La lucha ciudadana en Sudán contra los males de la fiebre del oro
En los últimos meses, se han reavivado nuevas protestas en varias zonas del país contra los efectos nocivos y el carácter expoliador de su lucrativa industria minera
En el extremo noreste de Sudán, a unos 900 kilómetros de la capital, Jartum, y acariciando la frontera de Egipto, yace una extensa formación geológica con un codiciado tesoro. Sus proporciones todavía están por pulir, pero el llamado proyecto Meyas Sand Gold estima que allí se esconde un depósito de oro con unas reservas de unos 2,85 millones de onzas de oro. De confirmarse las cifras, la zona podría convertirse en una valiosa mina aurífera.
Quién acabará beneficiándose, y cómo, de esta riqueza, sin embargo, es un asunto que también está por determinar, y que recientemente ha generado fricciones. Perseus Mining, una empresa especializada en activos de oro en África, adquirió en 2022 el 70% de Meyas Sand Minerals, la firma que posee la licencia de exploración del lugar y su arrendamiento minero. Según afirma Perseus, este mismo año tomarán una decisión final de inversión.
Pero los depósitos de oro bajo su radar no se hallan en tierra de nadie. Los bishariyin, una de las tribus que ha habitado tradicionalmente esta zona del Estado sudanés del Mar Rojo, se quejan de que los trabajos de exploración, que empezaron hace más de una década, parecen no tener fin. Y lamentan que, mientras tanto, las empresas al frente del proyecto están eludiendo sus compromisos de responsabilidad social con los locales.
Cansados de esperar, un grupo de la comunidad anunció a finales de enero una escalada en sus protestas contra la empresa ante su supuesta negativa a garantizar sus derechos. “Esta zona está bajo influencia de los bishariyin, así que la gente empezó a ir a la empresa a negociar. Al principio [la compañía] mostró buena voluntad y aceptó negociar”, cuenta Mohamed Ali Sarar, miembro del Secretariado de la Juventud de los Bishariyin. “Pero [una vez apalabrado un acuerdo], la empresa no cumplió” en hasta tres ocasiones, añade Sarar. “[Esto] llevó a la gente a cerrar la sede de la empresa en la región y a empezar a trabajar en la minería privada; ahora trabajan en la minería tradicional”, apunta el joven.
Las grandes demandas giran en torno a dos ejes principales: imponer un mayor control sobre el uso de productos altamente nocivos, y más inversiones locales en servicios básicos como la sanidad, la educación y el acceso al agua
Un portavoz de Perseus Mining señala que Meyas Sand posee las licencias para operar, y afirma que no han descuidado su responsabilidad con los propietarios tradicionales de la tierra. Según apunta, dos tribus cuyo territorio cubre el 95% de la zona del arrendamiento minero han aceptado percibir “un generoso paquete de beneficios”, y avanza que, aunque hasta el momento los bishariyin “han rechazado” el acuerdo definitivo, seguirán trabajando para llegar a un pacto.
Un poco más al sur, la localidad de Dordeib, en el Estado del Mar Rojo, también ha sido testigo recientemente de unas protestas locales contra la actividad minera. En este caso, sin embargo, el motivo que desató el descontento popular no fue el reparto de la riqueza, sino los efectos devastadores sobre el ganado y el entorno natural de los desechos tóxicos producidos por la minería aurífera que luego son abandonados en espacios abiertos.
Los vecinos de la zona se movilizaron en febrero y bloquearon durante días la carretera que une dos de las ciudades más importantes de la región, Port Sudán y Kassala, en un intento de presionar a la empresa que opera en una concesión cercana para que desmantele sus plantas de extracción de oro con cianuro, según ha informado un comité de resistencia. Las operaciones, apuntan, se llevan a cabo en el interior de un campamento militar.
“Hay una empresa que se llama Rida y oficiales de las Fuerzas Armadas. Hicieron una fábrica que usa cianuro para la extracción minera, y lo hacen en un campamento militar”, explica por teléfono, en condición de anonimato por la sensibilidad de la cuestión, un geólogo que vive cerca de Dordeib. “En la fábrica trabajan con este [material] para tratar de procesar la materia prima que sacan de esta zona con excavadoras y este tipo de vehículos grandes”, agrega. “Los residuos de la actividad minera son arrojados en la zona, [y] los ciudadanos notaron que sus ovejas y cabras que estaban cerca murieron”, apunta.
