Los países del Sur Global abren una grieta en el muro del negacionismo climático
La aprobación de un fondo sobre “pérdidas y daños” establece un principio ético que podría ir mucho más allá de su dotación económica
En marzo de 1996, la compañía de tabacos estadounidense Liggett Group hizo público el acuerdo alcanzado en un caso de demanda colectiva, por el que se comprometía a destinar un 5% de sus ingresos a programas de prevención del tabaquismo. Liggett aceptaba, sin decirlo, la responsabilidad derivada de prácticas comerciales abusivas, engañosas y continuadas que provocaron a la sociedad un daño irreparable. El entonces presidente de Estados Unidos, Bill Clinton, describió aquel acuerdo como “la primera grieta en el muro de piedra del negacionismo”, y no se equivocaba. Desde aquel momento hasta hoy, la industria tabacalera se ha visto obligada a pagar verdaderas fortunas en concepto de compensación por sus acciones.
Un cuarto de siglo después, los fundamentos éticos y económicos que sustentaron la lucha contra las compañías tabacaleras inspiran a las víctimas del cambio climático. El debate sobre la consideración de “pérdidas y daños” ha ido tomando fuerza de manera lenta, hasta convertirse en el único resultado memorable de la COP27 que acaba de ser clausurada en la ciudad egipcia de Sharm el-Sheij: la dotación de un fondo destinado a este propósito para los países más pobres y vulnerables compensaría, en parte, las colosales omisiones en materia de mitigación de gases de efecto invernadero y adaptación al cambio climático.
Para el mundo en desarrollo, el cambio climático no es una amenaza, sino un desafío contemporáneo y existencial, cuya reparación debería ser una obligación legal, además de ética
El fondo para pérdidas y daños fue aprobado in extremis, cuando el plazo oficial de negociaciones ya estaba cerrado, y pese a la resistencia de algunos de los países más ricos. Muy especialmente la de los Estados Unidos. La contaminante gran potencia se resiste a aceptar que muchos inocentes están pagando demasiado como consecuencia de las acciones de unos pocos. Para el mundo en desarrollo, el cambio climático no es una amenaza, sino un desafío contemporáneo y existencial, cuya reparación debería ser una obligación legal, además de ética.
El liderazgo informal del llamado G77 + China —que representa a los 134 países del Sur Global demandantes del fondo— recayó precisamente en Pakistán. Hace solo seis meses, esta nación superpoblada del Sur de Asia perdió más de 1.500 vidas y cerca de 29.000 millones de euros en las inundaciones que anegaron un tercio de su territorio, y cuyo origen está directamente ligado al cambio climático. Pakistán, responsable de tan solo el 1% de las emisiones globales de CO₂, constituye un epítome de la causa que sustenta el nuevo fondo acordado en la COP.
Por ahora, lo firmado en Sharm el-Sheij refleja mejor las cautelas legales de los países ricos que sus obligaciones financieras y políticas. Aunque, según informaba The New York Times, los países europeos anunciaron compromisos por valor de 300 millones de euros —destinados a una diversidad de programas más o menos relacionados con el fondo—, ninguna nación será legalmente responsable de los pagos. Esto evapora cualquier noción jurídica de compensación o reparación, y reduce la iniciativa a un ejercicio de buena voluntad. Según el texto oficial del acuerdo, las magnitudes y los detalles operativos de la nueva herramienta tendrán que ser desarrollados por un comité de 24 países que presente en la COP28 (noviembre de 2023) una propuesta que incluya el origen y el destino de los recursos, así como la lista de potenciales receptores de fondos.
El riesgo de una nueva promesa vacía
En esencia, el desafío es establecer un mecanismo creíble y operativo. Si su magnitud es demasiado pequeña, el fondo será irrelevante; pero un compromiso demasiado ambicioso sería considerado un brindis al sol. Y de esto ya saben algo los países pobres. El gran éxito de la COP15 de Copenhague (2009) fue la promesa de alcanzar en 2020 un total de 100.000 millones de dólares (95.500 millones de euros) anuales para apoyar los esfuerzos de mitigación y adaptación del mundo en desarrollo. La cifra, que ya estaba groseramente por debajo de las necesidades estimadas por la ONU, se quedó en ese año en 17.000 millones menos de lo establecido (ver gráfico).
