La bióloga que protege a los manatíes mexicanos
Nataly Castelblanco lleva más de dos décadas estudiando al herbívoro acuático más grande del planeta. Trabaja para protegerlos en la Bahía de Chetumal, uno de los pocos refugios para esta especie que resisten en México
Cuenta una leyenda colombiana que la Vía Láctea es la travesía que traza el manatí en sus lentos desplazamientos por los ríos: un mapa de estrellas dibujado por las salpicaduras de la cola de este mamífero, el herbívoro acuático más grande del planeta. “Y uno de los más fascinantes. Por eso hay tantos mitos construidos en torno a él”, dice la bióloga colombiana Nataly Castelblanco, quien lleva más de dos décadas observándolos y escuchando historias sobre estos animales.
Entre las historias del legado fantástico de pueblos originarios para explicar la existencia de esta enorme y curiosa criatura, los habitantes del valle del río Solimões consideran al manatí el guardián del agua, y en algunas culturas como la maya o la olmeca, el animal constituye un símbolo de maternidad.
La trascendencia cultural de este animal en el Amazonas fue una de las razones que impulsó a Castelblanco a estudiarlo. “En ese momento no había ni una sola persona trabajando a nivel científico con manatíes en Colombia. Algo sorprendente teniendo en cuenta que es de los pocos países que tiene dos especies”, detalla la bióloga, una de las mayores expertas en un mamífero que cuenta con distintas variedades a nivel mundial: el manatí del Caribe, la subespecie antillana (en riesgo de extinción y que habita desde la península de Florida, México, Centroamérica, las Antillas hasta Brasil); el africano, en el litoral oeste de África, el dugong de las costas del océano Índico y Australia y el amazónico, que se distribuye por América del Sur.
Están emparentados con el elefante, mucho más primo suyo que cualquier mamífero acuático al que se parezcan
Para estudiar a estos últimos, Castelblanco viajó hace 23 años hasta el Amazonas: un encuentro –su primero– en el que quedaría fascinada por ellos y por la importancia que tienen para los indígenas. “Se trata de un animal muy sigiloso y noble, por eso lo aprecian tanto, aunque en esa región también se lo comen. El manatí se sigue cazando, una práctica ilegal muy difícil controlar”, apunta la científica, señalando una de las amenazas que acechan a este animal en estado vulnerable.
La pacífica vida de los manatíes
Pobladores de ríos, estuarios, bahías de agua salada, canales y zonas costeras, los manatíes tienen carácter noble y apacible. Pueden alcanzar los tres metros de largo y los 550 kilos, pero a pesar de su tamaño son bastante miedosos e inofensivos, apunta Castelblanco. Su mecanismo de defensa es, de hecho, la huida.
“Tienen una vida ideal: se la pasan comiendo y descansando”, bromea la bióloga. Su día transcurre entre las 12 horas que duermen, las ocho en las que se alimentan y el resto, en las que nadan sosegados gracias a su cola en forma de cuchara. De cuerpo robusto, rugoso y color grisáceo, con un aspecto que recuerda más al de una morsa, están emparentados con el elefante. Son mucho más primos de ese animal terrestre que de cualquier mamífero acuático al que se parezcan. “Y hasta la forma de comunicarse es distinta a la de pinnípedos marinos como las focas”, explica Castelblanco. Los manatíes hablan entre ellos, pero en una baja frecuencia que no alcanza el oído humano.
Amamantan sosteniendo bajo las axilas a sus cachorros en posición vertical, lo que puede explicar por qué los antiguos marinos confundían a los manatíes con sirenas acunando un bebé
Con su trompa flexible, el labio superior prensil del que emergen unas largas vibrisas o cerdas a modo de bigotes para palpar el ambiente, las hembras limpian y acicalan a su descendencia. También los abrazan y arrullan, y enseñan a las crías las rutas de migración; dónde encontrar la vegetación más suculenta, los acuíferos de agua dulce más transparente... Un mapa de conocimientos que solo se trasmite por vía materna.
En la zona interna de sus dos cortas aletas pectorales, con tres uñas, poseen las glándulas mamarias a las que se aferran las crías. Cuando amamantan, sostienen bajo las axilas a sus cachorros y lo pueden hacer en posición vertical, un tierno gesto que puede explicar por qué los antiguos marinos que llegaron a las costas del continente americano las confundían con sirenas acunando un bebé.
Chetumal, uno de sus últimos refugios mexicanos
Después de años trabajando con poblaciones de manatíes en el Amazonas y en el río Orinoco, cuyo caudal se origina en Venezuela, Castelblanco llegó a Chetumal, capital de Quintana Roo. En la universidad de este Estado mexicano trabaja a pocos metros de la bahía de aguas cristalinas que más ejemplares de manatíes congrega de la zona caribeña, unos 300 –se estima que en total hay unos 1.000 en el país–. Antes de que la sobreexplotación hiciera mella en su ecosistema, los manatíes se distribuían por todos los Estados costeros del golfo mexicano. Hoy solo se pueden observar desde el sur de Tamaulipas hasta Quintana Roo.