La empresa especializada en la explotación de oro Rida Engineering and Construction, una subsidiaria de la compañía minera Rida Group, posee una concesión en la zona, según indica el perfil de LinkedIn de la primera y la web del segundo. EL PAÍS ha contactado con Rida Group, pero no ha recibido respuesta en el momento de publicar este artículo.
Sin embargo, las protestas de los bishariyin y las registradas en Dordeib contra las agresivas y cleptocráticas actividades mineras en Sudán no son las únicas. Otras zonas periféricas del país africano están viviendo movilizaciones ciudadanas que giran en torno a dos ejes principales: imponer un mayor control sobre el uso de productos altamente nocivos y más inversiones locales en servicios básicos como la sanidad, la educación y el acceso al agua.
El bum de la minería
La llamada fiebre del oro en Sudán se remonta a finales de la primera década de los 2000, y se disparó a partir de 2011 con la independencia de Sudán del Sur, que para Jartum se tradujo en la dolorosa pérdida de unas tres cuartas partes de sus exportaciones de petróleo.
La minería se estima que emplea a varios millones de personas y se practica a lo largo y ancho del país, aunque la mayoría de la actividad se concentra en sus castigadas regiones periféricas y alrededor del 80% del oro procede de la producción artesanal y a pequeña escala.
Las consecuencias de una exposición prolongada al cianuro o al mercurio sin apenas protección pueden ser muy dañinas y afectar desde la piel y los ojos hasta los pulmones, el sistema nervioso, el aparato digestivo y el desarrollo fetal. A la larga, pueden ser fatales
Son precisamente estos últimos mineros los que se encuentran en una situación más vulnerable y los que se exponen a mayores riesgos. En este sentido, muchos mineros utilizan mercurio para trabajar, ya que se trata de un elemento barato y accesible que permite separar el oro de otros minerales al formar una amalgama. Luego se separan exponiéndolos al calor y aprovechando que el mercurio se evapora mucho antes de que el oro llegue a fundirse.
Este proceso, no obstante, acarrea enormes peligros para la salud, puesto que el vapor del mercurio, que es inoloro y muy tóxico, puede ser inhalado por los propios mineros y puede volver a condensarse en cualquier superficie húmeda, incluido su cuerpo o el agua.
Además, esta actividad produce millones de toneladas de residuos altamente nocivos que a menudo se abandonan a cielo abierto. Un problema que aumenta todavía más debido a que las empresas que tratan estos residuos para extraer el oro restante —puesto que la forma artesanal es muy poco eficaz— suelen usar cianuro, un producto aún más peligroso.
Las consecuencias de una exposición prolongada a estas sustancias químicas sin apenas protección pueden ser muy dañinas y afectar desde la piel y los ojos hasta los pulmones, el sistema nervioso, el aparato digestivo y el desarrollo fetal. A la larga, pueden ser fatales.
Para el medio ambiente, el uso descontrolado de mercurio también causa graves daños, y lo contamina todo: el suelo, el agua, el aire
“Tanto el mercurio como el cianuro son extremadamente nocivos. Los trabajadores nunca usan ropa protectora y están en contacto directo con el mercurio en el proceso de mezcla de las rocas trituradas. Además, durante el proceso de separación del mercurio de la amalgama, realizado mediante combustión, los trabajadores inhalan los vapores”, explica Ali Mohamed, presidente de la Sociedad Sudanesa de Conservación del Medio Ambiente.
“Últimamente, los residuos se llevan a zonas residenciales y granjas para extraer oro con cianuro y tiourea. El proceso requiere una gran cantidad de agua, de la que no se dispone en el emplazamiento minero, y energía, y contamina un gran número de pueblos”, nota Mohamed, que añade que en una zona del Estado del Río Nilo se han producido casos de “abortos, envenenamiento y muerte de animales, y malformaciones congénitas”.
Si la situación en condiciones que se han convertido en normales es ya de por si alarmante, cuando se junta con algún tipo de catástrofe natural los efectos son difíciles de calcular. Este fue el caso, por ejemplo, de más de una veintena de pueblos al norte de la capital del Río Nilo, Atbara, que en agosto fueron arrasados por unas inundaciones que esparcieron miles de toneladas de residuos mineros tóxicos, parte de los cuales acabaron en el Nilo.
