El cierre de Dadaab es desconsiderado e imprudente

La renovada intención de Kenia de cerrar de forma precipitada los campamentos de refugiados va en contra de las buenas prácticas de salud pública y derechos humanos. El resultado tendrá consecuencias devastadoras para sus habitantes

Una mujer refugiada, en el campo de Dadaab, en Kenia UNHCR/B. Bannon

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Estuve en Dagahaley, uno de los tres campos que componen el complejo de refugiados de Dadaab, a finales de marzo de este año, cuando se difundió la noticia de que Kenia pedía el cierre de Dadaab y Kakuma. Los dos campos acogen a casi medio millón de personas refugiadas.

La Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR) recibió un plazo de dos semanas para decidir su destino, es decir, para elaborar un plan de cierre de los campos. Un plan que, si se centra de forma desproporcionada en enviar a los refugiados de vuelta en contra de sus deseos, pondría en peligro sus vidas y su bienestar. Por el momento, el Tribunal Superior de Kenia ha paralizado temporalmente cualquier medida para cerrar de forma abrupta los campamentos. Pero para los refugiados, la sombra del cierre de los campamentos está cada día más presente.

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Imagínate en Dadaab: a la deriva en medio de un mar de polvo rojo en el remoto noreste de Kenia, en un espacio salpicado de escasos árboles espinosos, sin saber lo que vendrá después, sin control sobre tu futuro, completamente dependiente de la menguante ayuda humanitaria y petrificado ante la posibilidad de ser empujado de vuelta a Somalia, un país del que tus padres escaparon hace casi tres décadas, pero que es completamente desconocido para la mayoría de los jóvenes de Dadaab. Desde que huyeron, la violencia no ha hecho más que recrudecerse en Somalia. Y un clima impredecible salpicado de sequías e inundaciones ha hecho que sobrevivir allí sea aún más difícil.

Los anteriores llamamientos al cierre de los campos, especialmente el de Dadaab, se produjeron tras los atentados terroristas en Kenia. Se afirmaba, sin demostrarlo, que los campos habían propiciado estos ataques, lo que no hacía sino estigmatizar aún más a las personas refugiadas.

La renovada intención de Kenia de cerrar de forma precipitada los campamentos aparece de improviso y resulta imprudente y desconsiderada. Considerar siquiera el cierre de los campos en medio de una pandemia en mutación, y especialmente durante un periodo de mayor fragilidad en Somalia, es, como mínimo, precipitado y va en contra de las buenas prácticas de salud pública y derechos humanos. Si no se reconsidera, el resultado tendrá consecuencias devastadoras para los refugiados. Ser un refugiado en Dadaab significa hoy ser un espectador en primera fila mientras otros juegan con su futuro.

Aun así, Kenia ha demostrado una inmensa generosidad al acoger a cientos de miles de refugiados, en claro contraste con muchos países ricos que han sido pioneros en la búsqueda de formas tortuosas de burlar los derechos de los refugiados. Pero provocar una nueva crisis con un cierre abrupto de los campos no puede ser el punto final de la solidaridad que Kenia ha demostrado al acoger a los refugiados.

Aun así, Kenia ha demostrado una inmensa generosidad al acoger a cientos de miles de refugiados, en claro contraste con muchos países ricos

Kenia no tiene excusa para levantar el puente levadizo y dejar a los refugiados abandonados sin ofrecerles opciones para llevar una vida digna en seguridad y libertad. Los campos de refugiados no son una solución —estamos de acuerdo con Kenia en esto — especialmente cuando el desplazamiento se prolonga durante décadas. Precisamente por eso llevamos tiempo pidiendo soluciones sostenibles para los refugiados.

