Recuerdos de mi amigo 'humano'
De todos los especímenes de productor cinematográfico que me han tocado en suerte durante mi larga vida en el cine, quizás el más peligroso y dañino sea el productor-protector. El que se anuncia a sí mismo como colaborador sincero y leal que luchará codo con codo contigo para lograr una gran película, allanando el terreno, quitándote preocupaciones superfluas y dejando tu cabeza libre y limpia para la creación (siempre, claro está, que tú no te apartes del camino que él ha trazado, ni saques los pies del plato y pretendas cosas a las que su imaginación -normalmente escasa- no le ha permitido llegar). Él quiere que haya un buen ambiente en el rodaje pero le asusta que el director haga amistad con los técnicos, que éstos se alíen contra él y le lleven a la ruina más sombría. Por eso suelen tener algún espía en el equipo, un esbirro leal, normalmente el menos válido de los técnicos, más atento a la delación y a la escucha que a su trabajo confesable. Este productor teme, sobre todo, a los actores principales. Sabe que un técnico es fácilmente sustituible, pero los actores dan la cara. Una vez que han empezado su papel, que han rodado algunas escenas importantes, el negocio está en sus manos y si tienen categoría de estrellas, si saben -ellos o sus agentes- que su nombre es la base sobre la que se ha construido ese frágil castillo de naipes que es un filme, mucho más aún. Cuando yo hice mi primera película con Christopher Lee, él ya era una auténtica estrella del cine B del mundo. Lo único que le diferenciaba de Paul Newman o Robert Redford era la categoría y las ambiciones del proyecto. Él y yo éramos los artífices de un cómic siempre más modesto que Hamlet o La vida es sueño, pero no menos popular y eficaz. Drácula o Fu Manchú eran hamlets de bolsillo y Christopher una estrella del cine pop, un asteroide del cine absoluto. Había que cuidarle tanto, al menos, como a mí, y conseguir que nuestras relaciones fueran amistosas pero no excesivamente. Nuestro primer encuentro ocurrió en Río de Janeiro, en una terraza de Copacabana, pocos días antes de rodar, allí, Fu Manchú y el beso de la muerte, una extraña coproducción anglo-americano-germano-española (demasiados países para el pobre Fu Manchú, ¿no?). Yo estaba acompañado por un hombre bajito y pelirrojo que acababa de llegar a Río también. Era Stuart Freeborn, uno de los mejores maquilladores del mundo (La guerra de las galaxias). Yo creía que él y Christopher eran viejos amigos y habían trabajado juntos en muchas películas. Pero pronto supe que me equivocaba. Vimos al altísimo actor avanzar hacia nosotros, como un personaje tropical de Graham Greene. El maquillador lanzó un "¡Cielo santo!" de angustia contenida, mientras Christopher nos estrechaba indolente la mano. Stuart soltó:
"Tengo la sensación de ser un hombre sin rostro. Un día un maquillador me termina durante unas semanas. Luego me borran de nuevo"
Su personalidad, su voz de bajo de ópera, su humor son un placer para los amantes del cine. Además, ahora somos amigos
-¡Hombre de Dios! ¿Cómo se puede poner un peluquín tan repugnante?
Yo reparé entonces en la cabeza del actor. El peluquín que lucía era, en efecto, muy evidente y hasta más claro que el resto del pelo.
-¿Usted cree? -respondió Lee con cara de sello. Stuart se echo a reír.
-Cuando le veía de lejos, acercándose, pensé: "Ese señor que viene debajo de ese peluquín, ¿no es Christopher Lee?".
Nos sentamos. Resulta que no se conocían, Christopher le había recomendado a la producción porque conocía algunos memorables trabajos de Freeborn (las seis caracterizaciones de Alec Guinnes, en Nobleza obliga, por ejemplo). Lee ya había rodado otros Fu Manchú con la misma productora y el rodaje había sido infernal por culpa del maquillaje. Hay que reconocer que es difícil imaginar a un actor con menos pinta de chino que Christopher Lee. Ellos defendían argumentando que los chinos de Manchuria son altos y muy diferentes a la efigie cliché del chinito del Flan Mandarín u otras tropelías del género, pero yo me temía que la mayoría de espectadores occidentales no tuvieran mejor información que yo sobre el tema. Ellos, los productores, habían contratado a Lee porque era la máxima estrella del cine B en el mundo y pensaban hacer varias películas sobre el maldito y frustrado personaje. Nadie quería otra cosa que unos tebeos filmados divertidos y llenos acción y suspense barato. El único que se tomaba en serio su trabajo fue Christopher. Se sabía sus diálogos -a veces bastante farragosos- a la perfección. Memorizaba los movimientos, el ritmo, de modo prodigioso, nunca hubo que repetir una toma por un error suyo. Con la ayuda del genial maquillador consiguió, incluso, tener aspecto de chino. Su trabajo fue sobrio, impecable, pero falto de corazón, frío. Yo intente corregir esto, sin el menor éxito. "¿A quién le interesa el alma de este gilipollas? Hasta el más estúpido de los detectives británicos acaba siempre venciéndole. Pero él insiste con sus proyectos cada vez más improbables, como solidificar los mares, para crear el caos y hacerse con el poder del mundo. Lo único que de verdad me interesaría saber es dónde encuentra este imbécil la financiación para sus nuevos desatinos". Durante nuestras primeras películas juntos, nuestra relación fue amable y hasta divertida. Pero un muro gélido nos separaba. Yo fui descubriendo, sin apenas intentarlo, otras facetas de la hermética personalidad de uno de los más británicos actores del Reino Unido. Un muro de suficiencia y flema. Una bellísima actriz, Margaret Lee, que rodaba con nosotros, se divertía intentando sacarle de sus casillas:
-Christopher, ¿tú duermes con el peluquín?
