrancos estériles y lomas baldías y su propia miseria”, escribe el autor de culto Avelino Hernández en Donde la vieja Castilla se acaba (Rimpego). Después, por la reforestación con pinares, una idea bienintencionada que remató a la comarca: “Aquello no prosperó y, aunque inicialmente se generó mucho trabajo, al final trajo consigo la despoblación total de los pueblos y la modificación de aquel paisaje y ecosistema”, explicó el periodista y escritor de la zona Abel Hernández en una entrevista. “En su momento me opuse al proyecto”, dijo. “Se utilizaron medios no muy honestos para conseguir que la gente vendiera las tierras. ¡Se compraron sus voluntades! Se utilizaron comisionistas y la gente vendió sus tierras para comprarse pisos en las ciudades, era el tiempo de la emigración del campo a la ciudad. Incluso aquella oposición me acarreó desencuentros con mis paisanos que no entendían cómo podía oponerme a su supuesto ‘progreso”.
Podemos reírnos de quienes rechazan algo que, en apariencia, solo conlleva ventajas, pero es profundamente sensato seguir desconfiando de quien ya tenías motivos para dudar. Tampoco hace falta conocer todos los detalles de una tecnología para entender que puede hacerte —todo depende de su uso— más débil y dependiente, trátese de la luz eléctrica, una depuradora de agua, un teléfono móvil o una inteligencia artificial. De alguna forma, nos está pasando a todos.
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