Psiquiatras asisten a médicos desbordados por la comunicación de fallecimientos
El hospital Gregorio Marañón de Madrid cuenta con 10 especialistas para apoyar a compañeros que comunican la muerte a familiares. Los seres queridos reciben las peores noticias con dignidad y gratitud hacia los cuidadores
“Murió un abuelo en mi planta. Vino el hijo. Nos preguntaba que dónde iban a llevarlo. No sabíamos contestarle. La enfermera que lo había tratado le contó que había estado con su padre hasta su muerte. Que había estado bien. Y él, todo serio, allí, en el pasillo, comenzó a aplaudirnos”.
Hasta cómo recibir el desgarro de la muerte ha cambiado durante esta pesadilla. Lo cuenta la auxiliar de Enfermería del hospital Gregorio Marañón de Madrid Irene Llorente, bregada en ver cómo se afrontan las pérdidas, que dice que los familiares ahora no lloran. Que no protestan. No dudan. “Sienten una g...
“Murió un abuelo en mi planta. Vino el hijo. Nos preguntaba que dónde iban a llevarlo. No sabíamos contestarle. La enfermera que lo había tratado le contó que había estado con su padre hasta su muerte. Que había estado bien. Y él, todo serio, allí, en el pasillo, comenzó a aplaudirnos”.
Hasta cómo recibir el desgarro de la muerte ha cambiado durante esta pesadilla. Lo cuenta la auxiliar de Enfermería del hospital Gregorio Marañón de Madrid Irene Llorente, bregada en ver cómo se afrontan las pérdidas, que dice que los familiares ahora no lloran. Que no protestan. No dudan. “Sienten una gratitud inmensa hacia nosotros”. También al psiquiatra Emilio Sánchez le sorprende “la dignidad y entereza que muestran; es para aplaudirles a ellos”. Los encuentra “con una actitud cordial, de no querer molestar en ningún caso, de dejarse ayudar”. No es algo habitual. Antes del coronavirus, la muerte, sobre todo la inesperada, generaba protestas. Desconfianza. Llanto.
Sánchez coordina a los 10 psiquiatras que desde hace más de una semana asisten a sus compañeros en el trance de dar las peores noticias. Incluso los sustituyen cuando deben comunicar a las familias que a sus seres queridos les quedan pocas horas. O que han fallecido. Ha sido una medida de emergencia, ante la enorme presión asistencial que soporta el hospital más grande de España por la pandemia y el pico de mortalidad asociada. Los enfermos de coronavirus ocupaban el viernes 1.000 camas de las 1.300 totales. Cada día, mueren entre las paredes de este gigante alrededor de 15 personas. A lo que se suman las crueles peculiaridades de esta plaga. “Algunos pacientes empeoran bruscamente, fallecen en solo unas horas”, lamenta Sánchez, “y las familias no esperan ese desenlace”.
El psiquiatra se topa una y otra vez con la misma estampa. Es una mujer de cierta edad, incluso anciana. Llega al hospital sola. Aturdida. No ha dejado a nadie en casa. Allí vivían ella y su marido, y él, que hace dos meses estaba como una rosa, ahora agoniza. Le ha costado trabajo venir, incluso necesita descansar su cuerpo y su estupor en un bastón. “Así llegan, una tras otra. Continuamente. No tienen familia, ni red de apoyo alguno. Es tremendo”. Habla en femenino, porque es un hecho que la Covid-19 se ensaña más con los hombres.
Los psiquiatras recorren de lado a lado un hospital que ha mutado. Repleto de enfermos aislados, algunos tan faltos de fuerzas que ni pueden comunicarse telemáticamente con los suyos. Atendidos en algunos casos por especialistas que han sido movilizados y no suelen enfrentar la muerte a diario. “Cuando nos llaman respondemos inmediatamente”, explica Sánchez. “Apoyamos a los médicos que no están acostumbrados por su trabajo habitual a esta situación. Y también suplimos a los compañeros de UCI, Medicina Interna o Urgencias, que sí están más familiarizados, pero que ahora necesitan ese tiempo, que siempre es largo, para seguir atendiendo a otros enfermos. Pueden encontrarse a la vez con dos personas que van a morir y dos que han fallecido. Son cuatro llamadas telefónicas de media hora cada una. Y no tienen ese tiempo. Precisan que alguien les eche una mano”.
La tarea de estos psiquiatras es explicar a una mujer que su marido está tan grave que nada se puede hacer por él más que sedarle, y entonces pedir su consentimiento. O acompañar a un hijo sorprendido por una muerte inminente mientras se pone el traje de protección para pasar un momento y despedirse. Sin tocar a su padre.
Cuando llega la muerte, los ayudan con el papeleo. Si no hay nadie o la familia no tiene dinero se encargan de arreglarlo. Y hasta de explicarles que deben abandonar la habitación cuanto antes. Hay que limpiarla con premura para acoger a otro enfermo que espera en Urgencias. Hasta en eso es despiadada la última peste de este siglo.
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