Centros de menores: los expertos abogan por pisos pequeños y crear vínculos afectivos
Los especialistas aseguran que parte de la solución estriba en que estos niños y adolescentes se sientan respaldados y protegidos porque, en el fondo, lo que buscan “desesperadamente es que alguien los quiera”
En el centro de protección de menores Juan Pablo II de Segovia, hasta 2015, los incidentes eran frecuentes. Las fugas también. Siete años después, los chicos que viven allí hablan bien del centro —“Aquí nos sentimos protegidos”— y hasta se han dado casos de adolescentes alojados en otros sitios que se han escapado y presentado en la puerta del Juan Pablo II, decididos a que les acojan allí. Por el camino se produjo una transformación arquitectónica: el edificio, un antiguo hospicio que albergaba 50 menores, se transformó en seis “unidades de convivencia” preparadas para acoger, como mucho, 30. Es decir: lo que era un centro con pasillos largos, comedores para decenas de personas y salas comunales se convirtió en seis “mini casas” integradas en el edificio, pero independientes unas de otras, con seis cocinas, seis salas de estar, seis mesas de comedor…
En cada una de estas unidades viven siete u ocho menores protegidos separados por edades. Esto permite algo que los expertos consideran esencial para que los niños acogidos ahí —provenientes de familias desestructuradas, con padres con adicciones o sin recursos— tengan más posibilidades de hacerse con una vida plena en el futuro: una atención más personalizada en un lugar lo más parecido posible a un hogar.
Desde la reforma, en el Juan Pablo II todo es menos normativo, con más participación de los menores y más autonomía personal. No hay una hora fija de comida, ni para la ducha, la rutina es necesaria para operar (como en cualquier casa con adolescentes), pero se imparte con cierta flexibilidad. Porque, paralelamente a la transformación arquitectónica se ha producido un cambio en la manera de proceder de los educadores. La directora del centro, Marta Gómez Lobo, considera que es esto lo verdaderamente importante. Y lo explica: “Antes se castigaba o premiaba según la conducta. Ahora se trata de establecer un vínculo con los menores como elemento primordial. Hemos pasado del ‘mira lo que has hecho’ al ‘¿por qué has hecho esto?’. Del ‘castigado por fugarte’ al ‘vamos a intentar saber por qué te fugas”.
En España, según los datos de 2020 del Observatorio de la Infancia, hay 35.883 menores tutelados, acogidos bien en centros de protección (16.991), bien en familias de acogida (18.892). No son menores que hayan cometido ningún delito. Simplemente, sus familias son incapaces de cuidar de ellos. La inmensa mayoría de los menores que residen en centros tiene de 15 a 17 años (56%) y de 11 a 14 años (26%). En cuanto a los que residen en familias de acogida, la franja de edad está mucho más repartida: todas están en torno al 20%. Es decir: los centros de protección de menores están llenos de adolescentes o preadolescentes. El 82% de los centros son privados o mantienen algún tipo de colaboración con el Estado. Solo el 18% son enteramente públicos. En cuanto a la nacionalidad de los menores que viven en centros, el 54% son españoles. El resto son extranjeros.
Pepa Horno, psicóloga especializada en maltrato a la infancia, experta en protección de menores, asegura el peor sitio donde alojar a un menor tutelado son los denominados macrocentros (centros donde se alojan a más de 30 chicos sin que se divida, como en el caso del de Segovia, en unidades independientes). “Este tipo de centros está en retroceso, porque la ley ya impide que se vuelvan a erigir, pero aún existen en España. Son los más viejos y la gran mayoría son públicos”, explica. Luego pone un ejemplo de un centro ideal: “Un piso, inmerso en un barrio, con seis o siete menores, atendidos por educadores, integrado en la sociedad, que no lo estigmatice”. Y menciona otra iniciativa positiva: la creación en 2014, por parte del Institut Mallorquí d’Afers Socials (IMAS) del Consell de la Infància, donde, desde 2015, periódicamente, un grupo de menores tutelados se reúnen con educadores y representantes institucionales para exponerles sus propuestas, sus quejas o sus iniciativas. En una palabra: para que tengan voz. Una iniciativa parecida se desarrolla en el País Vasco.
