La casta como abismo: desigualdad educativa en India
Este sistema social, oficialmente abolido tras la independencia, sigue marcando la realidad del subcontinente asiático en todos los aspectos de la vida, desde la cuna, la escuela y la universidad. Décadas de discriminación positiva han logrado solo tímidos avances
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Los Indian Institutes of Technology (IITs) brillan en el pico de la pirámide educativa del subcontinente asiático. No destacan en los ranking globales, en parte por su escasa vocación internacional. Quizá no se codeen, en glamour y pedigrí, con los MIT (Massachusetts Institute of Technology), los Stanford, los Cambridge. Pero en los corrillos STEM (science, technology, engineering and maths) de medio mundo, la marca IIT equivale a sello de excelencia.
Sus 23 campuses públicos fusionan rigor académico e instalaciones punteras. El altísimo nivel de exigencia resulta tan estimulante como aterrador. Graduarse allí activa la catapulta del éxito. En India, se despliegan las alfombras rojas del poder económico. En Silicon Valley, los gigantes se rifan a los iitians.
Al descender a la base de la pirámide, el contraste desconcierta. Una caótica amalgama con más de un millón de escuelas públicas —verdadero patchwork etnolingüístico— cubre la escolarización obligatoria (hasta los 14 años) de unos 130 millones de alumnos. “Muchas están en pésimas condiciones, sin electricidad, con ventanas y pupitres rotos”, cuenta Sanya Sagar, quien, después de pasar por colegios de las regiones de Bihar y Jharkhand, trabaja ahora como senior manager en StiR Education, una ONG de apoyo educativo con sede en Nueva Delhi.
No todos los centros públicos desprenden la misma sensación de abandono. Que estén en una u otra región, en la ciudad o en el campo, marca siderales diferencias. Pero detalles sangrantes proyectan una imagen de fragilidad extendida. Tras una campaña masiva de higienización iniciada en 2014, una reciente encuesta desveló que un 40% de escuelas en India no tienen baños o, si existen, resultan del todo inservibles. Por falta de agua corriente. Porque su construcción fue poco más que una chapuza.
Los abismos educativos, sus pozos sin fondo en cuanto a oportunidades reales, no son exclusivos de India. Pero en la segunda nación más poblada del planeta (casi 1.400 millones de habitantes) adquieren proporciones sin parangón. En buena medida, por su propia demografía inabarcable y sus variopintos ritmos de desarrollo, que ensanchan las desigualdades. Si bien el sistema de castas, con sus prebendas divinas y sus condenas metafísicas, continúa alimentando el singular desequilibrio del país asiático. Oficialmente abolido tras la independencia en 1947, sus rígidos estratos aún afectan hoy a “todos los aspectos de la vida”, reconoce Sagar. Lejos de ser una excepción, el aula condensa todos los prejuicios e injusticias inherentes al estigma ancestral.
Absentismo y falta de fondos
La India poscolonial apostó, tras intensos debates, por formar a una élite que tirara del carro modernizador. Se erigieron entonces los IITs e instituciones públicas similares en otros sectores como la medicina o la gestión empresarial. En las etapas preuniversitarias, el inmenso reto de proporcionar educación básica a los sectores desfavorecidos —monopolizados por las castas inferiores— mereció también ambiciosos planes. Pero poco a poco, su carácter de urgencia fue quedando relegado, eternamente postergado con excusas de toda índole, arrinconado ante prioridades más acuciantes.
“Sería simplista decir que fue una conspiración brahmánica [de brahmanes, la casta dominante]”, afirma Ajantha Subramanian, jefa del Departamento de Antropología de la Universidad de Harvard y autora de The Caste of Merit, donde analiza por qué los alumnos de IITs provenientes de castas altas atribuyen su éxito a factores puramente meritocráticos. Subramanian admite, no obstante, que la “falta de compromiso” de los gobiernos central y regionales para “crear un buen sistema de educación pública” se entremezcla —desde la independencia hasta hoy— con la idea de “casta como influencia estructuradora. Y permite a algunas “castas florecer y acaparar los mejores empleos”.