Por si fuera poco, la inmensa mayoría fue destinada a actividades de mitigación —la prioridad de los ricos— y solo un 24% fue a adaptación —la prioridad de los pobres.
Se trata, por tanto, de no tropezar en la misma piedra. Por eso, algunos expertos y negociadores han puesto especial empeño en considerar mecanismos de financiación alternativos o complementarios a las donaciones bilaterales de los países más ricos. Uno de los más interesantes consiste en involucrar a organismos financieros internacionales como el Banco Mundial (BM) o el Fondo Monetario Internacional (FMI). Enterrada en un oscuro párrafo de la penúltima hoja, el acuerdo sobre el fondo incluye una invitación a estas instituciones para que consideren en sus reuniones anuales de primavera cómo pueden “contribuir a los acuerdos de financiación, incluyendo enfoques nuevos e innovadores”.
Es difícil ignorar que las familias somalíes que huyen de la hambruna provocada por las sequías y las plagas no merezcan la misma protección de quienes huyen de una guerra
La revisión en profundidad de los mecanismos de préstamo y donación de las llamadas instituciones de Bretton Woods —el FMI y el BM— constituye uno de los caminos que despierta más expectativas en el debate de la financiación climática, sean reparaciones, adaptación u otros. Se abriría la puerta, por ejemplo, a realizar condonaciones de deuda externa vinculadas a la compensación por pérdidas y daños. La pandemia y la crisis económica derivada de ella multiplicaron el endeudamiento del Sur Global, una situación que se ha hecho aún más crítica con la guerra en Ucrania y la subida internacional de tipos de interés. De hecho, Naciones Unidas ha alertado sobre la situación de 54 países pobres altamente endeudados, en los que se concentra la mitad de la población mundial que vive en la extrema pobreza y que está sobreexpuesta al impacto del cambio climático.
Los intercambios de “deuda por clima” no son una novedad —como explica el propio FMI en un papel reciente—, y ahora podrían extenderse a la lógica de “pérdidas y daños”. El ex primer ministro británico Gordon Brown ha pedido que la cumbre de financiación del clima convocada por el presidente francés Emmanuel Macron para el próximo mes de junio cancele las deudas impagables a cambio de acciones contra el calentamiento global. Esta cumbre estará copresidida por la primera ministra de Barbados, Mia Mottley, que el pasado mes de julio defendió con elocuencia su Iniciativa Bridgetown para la reforma de los mecanismos de financiación de los bancos multilaterales. El propio grupo de expertos del G20 ha estimado que la financiación disponible para los desafíos del desarrollo podría verse incrementada en la friolera de un billón de dólares (960.000 millones de euros) si se produjesen estos cambios.
Que paguen los que contaminan
Más allá de los donantes oficiales, el argumento de la reparación podría extenderse al sector privado, parte del cual tiene una responsabilidad directa —y obscenamente lucrativa— en la generación de los daños y las pérdidas climáticas. Esta contribución podría hacerse por la vía de impuestos— como propuso el secretario general de la ONU— o a través de inversiones sostenibles. Y siempre queda el recurso de los tribunales. El informe El coste de la demora, presentado antes de la COP27 por una coalición de más de 100 investigadores, activistas y responsables públicos, proporcionaba un dato demoledor: los ingresos acumulados por seis grandes compañías de gas y petróleo en el primer semestre de 2022 les permitirían cubrir el coste de todos los shocks climáticos padecidos por los países pobres, y aun así mantener un beneficio neto de 70.000 millones de dólares.