Kenia puede ayudar a los refugiados a integrarse en las sociedades locales. La rápida aprobación y aplicación de la Ley de Refugiados, en debate en estos momentos en el Parlamento keniano, garantizará que los refugiados puedan circular libremente, ganarse la vida y acceder a los servicios públicos. Por fin podrán tomar decisiones, dirigir sus vidas y, si se les proporciona una red de seguridad a la que recurrir, podrán incluso ser audaces y enriquecer la sociedad keniana.

Kenia no puede —y no debe— hacerlo todo sola. La economía de Kenia, como la de muchos otros países, se ha visto fuertemente afectada por la pandemia. La deuda pública se ha acumulado, y corre un alto riesgo de sufrir problemas de endeudamiento. Incluso una fuerte recuperación dejará a muchos kenianos con dificultades en los próximos meses y años.

Solo unos pocos gobiernos proporcionan ayuda humanitaria a los refugiados que viven en los campos. Incluso la financiación humanitaria ha disminuido, con fuertes recortes anunciados para este año, lo que ha llevado al Programa Mundial de Alimentos a reducir las raciones de alimentos en casi un 60%.

Una vista aérea del campo de refugiados Dagahaley, en Dadaab (Kenia). El campo, situado cerca de la frontera con Somalia, se construyo en los años 90 para acoger a 90.000 personas, aunque la ONU estima que actualmente aloje un número de personas cuatro veces mayor.OLI SCARFF (GETTY)

Es imperativo que los países con recursos asuman su parte de responsabilidad. Deben aumentar urgentemente la ayuda al desarrollo para auxiliar a Kenia y amplíen sus servicios públicos con el fin de integrar a los refugiados en las comunidades locales, garantizando al mismo tiempo niveles suficientes de asistencia humanitaria hasta que las soluciones locales se hayan hecho realidad.

También es hora de que instituciones multilaterales, como el Banco Mundial, catalicen la búsqueda de soluciones duraderas para los refugiados. Junto a ACNUR, hay que mantener e incrementar los esfuerzos por sentar a la mesa a los legisladores y las autoridades kenianas para diseñar una vía de integración local para los refugiados.

Pero el fomento de la integración local no debería convertirse en algo parecido en un contrato de externalización por parte los gobiernos ricos, en el que puedan sustituir su responsabilidad de acoger a los refugiados mediante pagos puntuales. El año pasado, el reasentamiento alcanzó un mínimo histórico. Los países de ingresos altos deberían apoyar y facilitar urgentemente un mayor reasentamiento y vías complementarias para los refugiados. Los adecuados protocolos sanitarios de detección son ahora factibles, por lo que la covid-19 ya no puede ser una excusa.

El mero hecho de que Dadaab exista desde hace tres décadas es un fracaso de las iniciativas de paz en Somalia

La ONU y la comunidad internacional, sobre todo, deben redoblar sus esfuerzos para promover la paz y la estabilidad en Somalia. El mero hecho de que Dadaab exista desde hace tres décadas es un fracaso de las iniciativas de paz en ese país.

De vuelta a Dadaab, la noticia de cerrar los campos podría ser la gota que colma el vaso y que amenaza con romper la resistencia de los refugiados. Llega en un momento en el que muchos refugiados, especialmente en Dagahaley, ya mostraban una mayor preocupación por su salud mental por la falta de avances en la búsqueda de soluciones duraderas. En 2020, solo en Dagahaley —donde Médicos Sin Fronteras llevamos más de una década prestando asistencia sanitaria— tres personas se quitaron la vida y otras 25 intentaron suicidarse.

Pregunté a uno de los refugiados de Dadaab cómo les gustaría que se escribiera el último capítulo del campo. La respuesta fue sencilla: “Quiero una vida pacífica”.

Me sumo al sueño de los refugiados de salir algún día de Dadaab, pero no a cualquier precio. Cuando llegue el momento de salir de los campos debe ser porque ellos lo decidan libremente, y solo cuando su dignidad, su salud y su libertad estén aseguradas.

Adrián Guadarrama es responsable adjunto de programas para Kenia de Médicos Sin Fronteras

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