Los niños desconocidos
Esta experta sostiene que “la sociedad debe demandar para estos niños lo mismo que cualquiera demandaría para sus hijos”. Pero añade que estos menores “son los últimos de los últimos, importan muy poco”. Y agrega que deberían estar en familias de acogida y no en centros o en pisos, pero que hay un gran desconocimiento sobre el asunto. “Debería haber una gran campaña institucional para dar a conocer quiénes son estos niños, qué necesitan. Pero no la hay”. Horno participó en un informe de 2017 encargado por Unicef sobre los centros de menores en España. Llegó a una conclusión espeluznante que se ha vuelto a recordar con el reciente caso de las menores explotadas sexualmente en la Comunidad de Madrid: en siete de las nueve comunidades autónomas analizadas en el informe se constataron episodios parecidos al ocurrido en Madrid. “Que estos casos salgan a la luz y a los periódicos es una buena noticia, es una manera de acabar con la impunidad. Así, los fiscales hacen su trabajo, los técnicos y los educadores hacen el suyo, la policía también y la sociedad se vuelve consciente de lo que pasa y exige responsabilidades”.
Noemí Pereda, doctora en Psicología Clínica y de la Salud por la Universidad de Barcelona y coordinadora de la comisión de Expertos del Consell de Mallorca que se formó tras los casos de explotación sexual en los centros de menores en Palma en 2020, recuerda que el asunto es muy complejo y que carece de una solución rápida: “Las crías no son secuestradas, se escapan voluntariamente, las mafias les proporcionan ese sentimiento de pertenencia, de autoestima, seguridad, les ofrecen una puerta al mundo laboral y una falsa familia. Las mafias sustituyen a las redes familiares. Muchas veces es una esclavitud voluntaria”. Y añade: “Existe la idea de que estas son niñas curtidas, pero son las niñas más vulnerables que hay, que vienen de familias muy abusivas. Y las mafias conocen bien esa vulnerabilidad: por eso al proxeneta se le llama ‘papi’, a los clientes ‘tíos’, a las otras niñas ‘hermanas’. Para combatir eso se necesita, entre otras cosas, una policía formada y unos profesionales bien formados”.
Con respecto a esto último, Diego Rodríguez, educador y responsable de la sección sindical de CC OO en la Fundación Diagrama, considera: “La privatización de muchos centros es uno de los problemas principales del sector, ya que el interés económico prevalece sobre el interés del menor. Han ido entrando grandes empresas que pueden negociar con los bancos, pero que tienen su agenda de beneficios”. Y añade: “Los centros de menores solo están en la prensa cuando hay carnaza. Pero los trabajadores están cansados de recibir mala prensa. Tienen situaciones muy precarias y llevan a cabo un trabajo muy complejo no reconocido como de trabajo esencial, y eso que, por ejemplo, en el confinamiento siguieron yendo a trabajar todos los días a centros y pisos: pero no aparecieron en ninguna foto”.
Una de estas es Sonia Expósito. Tiene 44 años. Lleva 16 años de educadora en el mismo centro en Andalucía. Le gusta su trabajo. Generalmente pasa cuatro o seis años con cada niño. Les atiende, les escucha, les aconseja, les castiga cuando hay peleas o faltas de disciplina, se encarga de darles su medicación. Y, sobre todo, trata de paliar “la necesidad urgente de cariño que padecen”. La última Nochebuena la pasó en el piso con cuatro de los ocho menores que viven generalmente ahí. Prepararon una cena con 62 platos. Luego organizaron juegos, se disfrazaron, hicieron selfis. “El objetivo es que no lo viesen como un día familiar. Esto no es una familia, pero tampoco un infierno”. Cobra 1.244 euros al mes.
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