Escuelas contra el exilio en Myanmar
Profesores y guerrilleros intentan salvar a una nueva generación de la guerra civil y de la persecución étnica, escondiendo a los jóvenes en refugios dentro de la densa jungla birmana
Un obús de 120 milímetros explota entre las dos porterías de fútbol del colegio de Blad Doh, una aldea de Myanmar situada en el Estado de Karen, cerca de la frontera con Tailandia. Son las 11 de la mañana de un jueves, la hora del recreo, y sus más de 100 alumnos habrían estado correteando en ese patio de no ser por la previsión de sus profesores. Su director, Saw Eh Khu, de 39 años y natural de la aldea, ordenó hace meses desplazar a todos sus alumnos al interior de la jungla, donde la cobertura de las palmeras y unas cabañas de bambú recién construidas les han servido de hogar durante el monzón. El responsable de la escuela recorre el centro improvisado sin perder la sonrisa delante de sus alumnos: “Hemos construido todo contra reloj. La mayoría de mis estudiantes son niños del interior del país, donde la situación es incluso peor, y pertenecen a etnias que el ejército persigue. Sus familias los mandaron aquí para escapar de los combates y el genocidio. Pero la guerra los siguió”, afirma.
Los bombardeos del Tatmadaw, nombre con el que se conoce al ejército birmano que tomó por la fuerza el poder en el país asiático en febrero de 2021, no diferencian civiles de militares. Docenas de casas de la aldea han sido arrasadas por misiles de la aviación y la artillería pesada, en su intento de diezmar esta zona controlada por las fuerzas democráticas que resisten al golpe de Estado. El pueblo ha quedado prácticamente vacío y sus habitantes se han visto desplazados a la orilla occidental del río Moei, preparados para cruzar a Tailandia en caso de que la guerrilla falle en su intento de contener a los militares golpistas. En medio de la tensión bélica, las clases continúan en el refugio gracias a una docena de profesores sin salario, pero con una convicción absoluta en su labor.
Tenemos que seguir enseñando a nuestros hijos nuestra cultura y quiénes somos o finalmente nos borrarán del mapa”Saw Eh Khu, director de la escuela Blad Doh.
Para Saw Eh Khu, perteneciente a la minoría karen, la educación es una manera de sobrevivir a la limpieza étnica que protagonizan los militares. “Tras el golpe de Estado, la Junta Militar eliminó nuestra historia y lengua del currículum académico. El sistema educativo birmano ha vuelto a ser el lavado de cerebro nacionalista que era antes del proceso de paz de 2012″, afirma este profesor, al que la situación de su país le ha llevado a alternar entre las aulas y la guerrilla que defiende la zona. “Tenemos que seguir enseñando a nuestros hijos nuestra cultura y quiénes somos o finalmente nos borrarán del mapa”, agrega.
Durante la entrevista, otro impacto de artillería golpea el camino terroso entre el refugio y la escuela abandonada. La metralla alcanza a un campesino que trabajaba en el maizal contiguo, que resulta herido en el hombro. “Aquí todos nos jugamos la vida. Unos por enseñar, otros por intentar conseguir algo de comida o dinero. La ayuda humanitaria apenas llega y nadie por aquí ha visto a Acnur (Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados) o las Naciones Unidas”, critica Eh Khu.
La situación se repite en toda la ribera del Moei. Más al norte, en una pequeña pradera ganada a la selva, la escuela U Moo Ta acoge a 200 alumnos de seis a 20 años, tanto de pueblos cercanos como de localidades a cientos de kilómetros. El centro está en un paraíso secreto: un pequeño valle rodeado de montañas nubladas y pagodas olvidadas, algunas aún en pie gracias a las enredaderas que las confunden con árboles moribundos y otras ya sumergidas en el caudal anaranjado del río. Aquí no llegan aún los bombardeos y los cánticos de los alumnos repitiendo la lección resuenan con normalidad, pero las secuelas de la guerra siguen presentes. “Muchos alumnos tienen problemas para estudiar o incluso dormir. Algunos han visto a sus padres ser ejecutados por el Tatmadaw. Otros huyeron de sus aldeas incendiadas por los helicópteros del ejército. No les queda un lugar al que volver. Por eso estoy aquí”, explica Hser Mu La, profesor debutante de 21 años, también de etnia karen.