No parece que estas empresas se hayan dado por enteradas. En el peculiar universo de las negociaciones climáticas, las demandas por daños las ponen los responsables del desastre. Las empresas energéticas alemanas RWE y Uniper exigieron al Estado holandés una compensación de 1.400 y 1.000 millones de euros, respectivamente, por la decisión gubernamental de poner fin al consumo de carbón en 2030. Este es solo un ejemplo de una industria boyante. Las transacciones, influencia política y litigios de las empresas más contaminantes del planeta están sostenidas por un ejército de abogados de los despachos más prestigiosos y costosos, como denuncia cada año el Índice Climático de Firmas Jurídicas. Incluso la empresa de relaciones públicas contratada para gestionar la comunicación de la COP27 trabaja también para la paradójica Iniciativa Climática del Gas y el Petróleo, que incluye a compañías como Exxon Mobile y Chevron.
Los ingresos acumulados por seis grandes compañías de gas y petróleo en el primer semestre de 2022 les permitirían cubrir el coste de todos los choques climáticos padecidos por los países pobres
Las demandas en dirección contraria son excepcionales, pero existen. Este diario informaba el pasado verano del caso que un agricultor peruano presentó contra la propia RWE ante los tribunales alemanes, y que ha sido admitido a trámite. Saúl Luciano Lliuya arguye que la empresa más contaminante de Europa debe responder por las consecuencias del deshielo que se está produciendo en la región de Ancash, donde reside. En su contestación, la industria se ha refugiado en la imposibilidad de atribuir a una empresa concreta los efectos locales del calentamiento global.
Pero este es un argumento muy similar al que las tabacaleras utilizaron en su momento. O al que esgrimieron las compañías farmacéuticas denunciadas por su responsabilidad en la crisis de opiáceos que viven los Estados Unidos. Ambas industrias acabaron desembolsando cantidades mil millonarias y respondiendo ante la sociedad por sus crímenes. ¿Por qué habría de ser diferente en este caso? Ninguno de los 636 lobbistas enviados por la industria de combustibles fósiles a la COP27 puede defender seriamente que sus clientes ignoraban las consecuencias de sus acciones. Es cuestión de tiempo que las demandas de reparación empiecen a prosperar o que los gobiernos comiencen a actuar en consecuencia.
Una oportunidad para los desplazados climáticos
La reparación de las “pérdidas y daños” puede adoptar formas muy diferentes y ambiciosas si existe la voluntad para hacerlo. Aunque no está presente en las negociaciones oficiales, una de las consecuencias más graves y evidentes de la crisis ecológica está relacionada con los llamados “desplazados climáticos”. Esta categoría poco definida agrupa a todas aquellas personas que se han visto obligadas a abandonar su lugar de origen como consecuencia de shocks naturales extremos derivados del calentamiento global. ACNUR ha calculado que entre los años 2008 y 2016 no menos de 21,5 millones de personas fueron desplazadas por eventos climáticos repentinos. Esos números no tienen en cuenta el efecto de los fenómenos de impacto lento, como las sequías o el aumento de los niveles del mar. Tomados en conjunto, un modelo del BM calcula que los cambios en el clima habrán provocado en 2050 la huida de no menos de 216 millones de personas en diferentes regiones del mundo en desarrollo.
Buena parte de este desplazamiento forzoso se producirá dentro del territorio de los países afectados, pero una fracción se verá obligada a cruzar la frontera. Lamentablemente, nada en la legislación internacional vigente obliga a la protección de estos individuos. Pero es difícil ignorar que las familias somalíes que huyen de la hambruna provocada por las sequías y las plagas no merezcan la misma protección de quienes huyen de una guerra. Es más, el argumento moral de la protección resulta todavía más sólido cuando los potenciales países de acogida —los más contaminantes— están en el origen mismo del problema. Por eso, la protección de desplazados climáticos constituiría una buena herramienta de compensación a las regiones más vulnerables del planeta.
Si consigue salir adelante, el fondo de pérdidas y daños puede convertirse en una nueva “grieta en el muro de piedra del negacionismo”, pero esta vez del climático. La dotación financiera abrirá el camino a otras medidas de mayor envergadura, apuntalando un proceso de negociaciones cuya credibilidad reside en parte en la garantía de un mínimo equilibrio de intereses. Porque este acuerdo introduce un componente ético cuya importancia va mucho más allá del valor económico de las compensaciones. El tiempo dirá si se trata de una nueva promesa vacía.
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