En este litoral caribeño se concentran en dos paraísos naturales: las lagunas de la Reserva de la Biósfera de Sian Ka’an y la Bahía de Chetumal, que estudia Castelblanco. “Los manatíes de esta región no suelen desplazarse mucho, a excepción de los machos, que migran hasta Belice en busca de hembras para conseguir variabilidad genética”, explica. Ellas se quedan casi todo el tiempo junto a sus crías en la Laguna Guerrero, un área natural protegida de Chetumal que atesora uno de los hábitats más importantes para la especie en México. Con más de 281.230 hectáreas, allí viven más de 200 vertebrados (algunos protegidos, como el jaguar, el tapir o la iguana verde), y crecen vegetales amenazados como la palma nacax, la palmera plateada mexicana –que está desapareciendo debido al uso directo de la palma y a la destrucción de su hábitat natural– o la curiosa orquídea blanca, conocida como dama de noche, en peligro por su extracción para la venta ilegal. En este edén de la biodiversidad, los manatíes se alimentan de algas, pastos marinos y plantas.
La estrella de este refugio es Daniel, de 2,5 metros y casi 300 kilos, que llegó a la laguna hace 18 años. “Lo encontraron casi de recién nacido y lo trataron de rehabilitar para devolverlo a su estado salvaje. Pero es como un perrito, si ve un kayak se acerca e intenta abrazar a la gente”, cuenta la bióloga, responsable de coordinar el grupo técnico-científico de la Red de Atención a Varamientos de Mamíferos Marinos de Quintana Roo.
Habituado al contacto humano, este ejemplar sale a dar la bienvenida cada vez que recibe una visita en el Centro de Atención y Rehabilitación de Mamíferos Acuáticos (CARMA), institución gubernamental que gestiona el santuario. Daniel fue el primero de su programa de rehabilitación, donde el año pasado recibieron a Pompeyo, una cría huérfana rescatada con apenas un mes, explica Castelblanco mientras pesa en una balanza los ingredientes del biberón del cachorro. “Le damos dos al día, una por la mañana y otra por la tarde. Pero también le empezamos a dar de comer hierbas”, detalla. “La idea es que no se acostumbre a los humanos y que sea independiente a la hora de buscar alimento”.
Aunque los manatíes se muestran huidizos ante la presencia humana, son muy curiosos. “Cuando Daniel llegó la gente de la comunidad lo alimentaba, consintiéndolo mucho, apapachándolo, lo que provocó su humanización”, cuenta Castelblanco. Por eso Pompeyo, en proceso de destete, se encuentra en una pequeña piscina con una red que lo aísla del contacto humano. “El comportamiento tan social de Daniel hace pensar que todos los manatíes son iguales, que se pueden acariciar los especímenes salvajes. Y eso conlleva muchas implicaciones negativas, los pone en peligro”, relata Castelblanco. “Con la nueva cría evitamos cometer los mismos errores. Eso sí, cuando hace más frío le damos una toma más para consentirlo”, reconoce.
Los manatíes son muy sensibles a la temperatura. A pesar de su enorme volumen, no poseen apenas capas de grasa y tienen problemas de termorregulación. Todas las especies actuales del mundo se encuentran en aguas tropicales y subtropicales. No aguantan menos de 20 grados y las bajas temperaturas provocan altas tasas de mortalidad, cuenta la experta. Y las condiciones climáticas anormales debidas a la actividad del ser humano están generando más frentes fríos, causando estrés en estos animales.
La actividad humana y el turismo, la mayor amenaza
En Quintana Roo, la principal amenaza para este mamífero es la pérdida directa de su hábitat, víctima de un turismo insostenible, cuenta Castelblanco: aumento descontrolado de embarcaciones con motor, entrada de cruceros al puerto, aguas residuales, contaminación... Muchos manatíes mueren por golpes de las embarcaciones o por la ingestión de anzuelos. “O porque se atoran en redes de pesca: no aguantan más de 20 minutos sin respirar debajo del agua y se acaban ahogando”, lamenta.
Tras dedicar tantos años a la investigación científica, quiere ahora trasladar los conocimientos adquiridos a la conservación de la especie. “Me gustaría enfocarme en trabajar de la mano con las comunidades que habitan estas zonas. Que sean los propios pobladores quienes controlen y monitoreen a los ejemplares”, afirma la bióloga mientras acaricia a Daniel, que nada de un lado a otro mientras salpica con su torpe cola. Para ella es importante que se hable más de los manatíes, que se sigan contando historias: “Con la pérdida de los mitos, se hacen más desconocidos. Y mientras la mancha humana se extiende y limitamos su hábitat, estos animales están desapareciendo del planeta”.
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