En la ratonera (2)
El viaje a Sarajevo reviste las apariencias de un juego de la oca cuya casilla final sea una ratonera. Los Hércules militares franceses, que, cargados de ayuda humanitaria, vuelan diariamente de Split a la capital bosnia, reservan de ordinario una docena de asientos laterales a los corresponsales de prensa y funcionarios de las organizaciones y agencias internacionales. En la pista misma del aeropuerto dálmata descubro que soy el único periodista: Sadoko Ogata, directora del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para Ayuda a los Refugiados (ACNUR), y su equipo de asesores ocupan los demás puestos libres.
Un enjambre de fotógrafos y cámaras les rodea en cuanto ponemos pie a tierra, y los militares nos guían apresuradamente, por un dédalo de pasillos protegidos con muros y sacos terreros, a una improvisada conferencia de prensa. Una tanqueta de la Fuerza de Protección de las Naciones Unidas (Unprofor) debe conducirme a través del territorio controlado por los radicales serbios al ex edificio de Correos, en el que comienza el centro urbano, todavía en manos de la presidencia bosnia. Antes he de firmar un documento por el que eximo a Unprofor de toda responsabilidad por pérdida, herida o muerte" acaecidas durante el trayecto.
Después de lo ocurrido al vicepresidente bosnio, Hakija Turajlic, arrancado a la fuerza de uno de los blindados por los milicianos de Karadzic y asesinado tranquilamente ante su escolta no obstante la "enérgica protesta" de ésta, comprendo que, escarmentados con la experiencia, los cascos azules prefieren curarse en salud. En Bosnia rige la ley del más fuerte. La impotencia y resignación de los mandos de Unprofor a las tropelías y exacciones de Karadzic y sus gentes me sugiere el lema publicitario adecuado a la aleatoria operación de transporte: "Ponga usted el cadáver. Unprofor se encarga del resto".Un suboficial español, prevenido por Alfonso Armada y Gervasio Sánchez, acude a saludarme y me ayuda a encaramarme a la tanqueta con mi modesto equipaje. La escolta está compuesta de militares jordanos y egipcios, y, por una mirilla lateral, atisbo mientras avanzamos un paisaje asolado y yermo: casas con el techo volado, carrocerías ennegrecidas, postes telefónicos truncos, caballos de frisa, carreteras plagadas de hoyuelos de viruela que no conducen a ningún sitio.
En el aparcamiento de Correos, el juego de la oca se repite: controles, cacheos, pequeño laberinto de sacos de arena y llegada final al ajetreado inmueble fronterizo en donde los militares franceses ofrecen a sus colegas un exquisito bufé frío con canapés, pollo, carne, pasteles, vino y champaña con motivo del 14 de julio, ¡la fete nationale! Mis amigos me localizan en el despacho destinado al registro y archivo de datos de los corresponsales de prensa y partimos inmediatamente en automóvil en dirección al Holliday Inn.
La Voivode Putnika, que atraviesa el' barrio moderno de Sarajevo, ha sido rebautizada por los sitiados: avenida de los franco tiradores. En una guía de la capital con ilustraciones fotográficas editada sólo hace siete años puede leerse descripciones como la siguiente: "Las luces de la ciudad, igual que luciérnagas, puntúan la oscuridad con mayor brillo que las estrellas del cielo bosnio: tal es la impresión del turista que llega de noche a los alrededores de Sarajevo.
Si viaja de día, hallará una urbe oriental como las que existen únicamente en las leyendas y se asombrará de recorrer amplias avenidas con flamantes edificios modernos o de estilo decimonono austriaco". Pero la ciudad que contemplo no es sino un espacio devastado, lleno de heridas, mutilaciones, vísceras, llagas aún supurantes, sobrecogedoras cicatrices. Calles e inmuebles enteros han desaparecido, ni tranvías ni autobuses circulan, la Voivode Putnika está desesperadamente vacía, los árboles han sido talados, la gente se agazapa en sus escondrijos.
La fachada de algunas casas de 10 o 12 pisos presenta una faz chamuscada o cubierta de agujeros, como bostezos cavernosos o inquietantes ocelos. Rascacielos de vidrio reverberante se yerguen como colmenares de celdillas ciegas: los espejuelos en los que el sol se refleja y hace escardillo alternan con órbitas oculares vacías y aviesas miradas tuertas. Coches y autobuses calcinados perpetúan el horror de la ignición en medio de la calzada. Tranvías rojiblancos, inmóviles y acribillados de metralla, enmohecen junto a las aceras invadidas por hierbas y arbustos. Cables de trolebuses cuelgan peligrosamente entre los postes y se enroscan en el suelo como culebras.
Hay edificios reducidos a su armazón metálica, quioscos y cabinas telefónicas semifundidos y aplastados, postes de alumbrado torcidos e inútiles, montones y montones de chatarra, vehículos desguazados negros como el carbón. Casi ninguna vivienda conserva sus ventanas intactas: en las aún habitadas pese a su exposición a los disparos de los francotiradores, el vano ha sido púdicamente cubierto con parches de plástico suministrados por Unprofor.
