Consideraciones a favor de Walt Whitman
La lectura de un libro claro y profundo (Homosexualidad: el asunto está caliente, de Héctor Anabitarte y Ricardo Lorenzo) me vuelve a la médula, a las muchas quisicosas pendientes, de un problema sin problema. Porque -y no es la primera vez que se afirma- la homosexualidad no existe. O, por mejor decir, es un problema inventado. Un asunto que la sociedad ha urdido para descalificar de sí a quienes no son -hombres o mujeres- estrictamente reglamentarios. El problema homosexual es una de estas etiquetas descalificadoras. Y es que, si eliminamos la ingente presión social que sobre ellos se ha hecho y se hace (por no mencionar la crueldad, el desprecio o las hogueras), el homosexual no existiría. Como tampoco, desde luego, los heterosexuales. Cada ser humano -hombre o mujer-, dentro de ese continuum sexual de que hablaba Kinsey, elegiría libremente lo que su libido, su carácter, su necesidad diferente de placer o sus circunstancias le aconsejasen. Lo haría, por supuesto, sin violencia ninguna y con el respeto más absoluto a la decisión y a la libertad de los demás. Lo que a su vez, por ende, sería natural en una (hoy utópica) sociedad de hombres libres. Casi podríamos decir que en un mundo tal no habría etiquetas, sino matices. Ya que el homoerotismo no es sino una más de las potencialidades sexuales humanas; una más, esto es, ni mejor ni peor. Una de tantas...Pero se me dirá que qué tiene que ver con la normalidad que digo ese mundo exhibicionista, estereotipado y crispado (y potenciado por una, tal vez, efímera moda de destape sexual) que componen los travestidos y sus espectáculos, algunos chillones bares gay y, sobre todo, la imagen -hoy tolerada, pero profundamente despreciada- de la loca, del mariquita de gueto... (Y conste mi natural respeto por cada una de esas cosas). Porque todo ello parece tan lejano del común, del deseable trato erótico, que uno siente la tentación de creer que sí, que hay un auténtico problema homosexual. Y que lo que puede hacer una sociedad liberal como la que buscamos es aceptar eso, tolerarlo, pero mantenerlo, a ser posible, distante... (Y tolerar es, casi siempre, una palabra profundamente racista). Pero el caso es que todas esas manifestaciones, desagradables para álgunos, y no exentas muchas veces de contenido belicoso (el célebre no quieres caldo, toma tres tazas), proceden precisamente de la artificiosidad del problema homosexual, del haberlo -a sangre y fuego- inhumanamente creado... Es decir, que si las manifestaciones arriba dichas (el loquerio) han de ser hoy respetadas y aceptadas como realidad existente -y en absoluto dañina-, no menos cierto es que responden casi siempre a una ineducación o a una carencia, de la que el homosexual no es -hoy por hoy para nada culpable.
Porque, ¿qué puede hacer un muchacho que comienza a sentir esa tendencia sexual de -la que nadie le dice nada, si no es para condenarla, escarnecerla o empecatarla, qué puede hacer -digo- ese sufriente muchacho, sino reprimirse ferozmente, o volverse hacia los suyos que, por la presión social que les oprime, y por secular ignorancia, deciden -grosso modo- que si les gustan los hombres, ello es que son -de alguna manera- mujeres y tiene como tal que comportarse?
Ese muchacho, por la ignorancia e ignominia que la sociedad le da de sí, decidirá mal, y resultará por eso (no lo era) deformado. Al convertir un impulso vivo y natural en una pasión vergonzosa o (en el mejor de los casos) crispada, belicosa, falseada... Naturalmente, hay quienes se salvan, quienes tratan de vivir -y viven- la normalidad de su sentimiento, pero a costa de grandes dificultades. De orden familiar y cultural, primero, y de orden social, más tarde. Luchando por comprender -entre la incomprensión feroz que les rodea- y luego por hacer comprender. No quiero decir que quienes así obren -personas evidentemente normales, aunque hagan a veces bandera de su actitud- sean héroes, ni creo que a ellos les guste esa palabra, pero están volcados, eso sí, al heroísmo. Ante las sonrisas, ante los comentarios por la espalda, ante la imperiosa necesidad de estar siempre alerta, luchando...
¿Qué sucedería si no hubiesen existido las persecuciones de la moral judeo-cristiana, el pecado nefando, las hogueras, la maldición, las cárceles?
La imagen -tópica y real- nos la puede acercar otra del mundo antiguo (hasta que, en 372, Valentiniano II, por presión cristiana, modificó la Lex Julia); unas largas centurias de normalidad, de pasión estética o de tolerancia clara... La misma imagen (a la que no hay por qué quitar su fervoroso contenido de utopía, de apuesta de futuro) que soñó Gide, o Wilde, o Wincklelmann, o Cernuda, o Walt Whitman... Y digo adrede precisamente estos nombres. Porque si muy cierto resulta, aquí y ahora, que el gueto tolerado es una conquista, los marginados deben aspirar a salir de él -porque les deforma-, es decir, a ser -siendo lo que son- normales. La vieja historia de los camaradas.
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