Ciertos hechos desmienten que los líderes poscoloniales (en su gran mayoría brahmanes y de otras castas privilegiadas) quisieran diseñar un sistema educativo que perpetuara el status quo. Mousumi Mukherjee, directora de Instituto Internacional de Educación Superior en la O.P. Jindal Global University, recuerda que el padre de la Constitución india, BR Ambedkar, era dalit (intocable). O que el primer ministro de Educación tras la marcha de los británicos, el musulmán Abul Kalam Azad, dedicara sus 10 últimos años de vida a impulsar sin descanso la universalización de la primaria.
Pero si en política los datos muestran voluntades, la de igualar oportunidades formativas en India lleva tiempo en entredicho. El país invierte en educación poco más del 3% de su PIB. Otros BRICS (acrónimo de las grandes economías emergentes) como Brasil y China se acercan, respectivamente, al 6% y el 4,5%. “El sistema público ha estado infrafinanciado desde la independencia”, se queja Mousumi, cansada de escuchar un compromiso para alcanzar el 6% que nunca se cumple. La profesora de la O.P. Jindal culpa también a la descentralización educativa, para ella otra fuente sistémica de disparidad, en este caso en clave regional. Y que arrastra —como casi todo en India— un marcado sesgo de casta.
La falta de voluntad para articular una red pública decente ha derivado en su absoluta falta de prestigio. “Toda familia que se lo pueda permitir lleva a sus hijos a un colegio privado”, apunta Sagar. Brecha insalvable que dinamita el fin igualador de la educación, su rol de balanza social. Y que allana el camino a una estafa nutrida por una mezcla de ignorancia y legítimos sueños de progreso.
Toda familia que se lo pueda permitir lleva a sus hijos a un colegio privadoSanya Sagar, 'senior manager' en StiR Education
Con lo privado como marca y el inglés por bandera, en los últimos tiempos han proliferado incontables colegios de pago que atraen a familias de castas bajas, a la mayoría bahujan. Prometen educación de calidad a precios más competitivos que sus referentes: los exclusivos centros que educan entre algodones a los niños savarna. “Los profesores tienen con frecuencia un nivel de inglés pésimo, pero los padres oyen dos o tres palabras” y caen en el engaño, “se endeudan”, explica Mukherjee, quien señala a la mera asistencia del profesorado como otra seña de distinción respecto a la escuela pública, lacrada por el absentismo docente. “Mucha gente se está enriqueciendo a costa de familias pobres por un simple trozo de papel que, supuestamente, acredita a sus hijos para abrirse camino”, corrobora Subramanian.
Desprecio del profesor
Más allá del binomio pública/privada, la escuela india apenas construye puentes que permitan atravesar sus enormes ríos de segmentación. La Right to Education Act (REA) de 2009 intentó agilizar el fluir entre castas —promoviendo el contacto, estrechando la desigualdad— mediante cuotas en centros privados para alumnos desaventajados. Pero estos, sostiene Sagar, “suelen estar completamente aislados, lo que influye mucho en su rendimiento y su salud mental”. Algunas voces ven incluso en la REA un reconocimiento implícito —entre la clase política india— de su incapacidad (o desinterés) para hacer de lo público un eje vertebrador.
Para Yuvraj Singh, sociólogo educativo e investigador independiente, otra ley más actual, la National Education Policy de 2020, sigue sin abordar “la jerarquía estructural de la educación en India”. Y, por omisión, permite “deliberadamente” que escuela y asimetría por razón de casta se sigan retroalimentando.
Director de la Loyola School (que combina misión evangelizadora y calidad educativa enfocada a estudiantes dalits), el jesuita Eric Mathias piensa incluso que la nueva ley supone desandar algunos pasos hacia la equidad. En su opinión, no hace sino ahondar en una “triste realidad, la que permite que un 2% de poderosos y unos líderes políticos claramente alineados con el capitalismo se desentiendan de la mayoría pobre”.
En un artículo publicado en la edición india de The Wire, Singh denuncia cómo los chavales de castas bajas no solo han de aprender a golpe de escasez. Asimilar conocimiento apelotonados en edificios cochambrosos, sometidos a metodologías de corte fabril, sin apenas materiales didácticos. También campa, en muchas escuelas públicas, la normalización del desprecio entre el profesorado. Singh narra en el artículo su experiencia como docente en un centro de Rajasthan, donde la mayoría del alumnado era adivasi (tribu al margen del orden de castas, aunque víctima de un menosprecio similar al que sufren los intocables). Escribe que el propio director, de casta superior, le dijo que sus estudiantes no tenían “la habilidad de aprender”, que “qué sentido” tenía enseñarles.