Setenta años de conflicto
Pese al lúgubre trasfondo del lugar, los docentes recurren al humor y la música para mantener el ánimo en la escuela. Los niños estudian historia, geografía, matemáticas, inglés, birmano, karen y tailandés. Este último idioma es aquí esencial, en caso de que la guerra los fuerce al exilio al otro lado del río, como les ha ocurrido a miles de personas de origen birmano en el último año y a cientos de miles antes que ellos en décadas anteriores. Porque el conflicto armado entre el pueblo karen y los militares birmanos es uno de los más longevos del mundo, 70 años de guerra, que, pese al alto el fuego de 2012, se ha reavivado por culpa de la dictadura.
Somos seres humanos. Aquí en Myanmar no tenemos derechos ni libertad, y es como si fuéramos invisibles. Nadie nos escuchaNaw Mu, profesora
Hay unos cien pueblos indígenas en Myanmar que viven en su mayoría en las zonas fronterizas con India, China, Bangladés, Laos y Tailandia. Constituyen casi un tercio de la población del país. La lucha armada por la autodeterminación de estas minorías empezó poco después de la independencia del país, en 1948. El Gobierno militar, que estuvo en el poder sin interrupciones desde 1962 hasta 2011, impulsó el llamado proceso de birmanización, una política de asimilación forzada de los pueblos autóctonos.
Noi Si, de 17 años, es una de las alumnas de U Moo Ta. Es una karen y, como sus compañeros, viste un uniforme negro y blanco, tradición heredada de tiempos de la colonia británica, que contrasta con unas mejillas untadas con pasta amarillenta de thanaka, un cosmético tradicional birmano. Antes estudiaba en su pueblo bajo control militar, a varias horas del valle, que prefiere que no sea citado en esta entrevista. “Vine aquí porque los combates en mi ciudad eran terribles y cada vez que llegaban las tropas birmanas usaban el colegio como base”, alega. Su testimonio encaja con el informe publicado el pasado septiembre por la organización Save the Children sobre el uso de escuelas como posiciones militares en la guerra civil, publicado días antes de que otro bombardeo matase a siete niños en una escuela de Letyetkone, región de Sagain. Noi Si lleva cinco meses sin ver a sus padres, pero regresar es demasiado peligroso. Una de sus compañeras de clase recibió un balazo intentándolo. Ahora está entregada a sus estudios, no para labrarse un futuro, sino para ayudar a su pueblo: “Quiero ser doctora, aquí no tenemos y cada vez que alguien enferma su familia se endeuda para pagar el viaje a Tailandia y el tratamiento. Lo único que quiero es ayudarlos”, concluye.
Profesores y también guerrilleros
Ese sentimiento de cooperación se transmite en aulas y dormitorios. Son los propios estudiantes los encargados de cocinar, limpiar y hacer la colada. Atienden con silencio y disciplina cada clase, conscientes del sacrificio de sus profesores. Naw Mu, profesora de inglés de 40 años, dejó su cómoda vida en Canberra para ayudar en la escuela. “Esto es un reto. Muchos alumnos no tienen ni dinero ni ropa y estamos al doble de nuestra capacidad”, asevera Mu con frustración. Lo que le hace estallar en lágrimas es la ignorancia de la comunidad internacional: “Somos seres humanos. Aquí en Myanmar no tenemos derechos ni libertad, y es como si fuéramos invisibles. Nadie nos escucha. Yo sola no puedo ayudar a mis alumnos, solo pido a los gobiernos que envíen ayuda”.
A algunos docentes, la situación los ha llevado al límite. Saw Eh Khu ya no viste más su uniforme de director de escuela. Lo colgó en una percha cuando sus alumnos quedaron atrapados en una franja de cinco kilómetros entre el ejército birmano y el río Moei. Ahora porta un chaleco militar del que cuelgan tres cargadores, una granada de fragmentación y un fusil M16. Cuando no está en el refugio con sus alumnos, está en el frente, como soldado del Ejército Karen de Liberación Nacional, una de las guerrillas que luchan para derrocar a la dictadura. Desde la trinchera, y sin apartar la mirada del frente, ahora despejado por una breve pausa del monzón, promete darlo todo antes de ver a sus alumnos exiliarse. Con su firme sonrisa, señala el camino que protege con su propia vida y, en dirección al enemigo, afirma: “No pasarán”.
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