Para el medio ambiente, el uso descontrolado de mercurio también causa graves daños, y lo contamina todo: el suelo, el agua, el aire. “La extracción artesanal de oro tiene un impacto devastador para el medio ambiente”, señala Mohamed, que apunta que además “excavar con maquinaria pesada afecta gravemente la topografía [y] económicamente la gente está abandonando la agricultura para dedicarse al negocio minero”.
Redes turbias
La grave situación de la minería en Sudán es en gran medida consecuencia del fracaso del Estado de regular y controlar el sector en pos de proteger los intereses y el bienestar de sus ciudadanos y del medio ambiente. Y ello se debe, en parte, a su falta de capacidades para lograrlo, pero también —y quizás, sobre todo— a su falta de voluntad y su implicación.
Durante la breve transición democrática que se abrió en Sudán desde el verano de 2019, poco después de la caída del exdictador islamista Omar al Bashir, hasta finales de 2021, cuando el ejército la hizo descarrilar en un golpe de Estado, el Gobierno trató de ejercer mayor control sobre el sector y regular el uso del mercurio y el cianuro. Pero sus esfuerzos quedaron estancados en el plano retórico por la oposición de grandes grupos mineros y por su incapacidad de ofrecer una alternativa integral para los trabajadores artesanales.
Desde la era de Bashir, el sector ha permanecido fuertemente securitizado y dominado a nivel nacional por empresas conectadas al ejército y a grupos armados
Sobre el papel, la gobernanza del sector del oro recae sobre el Ministerio de la Minería y de las agencias que dependen de él, según explica en condición de anonimato, por razones de seguridad, un experto que lleva años estudiando el sector. Entre estas últimas, señala, destacan dos: la Corporación Sudanesa de Recursos Minerales (SMRC), que se ocupa de las licencias y las concesiones, y Sudamin, una empresa pública que ha acabado teniendo muchas participaciones en concesiones. Sin embargo, la misma fuente indica que en la práctica ambas han entrado en competencia por el control de los recursos y funciones en el sector del oro, como por ejemplo en el comercio del mercurio, el cianuro y el carbón.
Y ellos no son los únicos. Desde la era de Al Bashir, el sector ha permanecido fuertemente securitizado y dominado a nivel nacional por empresas conectadas al ejército y a grupos armados. Entre ellos destacan las Fuerzas de Apoyo Rápido, un grupo paramilitar sudanés liderado por quien ejerce de vicepresidente de la junta militar del país, Mohamed Hamdan Dagalo, cuyo entorno ha construido un imperio económico a partir de la explotación del oro.
Organización local
A pesar de la evidente disparidad de fuerzas, las comunidades que viven en zonas mineras cuentan con una larga tradición de protestas contra la explotación de sus recursos y contra sus daños humanos y medioambientales. Las formas de movilización más comunes van desde crear conocimiento alternativo hasta las campañas públicas, sabotajes o marchas.
En la mayoría de ocasiones, las movilizaciones son impulsadas por grupos locales de base a raíz de problemáticas concretas, como las surgidas recientemente en Dordeib y en tierras de los bishariyin, aunque también se han llegado a formar grupos amplios a nivel federal. El experto anteriormente citado en condición de anonimato explica, además, que un rasgo característico de estos grupos locales es su apuesta generalizada por la resistencia no violenta, algo que no está desapareciendo, aunque parece estarse erosionando, desde el golpe de 2021.
El mismo experto del oro en Sudán señala que, en última instancia, estas movilizaciones locales pueden tener un origen y un objetivo muy específicos, por lo que sus implicaciones a niveles más amplios –incluido desatar dinámicas de mayor envergadura– son difícil de establecer. Además, apunta que todas estas protestas tienen una marcada dimensión temporal, puesto que lo que se consigue un día puede quedar anulado al siguiente, de modo que hay muchas historias de resistencia de largo recorrido repletas de pequeñas victorias y contratiempos.
“Al final, hay que preguntarse: ¿qué se puede conseguir?”, apunta. “Hay oleadas de éxitos y fracasos, y dada la fragmentación general del Estado en Sudán no cabría esperar otra cosa. Esto significa que la resistencia depende del equilibrio de poder en aquel momento; y ese equilibrio es muy diferente en distintas zonas”, desliza. “A veces, la resistencia es aplastada fácilmente; y a veces fuerza la salida de empresas o incluso de fuerzas armadas”.
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