En medio de esa geografía de la desolación, un reloj ha inmovilizado sus agujas a las ocho en punto (¿de qué día, qué mes, qué año?). Sin agua ni gas ni electricidad ni transportes públicos ni teléfono, Sarajevo parece a primera vista una ciudad fantasma, esqueleto descoyuntado o cuerpo sin vida. Pero el tableteo intermitente de las ametralladoras, estruendo ocasional de los obuses, silbido de balas de los francotiradores, recuerdan oportunamente al visitante que su martirio continúa. No obstante el diluvio de fuego que caprichosamente cae sobre ella y el estrangulamiento cruel al que se ve sometida, la capital bosnia resiste y sigue milagrosamente de pie.
Apenas llegado a Sarajevo, el forastero debe iniciarse en las leyes y reglas de un código elemental de supervivencia. Habituado a una existencia libre y sin trabas, su nuevo espacio, el de la ratonera compartida con 380.000 seres humanos, le obliga a un aprendizaje rápido: conocimiento de las zonas de alto peligro y de las que puede pasear sin excesivo riesgo, de los barrios en donde suelen caer morterazos y obuses, de las esquinas y cruces favoritos de los francotiradores, de los lugares en los que conviene caminar agachado y de los que debe salir de estampía.
Cualquier distracción o error de cálculo en la elección de trayecto pueden serle fatídicos: como dicen los sarajevitas, toda salida al exterior -y todo el mundo ha de salir en busca de agua, leña o comida- es jugar a la ruleta rusa. Así, según me entero desde el primer día, la prudencia aconseja partir del hotel a toda máquina y, evitando la avenida de los francotiradores, a la que da la antigua entrada del Holliday Inn, subir zumbando la cuesta que lleva a la Krajcevika y alcanzar las zonas más seguras de la avenida del Mariscal Tito y la vía peatonal de Vase Meskina dando la vuelta por detrás.
Los automóviles que todavía circulan aceleran bruscamente al cruzar una travesía descubierta, a riesgo de chocar con otro vehículo o una de las tanquetas blancas de Unprofor que recorren la ciudad a lo largo del día. Para protegerse de los héroes que, emboscados en las colinas vecinas, disparan preferentemente sobre niños y mujeres, los soldados de la Armía (Ejército bosnio) han tapado los huecos de mayor peligro con toda clase de objetos: contenedores, autobuses, vehículos, vallas publicitarias que sirven de telón o mampara a la voracidad sanguinaria de los cruzados de la Gran Serbia.
En las calles seguras, los sarajevitas se detienen a comprar lo que pueden o hacen cola en las fuentes cargados de bidones de agua. Pero esta seguridad es ilusoria y los chetniks (ultranacionalistas serbios) se encargan de disiparla cada vez que la población se confía: las carnicerías sucesivas frente a la panadería de Vase Meskina, en el campo de entrenamiento de un grupo de muchachos, en las fuentes concurridas que todavía manan o los séquitos fúnebres de los cementerios, demuestran que nadie, absolutamente nadie, puede sentirse a salvo en ningún punto de la ciudad.
Una familia de los bloques de casas cercanos al hotel, que escapó de su piso desprotegido y sin ventanas al comienzo de una granizada de obuses para esconderse en el refugio, pereció en éste al ser alcanzado de lleno por un morterazo. Todo el mundo está expuesto a la negra o, si se trata de creyente, al roce delicado de las alas de Azrail, el ángel de la muerte de la tradición religiosa islámica. En esta ciudad en donde no hay madera para fabricar ataúdes debes acostumbrarte a dormir, circular, caminar, con la conciencia clara de tu indefensión y precariedad * Nada garantiza que el punto de mira de un tirador de élite no se haya fijado de improviso en tu insignificante persona ni que una granada u obús estallen en el interior de tu vivienda.
Los habitantes de Sarajevo soportaron durante más de un año este azaroso exterminio en su régimen de detención en cárcel abierta con entereza, dignidad y sangre fría. Pero el efecto conjugado del hambre, extenuación y un sentimiento general de traición y abandono se ha adueñado finalmente de ellos desde el vergonzoso acuerdo de washington, torzando su resistencia moral al límite de lo soportable. Han comprendido de golpe que su suerte está echada, que no deben esperar ya la ayuda de nadie: ni de las tanquetas blancas de Unprofor, incapaces de defenderse a sí mismas, ni de los aviones norteamericanos que sobrevuelan la ciudad en su inútil e irrisoria misión de mantener limpio el espacio aéreo.
En Sarajevo, como en el resto de Bosnia, asesinatos, destrucciones, matanzas —todo ese infame ritual conocido por purificación étnica—, se realiza impunemente en tierra.Todo el mundo está expuesto a la 'negra'. En esta ciudad en donde no hay madera para fabricar ataúdes debes acostumbrarte a dormir, circular, caminar, con la conciencia clara de tu indefensión y precariedad
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