¿Que tienen de malo ‘las cosas de chicas’? Cómo lo trans nos enseña a ignorar la mirada patriarcal.
Alguien que pretendía hacernos daño a las mujeres trans acuñó en una infame conferencia el término ‘actrices del género’ para referirse a nosotras, sin saber, que acertaba de pleno en el reconocimiento de un camino durísimo que a menudo atravesamos, como diría Simone de Beauvoir, para “llegar a ser mujeres”. Ser actriz es aprender a dominar la tensión entre el sacrificio, la exposición, la fortaleza y la fragilidad. Hacer de las inseguridades herramientas con las que construir belleza, fealdad o verdad y acostumbrarse al fracaso y a la crítica despiadada como habituales compañeros; pero cuando...
Alguien que pretendía hacernos daño a las mujeres trans acuñó en una infame conferencia el término ‘actrices del género’ para referirse a nosotras, sin saber, que acertaba de pleno en el reconocimiento de un camino durísimo que a menudo atravesamos, como diría Simone de Beauvoir, para “llegar a ser mujeres”. Ser actriz es aprender a dominar la tensión entre el sacrificio, la exposición, la fortaleza y la fragilidad. Hacer de las inseguridades herramientas con las que construir belleza, fealdad o verdad y acostumbrarse al fracaso y a la crítica despiadada como habituales compañeros; pero cuando se hace bien, cuando se interpreta con abandono, con elegancia y con virtuosismo, la recompensa emocional es inigualable y se alcanza un estado de armonía con la vida que no se puede comparar con nada. El género, lo que nos hace mujeres a todas, es la fricción con el exterior, lo que somos, lo que nos hacen y lo que se percibe de nosotras; lo que nos ama nos define, lo que nos odia, también, y pocas definiciones más halagadoras y exactas para las exigencias que supone ser una mujer que la comparación con el sagrado e ingrato oficio del arte dramático.
Vivir armarizada es habitar un espacio fantasmal en el que nada es real, ninguna relación puede establecerse desde la sinceridad, una tiene un cuerpo, pero no lo percibe del todo y va por ahí tratando de encontrar los rituales que se lo devuelvan y le permitan tocar la vida por primera vez. Plantarse ante el espejo y, a través de la ropa, del maquillaje o del peinado, darse la forma que con la que una puede mirarse sin sentir que está contemplando a una extraña es un acto de valor inconmensurable, llevar ese acto de intimidad tan delicado a la calle, compartirlo con el mundo, es casi como darse a luz. Da lo mismo si una se entiende a sí misma como una diosa atigrada de Cavalli o aprovechando las camisetas usadas de quienes tiene cerca, existen tantas formas de ser mujer como mujeres y lo que nos viste nos anuncia y nos posiciona. La conquista de mi feminidad me ha costado años de intentos de corrección muy violentos y alcanzarla a través de cómo me presento ante el mundo me ha situado por encima del odio, de los prejuicios y del autodesprecio, cada taconazo que doy en la calle me hace sentir viva y real. Mi aspecto es lo más político que tengo.
Soy consciente de que mis herramientas estéticas de emancipación, los labios rojos, los tacones, los vestidos cortos, han sido utilizadas como elementos de disciplinamiento para otras. Aquello de estar siempre perfectas desde la mirada masculina. Pero me rebelo ante esa idea emancipándome de toda mirada que no sea la mía y la de mis hermanas. Practico la feminidad que he aprendido y a través de la que he construido espacios seguros de sororidad y alegría. Desde ese lugar autodeterminado de las obligaciones patriarcales defiendo con uñas y dientes y aplaudo a las que se construyen a sí mismas dejando atrás lo que a mí me libera. Situar la feminidad clásica en las coordenadas del sometimiento es un error palmario y un acto encubierto de misoginia. Nadie cometería la imprudencia de calificar como débil, sumisa o frívola a Florence Welch, que se presenta ante el mundo con vestidos vaporosos, tonos pastel, cabello largo y tocados de flores. Florence no necesita masculinizar su aspecto para ser tomada en serio y le basta su actitud, inseparable de su estética, para amedrentar a cualquiera que pretenda poner en duda su lugar en el mundo. Una no se libera necesariamente adoptando los códigos estéticos y sociales de la masculinidad, vistiendo trajes o ropa deportiva oversize y endureciendo sus gestos. Romper las cadenas no tiene por qué significar convertirse en el siguiente tirano, que es muy diferente a transitar la masculinidad desde la necesidad de abandonar lo que nos ha sido impuesto. La cultura butch es el ejemplo perfecto de ruptura con lo que entendemos por femenino y de la adopción de los códigos estéticos de la masculinidad sin hacerle el juego al patriarcado, usando lo binario como subversión, liberación y belleza.
No creo en la abolición del género, creo que es mucho más útil y realista la emancipación, que implica desactivar las cargas de los códigos culturales, sociales y estéticos asociados al género y que se construye a través del juego y la búsqueda personal y conjunta de quiénes somos y qué queremos decir con nuestra presencia en el mundo. Como mujer trans orgullosa, he aprendido de mujeres maravillosas un montón de ‘cosas de chicas’ que me hacen más fuerte, que me interpelan como no lo han hecho otros aprendizajes y que, sobre todo, me hacen feliz. Si la liberación pasa por desmerecer a otras, por señalarlas, por menospreciarlas o por considerarlas agradables al patriarcado, ahí no me encontraréis.