El camino del brujo a terapia: contra la estigmatización de la discapacidad infantil en Uganda
Desmontar los prejuicios y las supersticiones frente a la diversidad física e intelectual en África es el primer paso hacia una mayor inclusión en todos los ámbitos sociales
De los 4.500 niños con diferentes discapacidades a los que brinda apoyo y tratamiento Steve Williams a través de su fundación, prácticamente todos tienen las mismas marcas en el abdomen, explica por videollamada desde el oeste de Uganda. La historia la ha oído tantas veces que la recita como quien cuenta una inocente costumbre popular. Los padres, llenos de vergüenza y motivados por la creencia de que la condición de sus hijos es un castigo divino o una maldición, dice el relato, los llevan a ver al brujo local en busca de una solución. Allí, este procede a hacerles una serie de cortes en el vientre para luego frotarlos con un polvo misterioso y así eliminar los espíritus malignos.
De este tipo de intervenciones lo único que quedan son las cicatrices imborrables, el resto de la vida sigue igual: la posibilidad de estudiar más allá de una primaria precaria es casi inexistente, las probabilidades de malnutrición son mayores, el acceso a una sanidad especializada es extremadamente limitado, y, más adelante, entrar al mercado de trabajo será un lujo. El Gobierno de Uganda considera que estas variadas dificultades a las que se enfrentan las personas con discapacidades hacen de su situación un tema transversal dentro de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), por lo tanto, una prioridad.
No obstante, asegura Williams y otros que, como él, ofrecen cuidado y tratamiento gratuito para estos jóvenes, existe un vacío institucional que ellos están llenando. Aun así, reconocen, ha habido avances importantes que sientan las bases para cumplir las metas futuras. Según su experiencia, en cuanto se comienza el trabajo con las familias y las comunidades, centrado en la concienciación y la educación, además de los tratamientos específicos, los prejuicios y las supersticiones se disipan sorprendentemente rápido.
En un país de 46 millones de personas donde se estima que el 13% de los niños vive con una discapacidad, alrededor de 2,5 millones de menores de edad y adolescentes deben cargar con ese prejuicio social tan profundo, según datos recopilados por Unicef. Además, la mayoría de estos ese hallan desatendidos, con suerte tienen un diagnóstico detallado y solamente una minoría accede a ayudas económicas, tratamientos o educación permanente e integrada. Así, mientras el objetivo de una inclusión generalizada en todos los ámbitos sociales se ha estancado, el cambio social lo están impulsando como puede principalmente ONG pequeñas y fundaciones.
De todas las cosas que estas pueden hacer, la primera batalla que debe darse es la de la concienciación, tanto a nivel familiar, como social. Al menos así lo cree Hawa Nsangi, directora del centro de inclusión para adolescentes y adultos jóvenes con discapacidades intelectuales Embrace Kulture, ubicado en Entebbe, cerca a la capital, Kampala. “Nosotros salimos a las comunidades y educamos a la gente sobre los diferentes tipos de discapacidad, sus causas, qué se puede hacer para ayudar y también todas las cosas de las que son capaces. Además, con los padres trabajamos en su aceptación, porque sin ello no es posible el progreso hacia la inclusión, que es nuestro objetivo final” sostiene.
Lo mismo ha observado Steve Williams trabajando en su fundación, Kyaninga Child Development Centre, que opera en los alrededores de Fort Portal, en territorio de reservas forestales próximas a la frontera con la República Democrática del Congo. “Normalmente, el padre ha abandonado la familia por la humillación que siente; la madre usualmente ya tiene suficiente encima con otros hijos y no da abasto; así que suele ser la abuela o una tía la que termina cuidando del niño o la niña. En cualquier caso, quedan aislados de la comunidad. Por eso nosotros empezamos por educarlos a ellos mínimamente y los llamamos ‘Padres Expertos’. Luego ellos se encargan, cada vez que aparece un nuevo paciente en la zona, de pasar su conocimiento a los otros padres y a la comunidad entera. Eso hace una gran diferencia”.
Se podría decir que el mismo Williams, originalmente del Reino Unido, pero radicado en Uganda desde 2004, es un Padre Experto. Su hijo, Sydney, nació con una epilepsia poco común en 2010, y Williams rápidamente vivió en carne propia el escarnio público. “Decían que si tocabas la saliva te contagiaba la maldición”, cuenta. No obstante, más que ese tipo de cosas, que si bien eran desagradables, él les daba poca importancia, el padre sufrió la abismal falta de atención y servicios. Con cada visita a un hospital conocía a una nueva familia sin tratamiento. Así que decidió traer una fisioterapeuta desde el Reino Unido durante seis meses para ayudar a una veintena de familias. Tras cumplirse su estancia prevista, la lista de espera era de más de cien y la terapeuta, Fiona Beckerlegge, se quedó para, juntos, empezar la fundación.