Como él no respondía, ella atacó de nuevo:
-¿Y jodes con peluquín o te lo quitas para follar?
Y él respondió, inmutable:
-Mucho me temo que morirás con esa duda. Nunca te daré la oportunidad de averiguarlo.
Christopher siguió su carrera de actor muy popular y querido en todas partes, pero siempre tras la máscara de Drácula, Frankenstein o la Momia. Cuando ya éramos viejos semiamigos, un día me confesó que estaba harto de aquellos personajes. Yo le dije, para animarle un poco: "¿De qué te quejas? Eres rico y famoso. Trabajas sin parar. Te has convertido en un mito del cine. ¿Qué más quieres?". Él respondió, pensativo:
-Tengo la sensación de ser un hombre inacabado, sin rostro. Un día un maquillador me termina durante unas semanas y yo soy Fu Manchú o Drácula. Luego, me borran de nuevo.
Cuando rodábamos El Conde Drácula en Barcelona, Christopher se quejó enseguida del hotel, que era magnífico y señorial, cerca de la catedral. Me reconoció todas las excelencias de mi elección. Pero yo no había reparado en el ruido del reloj, ni en su solemne campana.
-Llevo toda una vida martirizado por las campanas. El sonido de ésta es magnífico, pero me destroza.
Le cambiamos de hotel. A los pocos días me dijo que era feliz en su nuevo alojamiento. Sólo tenía una queja sin importancia. Él odiaba el té, desde niño, pero aquí todos los camareros le saludaban muy cortésmente, pero cuando pedía café, le miraban fascinados y le traían té, por narices.
-No me oyen. Me ven y deciden inmediatamente: "Este inglés toma té, como todos".
Estábamos rodando El Conde Drácula, en Barcelona, siguiendo muy de cerca la novela de Bram Stoker. A él le ilusionaba de verdad recrear ese libro espléndido, pero al mismo tiempo le asustaba que el público no comprendiera el cambio que se opera en el conde, que, con el paso del tiempo, va rejuveneciendo, hasta convertir al anciano y caduco vampiro en un joven en plenitud de facultades.
Dos días más tarde rodábamos una escena que los productores habían reducido al mínimo, porque consideraban innecesaria y demasiado prolija. Es el único momento en que Drácula habla de su pasado, de su estirpe. A través del sombrío y casi surrealista texto se comprende que el conde es un ser sobrenatural, de al menos doscientos años de edad. La noche anterior le di la escena a Christopher y le sugerí que se aprendiera bien el monólogo, porque había decidido rodarlo entero. Él me dijo que aunque tuviera que estudiar toda la noche, valía la pena.
A la mañana siguiente, el rodaje fue cosa de coser y cantar. Él le dio a la escena toda la siniestra pasión, toda la locura que Bram Stoker había creado. El muro de frialdad había saltado hecho pedazos. No dijimos nada después. Pero en su mirada descubrí una emoción contenida que, nunca antes, había imaginado. Unos días más tarde, él terminó su papel y se volvió a Londres a hacer otro Drácula con la Hammer Films. Nuestra despedida, brevísima, devolvió las aguas del Támesis a la amistosa frialdad de siempre. Pero unas semanas más tarde, Christopher me llamó por teléfono a mi casa de París. Me pidió perdón por llamarme a mi domicilio, de noche (eran apenas las ocho). Me dijo que su mujer le había insistido en que llamara. Él llevaba una semana rodando el nuevo Drácula en su querido Londres, en su cacareado estudio de la Hammer, y pensaba que estaban haciendo algo vulgar e ínfimo comparado con nuestro Drácula. Al llegar a casa se lo había dicho a su mujer, una bellísima dama centroeuropea, una Gale Sondergard de los años dorados, y ella le dijo, y él me lo transmitió, que debía llamarme y decirme todo aquello. Lo hizo a regañadientes, haciendo de tripas corazón. Su confesión me sonó a niño obligado por su maestro a escribir en la pizarra 100 veces "No responderé mal al profesor". Claro está que él me lo dijo una sola vez, pero, aun así, agradecí este insólito gesto de reconocimiento. Poco tiempo después, él se trasladó a los Estados Unidos, agobiado por los impuestos británicos. Durante años, salió de su club londinense e hizo cine, televisión, los más variados papeles, pero sin colmillos ni ojos ensangrentados. La gente le reconocía en la calle, pero no como Drácula, sino como Christopher Lee, un excelente actor. Porque este baño de naturalidad latina de California es casi irresistible y le borra la "pompa y circunstancia" al más hierático alumno de sir John Gieldgood. Christopher -ahora se le podía llamar Chris- volvió a Europa mucho más cercano y abierto. Se había sacudido los últimos polvillos venerables y arcaicos del Old Vic -puedo imaginarme a madame Lee cepillo en mano, dirigiendo la limpieza a fondo-. Yo he tenido el placer de hacer varias películas más con él, haciendo de "persona humana". Es un gran actor y lo demuestra continuamente. Su personalidad, su voz de bajo de ópera, su juego lleno de humor, son un placer para los amantes del cine. Además, ahora somos amigos. "Good bless him".
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