El triunfo de un modelo
Las elecciones de 1977 fueron un llamamiento a la esperanza de una ciudadanía hambrienta de democracia
Ya lo decía EL PAÍS en su primera página el 4 de mayo de 1976: “La legalización de todos los partidos, condición indispensable para la democracia”. Cuando esta sentencia se escribió no habían pasado ni seis meses de la subida al trono de Juan Carlos de Borbón; el Gobierno estaba liderado por un antiguo sicario del franquismo, conocido en su tiempo como carnicerito de Málaga por la represión brutal que había ejercido en aquella ciudad durante la Guerra Civil; no existían partidos políticos ni sindicatos legales que no fueran los del Régimen; no había libertad de prensa, ni de asociación, ni de reunión, ni de manifestación; la pena de muerte seguía vigente y se había ejecutado contra militantes de ETA y FRAP apenas unos meses antes; el divorcio y el aborto estaban prohibidos por ley; las mujeres no gozaban de los mismos derechos civiles que los hombres y duplicaban la tasa de analfabetismo de ellos, que para el conjunto de la población era superior al 8%. De modo que las elecciones de 1977 constituían un llamamiento a la esperanza de una ciudadanía hambrienta de democracia, de reconocimiento de sus derechos y de obtención de unos niveles de vida y libertad que pudieran equipararse a los países de la Europa desarrollada.
Los críticos de la Transición política española, ahora tan abundantes entre la clase política y los columnistas y tertulianos a la violeta, olvidan estas realidades con demasiada frecuencia, bien sea por ignorancia o por mero oportunismo. Y desprecian con increíble fanatismo intelectual el hecho incuestionable de que las elecciones de junio de 1977 dieron paso a un periodo constituyente que inauguró la etapa más fructífera y pacífica de nuestra convivencia desde la propia fundación de este país. Nada de eso sucedió por casualidad. Fue la consecuencia de un empeño decidido y constante de los líderes políticos del momento por buscar vías de acuerdo y reconciliación entre las dos, y aun las muchas, Españas confrontadas, en cuyo conflicto radicaba la génesis de nuestro atraso secular.
La conmemoración, cuatro décadas después, de aquellas jornadas electorales invitan por lo mismo a la reflexión sobre el momento presente, a medias protagonizado por la demagogia y la impavidez de quienes tienen encomendada la representación política de los españoles. Los comicios de 1977 pusieron de relieve los anhelos de modernización de nuestra sociedad y la necesidad de buscar soluciones consensuadas. Actualmente la crisis económica global, y sus dramáticas consecuencias para los sectores más desfavorecidos de la población, ha sido el caldo de cultivo de los populismos de toda laya que en resonante desprecio de los principios de la democracia liberal pugnan por erigirse en únicos y singulares abanderados del pueblo —la gente, en la confusa y todavía más gregaria definición de algunos—. Y los evidentes desperfectos del sistema, negados con testarudez por los responsables de que se hayan producido, abonan los ensueños de nuevas elecciones constituyentes, en España como en Cataluña.
El periodo constituyente inauguró la etapa más fructífera y pacífica de nuestra convivencia desde la fundación de este país
Las primeras elecciones democráticas que se celebraron en nuestro país desde las que habían dado la victoria al Frente Popular en 1936 se vieron condicionadas por un hecho del todo crucial: la legalización del Partido Comunista solo semanas antes de la jornada electoral. Los comunistas españoles, hoy encaramados formalmente a la charlatanería y el guirigay, habían protagonizado más y mejor que nadie la oposición a la dictadura. Su incorporación al proceso, reclamada desde el inicio por un diario genuinamente liberal como EL PAÍS, resultó clave para el éxito del mismo. Santiago Carrillo, hoy denostado nada menos que como traidor y socialdemócrata por uno de sus sucesores en el cargo, contribuyó esencialmente a ello, como lo hiciera meses más tarde Josep Tarradellas. Ambos habían sido perdedores de la guerra, habían padecido exilio y persecución y habían defendido durante décadas la pervivencia de las instituciones que representaban. Es de esperar que su ejemplo de pragmatismo, en bien de la reconciliación de nuestros ciudadanos, sea respetado y atendido por los mequetrefes ahora empeñados en erigirse en salvadores de su patria, sea esta la que sea.
En 1977 había inscritos un centenar de partidos políticos y una gran parte de ellos se presentaron a los comicios. 26 listas diferentes en Madrid y 23 en Barcelona dan fe de lo atomizado de la dirigencia política. Pero de las urnas salió un bipartidismo mitigado por los nacionalismos y dos formaciones ubicadas en los márgenes del centro: Partido Comunista a la izquierda y Alianza Popular, germen inicial de lo que hoy es el PP, a la derecha. Desde entonces hasta la actual crisis, el modelo ha funcionado con cierta regularidad. La fragmentación electoral surgida en las dos últimas convocatorias, y confirmada por los resultados de las encuestas más recientes, supone no obstante una ruptura del mismo e indican una tendencia hacia la polarización ideológica. No es un fenómeno exclusivo de nuestro país, pero se ve complicado en su caso por el empuje de los partidos y los sentimientos nacionalistas. Quizá los fastos mediáticos, históricos y culturales en torno a las celebraciones de estos días sirvan al menos para recordarnos a todos que fueron soluciones negociadas las que nos devolvieron la libertad perdida. Las soflamas rutilantes, pura expresión de la enfermedad infantil del populismo, o el mirar para otro lado, síntoma preocupante de la senilidad en política, acabarán como siempre por hundirnos en la exclusión y la miseria.