El centro y sus actividades se han ido expandiendo conforme se hacían evidentes nuevas necesidades, muchas veces en paralelo a lo que hacía falta para Sydney. A día de hoy tienen un equipo de 65 profesionales, principalmente fisioterapeutas, logopedas y terapeutas ocupacionales. Toda la operación, explica Williams, se divide en tres ramas: la de terapia y rehabilitación, la de educación y la de construcción de material de movilidad. En conjunto, atienden un rango muy completo del abanico de los diferentes tipos de discapacidades. Además, para mantener todo a flote, tiene dos negocios –un hotel y una quesería artesanal– que financian la fundación junto con pequeñas donaciones de socios en Europa y Estados Unidos.
Una normativa de 2018 establece que todos los sectores del gobierno, local y nacional de Uganda deben abordar la discapacidad en sus planes de desarrollo
Muchas de sus actividades se hacen junto con el Gobierno; o, más bien, en reemplazo del mismo, pero con su beneplácito y colaboración. Por ejemplo, como no hay prácticamente especialistas dentro del sistema sanitario –apenas hay unas decenas de fonoaudiólogos y logopedas en todo el país– han entrenado al personal de todos los centros de salud del distrito donde operan, y en varios colindantes también, a hacer diagnósticos para que luego les deriven los pacientes directamente a ellos.
En la rama de educación también se han dedicado al entrenamiento. En una alianza con el instituto pedagógico distrital, entrenaron a los formadores directamente, de tal manera que en el distrito de Kassese cada año se gradúan 130 nuevos profesores conocedores de prácticas educativas inclusivas. También tienen una escuela modelo donde la mitad de los estudiantes tienen alguna discapacidad y la otra mitad no, para probar nuevos modelos de vanguardia.
“En esta escala está funcionando muy bien, porque aunque somos pequeños, estamos viendo alrededor de mil niños al mes. Pero realmente queremos escalarlo al resto del país, entonces hay muchas discusiones con el Gobierno”, ahonda Williams, carpintero criado en una granja, pero que cambió la campiña británica por las tupidas montañas de Uganda y en el proceso ha encontrado una nueva e inesperada misión.
Es un cometido que comparte con las autoridades de este país del interior de África. Una normativa de 2018 establece que todos los sectores del Gobierno, local y nacional, deben abordar la discapacidad en sus planes de desarrollo. Sin embargo, la eficacia de esta regulación es disputada. Por un lado, Hawa Nsangi da crédito a estas medidas estatales por un cambio de percepción hacia las discapacidades, aunque no completo, y al mismo tiempo una resultante mayor inclusión en la sociedad. Pero, por otro lado, Williams considera que demasiadas aspiraciones se quedan en palabras, pero que sobre el terreno hay poco progreso en las vidas de los millones de personas, niños y niñas, que se supone se deben beneficiar.
La cuestión es el presupuesto. Sencillamente, no hay dinero para implementar los programas que harían una más profunda transformación. La respuesta, propone Williams, está en las principales ONG internacionales, que sí pueden financiarlos. “Nuestra esperanza es que alguien como Unicef haga un trato con el Gobierno y durante un periodo de cinco años, por ejemplo, introduzcan miles de profesionales al sistema de salud y promuevan un enfoque holístico, como el nuestro. Pasado el periodo de entrenamiento, la Administración solamente debe asumir los salarios”. Sin embargo, se lamenta Williams, por ahora las grandes organizaciones solamente se han dedicado al mapeo de la prevalencia, aumentando la presión sobre las pocas personas que pueden ofrecer tratamiento y haciendo poco para acercarse al objetivo de una sociedad más inclusiva.
Aun así, el cambio que sí ha habido es innegable. Mientras apenas hace unos años, todavía se contaban historias de “muertes piadosas” –práctica en la cual los padres de un niño lo abandonan o matan para salvarse del peso de criar un hijo con discapacidad–, el otro día, mientras cenaba en Fort Portal con su familia, Williams vio por primera vez varios niños con discapacidades en público. Parece que, por lo menos, los cuentos de maldiciones y brujos están cada vez más consignados al pasado.
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