Singh matiza que en su artículo “no pretende dar a entender que todos los profesores savarna discriminan abiertamente a sus alumnos bahujan”. Pero sí se reafirma en la “ubicuidad de la casta” a lo largo y ancho de la educación india. E insiste en que su caso no es ni mucho menos anecdótico. Sanya Sagar, que creció en un entorno privilegiado, también recuerda que, durante su etapa docente, sus compañeros no entendían qué pintaba ahí. Les sorprendía su empeño por “educar a niños sin remedio, abocados al trabajo infantil en cuanto tuvieran la mínima oportunidad”. Como si colgar el lápiz para buscar empleo fuera, entre sus alumnos, una elección deseada y consciente.
Profecía colectiva
Las políticas de discriminación positiva, obligatorias en la educación superior desde los años setenta (mucho antes de que la REA las extendiera a las etapas preuniversitarias), son la punta de lanza en la lucha oficial contra el determinismo educativo en India. Décadas después de su puesta en marcha, su incumplimiento resulta manifiesto. No cesa el goteo de informes que evidencian una negligencia perenne del Gobierno central para que se cumpla lo establecido. La manga ancha se antoja obvia entre los núcleos formativos de élite. Para sus programas de doctorado, los cinco IITs más antiguos del país encuentran, curso tras curso, subterfugios para cribar —mucho más de lo que la ley en teoría permite— a los alumnos de colectivos marginados.
Subramanian sí menciona excelentes resultados en su región, Tamil Nadu, a la hora de facilitar el acceso de las castas medio-bajas a sus universidades. Y de propiciar su aprovechamiento académico-laboral. Al descender en la escala de marginación, el nivel de éxito también cae. Según Subramanian, se trata en cualquier caso de un ejemplo de buenas prácticas que ha logrado un “aumento considerable de la movilidad social en la región”, donde los sectores económicos mejor pagados ya no son “coto exclusivo de los brahmanes”.
En los IITs y otras instituciones de prestigio, el acoso a dalits y otros grupos desaventajados está a la orden del día
Para Mukherjee, respetar escrupulosamente los porcentajes fijados sería solo el primer paso. La ardua tarea de integración educativa, desmantelar el imaginario de casta, sus arraigadas inercias, requiere también apostar por “entornos de aprendizaje inclusivos, con servicios de apoyo que cubran las muchas necesidades” del alumnado vulnerable. Sobre todo frente a la pertinaz resistencia de alumnos y profesores de castas altas a que otros ocupen su espacio de privilegio.
En los IITs y otras instituciones de prestigio, el acoso a dalits y otros grupos desaventajados está a la orden del día. Con peores cimientos académicos, tratando de socializar en un ambiente hostil y sin un desahogado apoyo familiar, un alto porcentaje del alumnado de castas bajas termina por abandonar sus estudios universitarios. Se cierra así una especie de profecía colectiva autocumplida.
Las castas altas confirman sus sospechas y refuerzan su postura anti-cuotas. En un clima de opinión endogámico, se une, a la arrogancia de casta interiorizada desde la cuna, un supuesto agravio contrario a las frías y objetivas dinámicas del puro mérito. Los grandes beneficiados de la estratificación histórica “han llegado a creer firmemente, sin cinismo, que su mayor éxito se debe exclusivamente al talento y el trabajo duro”, afirma Subramanian. Desestiman, por norma, la influencia de factores socioestructurales: pobre y manida excusa. Perciben como una flagrante injusticia que las cuotas emborronen la pureza de unas notas de acceso idénticas para todos.
“Incluso se arrogan una idea de modernidad y democracia que trasciende esas formas de afiliación atrasadas, argumentando que la reserva de plazas contribuye a mantener la casta como categoría legal”, continúa Subramanian. Son, dice la profesora de Harvard, los mismos jóvenes que, sin inmutarse, “naturalizan que la empleada del hogar o el que les vende las verduras no tienen por qué tener, en una sociedad democrática, las mismas oportunidades que ellos”. Tensiones y sutilezas de casta colándose, como un hechizo nacional, en las mentes de alumnos brillantes.
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