Rivera, el ‘chico de oro’, ya es mayor
El líder de Ciudadanos se proyecta al primer plano de la política nacional y amenaza el bipartidismo de PP y PSOE
Alberto Carlos Rivera Díaz (Barcelona, 1979), más conocido como Albert Rivera, ha pasado su semana de gracia entre las piedras de Roma y los elogios de Felipe González. Presumía junto a Matteo Renzi del reformismo comunitario. Y le notificaban en Italia los parabienes del expresidente del Gobierno socialista. No porque lo ungiera como a un heredero, pero sí porque González reconocía una relación frustrante con Pedro Sánchez y Mariano Rajoy. Podría decirse lo mismo de José María Aznar. Tampoco se habla con el líder popular ni con el secretario general del PSOE, aunque ha sido mucho más explícito que González en la devoción al mesías del centro. Una manera de sabotear a Rajoy, desde luego, pero también de reconocer en Rivera la esperanza del liberalismo y de la custodia de la unidad del Estado.
No le conviene al líder de Ciudadanos una identificación excesiva del aznarismo. Y sí le conviene el guiño de González. No ya porque consolida la ortodoxia institucional de su candidatura, sino porque dilata el espectro electoral de su hipotética victoria. Se la auguraba hace una semana una encuesta de EL PAÍS, elocuente en el hito del doble sorpasso, pero más interesante aún en la letra pequeña: el 68% de los votantes del PP se reconocía dispuesto a pasarse al partido naranja, del mismo modo que los votantes del PSOE, aunque fuera con un solo punto de diferencia, admitían que el proyecto de Ciudadanos era más atractivo que el de Pedro Sánchez.
Es la perspectiva desde la que puede entenderse la excitación y el nerviosismo que se han amontonado en la sedes de Génova y de Ferraz. Ya decía Pablo Iglesias que Rivera era como “el chicle de MacGyver del régimen, que vale para todo”, aunque la bravuconada de aquella sesión parlamentaria —agosto de 2016— se ha demostrado premonitoria respecto a la elasticidad y la versatilidad de Albert Rivera, más o menos como si hubiera llegado el momento de verificarse el aforismo de Victor Hugo que preside sus ambiciones y sus brazadas de nadador obstinado: “No hay nada más poderoso que una idea a la que le ha llegado su tiempo”.
El tiempo de Rivera es el auge de la comunicación y la caída de las ideologías. La agonía de la izquierda y de la derecha. La amenaza del nacionalismo y del populismo. La respuesta de la bandera comunitaria y del reformismo. La época de los movimientos. Y no de los partidos. La política de la transparencia y del pragmatismo.
Su tiempo es el auge de la comunicación y la caída de las ideologías. La agonía de la izquierda y la derecha
Es el contexto concreto en el que se hizo carne el providencialismo de Emmanuel Macron. El jefe del Estado francés era la persona adecuada en el momento idóneo. Carismático, atractivo, joven, nuevo. Y apologista de la transversalidad, predisponiendo el titular que Rivera concedió a este periódico el pasado lunes: gobernaría España con ministros populares y socialistas, a imagen y semejanza de la síntesis macronista.
La ambigüedad es la virtud y es el límite en la evocación consensual de Adolfo Suárez, pero también representa una opción salomónica y aséptica entre opciones dubitativas. Ciudadanos es la cerveza sin alcohol. El café cortado. Y Rivera, más que el retrato del yerno perfecto y del golden boy de la tercera vía, es la encarnación de su propio partido: joven, universitario, urbanita, europeísta, liberal, reformista, cosmopolita, españolista, “meritócrata” y… mestizo. Familia currante. Padre barcelonés, madre malagueña. Y un abuelo emigrante en Francia y en Suiza cuya personalidad y fama identificaron muchos años a Alberto Carlos como “el nieto de Lucas”.
Le suspenden los sondeos en valoración. Y le acosan los estereotipos. Candidato del Ibex. Halcón del capitalismo
El desafío consiste en trasladar a las urnas la euforia demoscópica, seducir a los mayores, arraigarse en la España rural, iniciarse en territorios hostiles —Galicia, Navarra, País Vasco— y despojarse de las suspicacias y antipatías que despierta Rivera. Le suspenden los sondeos del CIS en términos de valoración. Y le acosan los estereotipos. Candidato del Ibex. Hijo pródigo del sistema. Naranjito. Halcón del capitalismo. Paladín del facherío. Ególatra.
Podría añadirse que hiperactivo e hiperpresidente, pero el primer rasgo no es necesariamente un defecto, y el segundo pormenor ha comenzado a relativizarse con la irrupción de Inés Arrimadas. Ha sido ella la artífice de la victoria en las últimas elecciones autonómicas y la depositaria de una alternativa al poder en Ciudadanos que antes no existía. Y que permite inaugurar no ya la cuestión sucesoria, sino una pregunta legítima: ¿sería Arrimadas mejor candidata que Rivera a La Moncloa?
La novedad de la lideresa naranja demuestra que Rivera es menos nuevo de cuanto parece. Por su precocidad. Por sus remotos tiempos de afiliado en UGT. Porque ya fue elegido diputado autonómico en 2006. Y porque la repercusión de su desnudo en la campaña de 2008 no le abrió las puertas del Parlamento nacional. Tuvo que esperar hasta enero de 2016. Y probarse desde entonces en la versatilidad del hombre bisagra. Su apoyo a la investidura de Pedro Sánchez no le impidió arropar después la de Mariano Rajoy. Se ha convertido ahora en adversario de ambos y parece haber sobrepasado el papel de comodín. Rivera ganaría las elecciones de celebrarse mañana, pero es Mariano Rajoy quien puede convocarlas en 2020, más o menos como si la administración letal del tiempo aspirara a desdibujar la coyuntura y la unanimidad con que las encuestas coronan el maratón Albert Rivera.
Hincha del Barça, exmotero, agnóstico, padre de Daniela, el líder de Ciudadanos sintoniza con la movida —Loquillo, Almodóvar, Sabina—, está leyendo Patria y profesa una cierta idolatría a Mandela y John F. Kennedy, aunque su conexión a la Casa Blanca se la ha proporcionado la ficción. Por la serie de El Ala Oeste. Y porque se ha enganchado a House of Cards, cuyo presidente de ficción, Francis Underwood, le ha dejado en herencia un aforismo que relaciona la política con el darwinismo —depredador o víctima— y que previene del vía crucis a La Moncloa: “El camino hacia el poder está pavimentado de hipocresía y de víctimas”.
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