Islas privadas: el último edén
Una posesión al alcance de unos pocos. ricos y famosos como nureyev o johnny depp. el autor, escritor isleño, repasa la eterna seducción que ha ejercido la vida limitada por el mar en el hombre y en la sensibilidad de los poetas.
Las personas son islas, hemos oído decir algunas veces. Islas a la deriva, como creía Hemingway; islas misteriosas, en la imaginación de Julio Verne, o también islas desiertas que anhelan encontrar el Viernes con quien compartir el abrazo y el ahogo del mar. ¿Pues qué, si no, el agua que lo rodea define ese pedazo solitario de tierra? Fatigados de ciudad y de continente, anclados en arrabales uniformes y anodinos, los seres humanos tienden a imaginar el paraíso con la forma de isla. Una obsesión persistente.
A la idea de isla suelen asociarse valores hedonistas como la calma, el lujo y la voluptuosidad, precisamente lo que Matisse intentó representar en una de sus primeras pinturas fauve. Lejos de todo lo superfluo, la isla parece convocar las fuerzas interiores de la vida. Despierta el amor al arte, el placer de contar historias, la necesidad del canto y la danza. Las islas esparcidas por el Atlántico, el Caribe o el Pacífico acogen nuestros sueños de reposo, prometen la cura de la sobredosis global. Son lugares, virtuales o reales, de desconexión, como lo fueron en otro tiempo. A las islas -Ibiza, Creta, Elba- llegaban los desterrados de Roma. En el mundo griego, los héroes nacían en una isla. Ulises regresa disfrazado a Ítaca haciendo creer a los Cíclopes que su nombre es Nadie. En tiempos de Cervantes, a las islas eran enviados los simples, como Sancho, cuyo mayor deseo era gobernar una ínsula. Barataria es una quimera que se gobierna con el deseo desde la vida que muele a palos. La islas son evasiones de la inabarcable realidad. Lugares donde la verdad, única y sencilla, se manifiesta; donde los tesoros se entierran. Quizá por eso, algunos poetas prefieren vivir limitados por el mar, como Robert Graves, Seamus Heaney o Derek Walcott.
Hay dos maneras de contemplar una isla, ese terreno único, china en el ojo del mar: la del isleño y la de quien no lo es. El primero no dejará nunca de proclamar su libertad inverosímil, su diferencia y alcurnia mestiza. Siempre verá al de fuera como a quien despojar o por quien ser despojado, no en vano las islas eran hogar de los piratas. El isleño ama y detesta su patria simultáneamente. Y todos los que crecimos en una isla padecemos el síndrome de Robinsón, aquel naufragio y este aislamiento; somos individualistas, creemos en la soledad y en la promesa de una vela distante.
El amor a la isla es un síntoma del
desgaste de las multitudes, una metáfora misantrópica del hombre. Y "hay tantas islas / tantas como estrellas en la noche", susurra Walcott. Pero no una isla para todo el mundo. Marlon Brando tuvo la suya, Tetiaroa, a unas 35 millas al norte de Tahití. La compró en 1966, poco después de encarnar a Fletcher Christian, el marino que lideró la rebelión a bordo del Bounty. Como los amotinados, Brando se enamoró del exotismo y de las tahitianas, y buscó la paz lejos de Hollywood. Se desvivió por su paraíso. Hubiera querido morir solo bajo un cocotero contemplando las variaciones de la luz en el arrecife de coral. Inválido, recluido los últimos años en su villa de Los Ángeles, iba a morir con una mascarilla de oxígeno, como todo el mundo. Su isla -en realidad, un conjunto de islotes (llamados motus por los tahitianos) rodeados por una laguna interior y protegidos por el anillo de coral-, que desde el aire parece un anegado campo de golf condenado a desaparecer en la próxima tempestad, es ahora el juguete caro de una sociedad de vacaciones.
Onassis también tuvo una isla hoy en venta, Skorpios, donde está enterrado con su desgraciada familia. Cualquiera puede alquilar la isla de Richard Branson en las islas Vírgenes. Entre los actores, Mel Gibson es ya un hombre-isla, al haber adquirido una en las Fiji, y Madonna busca la suya en el Jónico. No tener vecinos: he aquí lo más preciado que el dinero puede comprar. Ahora bien, enamorarse de una isla puede costar la vida. Los fugitivos del Bounty apenas tuvieron descanso con sus mujeres nativas en la isla de Pitcairn, suicidios y asesinatos acabaron con ellos. Un interesante libro, La serpiente en el paraíso, narra las penalidades del grupo y de sus descendientes, que siguen hablando un extraño dialecto criollo. El deseo de la isla y su realidad cotidiana son asuntos bien diferentes. Los franceses que murieron de hambre en Cabrera durante las guerras napoleónicas lo comprobaron en carne propia. ¿Y qué decir de los habitantes de Formentera, el paraíso residual del archipiélago balear, que durante siglos tuvieron que provocar los naufragios para sobrevivir? En tiempos de los hippies, tras cada invierno la colonia de la isla pitiusa amanecía diezmada; siempre había alguien que había desertado de la sal y de las mismas caras.
De nuevo resuena la voz de Walcott: "Haber amado el horizonte es insularidad, / ciega la visión, limita la experiencia". El poeta nació en Santa Lucía, una de las cuatro islas Windward. Verde, escarpada, con montañas parecidas a pirámides flotantes, la bañan las aguas del Caribe, por un lado, y del océano Atlántico, por otro. "El mar fue mi privilegio / y un pueblo fresco", sigue recitando el caribeño. Aunque no nació en Mallorca, Robert Graves tuvo el privilegio del mar y de un pueblo fresco, Deià. La isla y el pueblo limitaron su experiencia, lo que es bueno para la poesía, que se ocupa de la esencia. En cuanto al horizonte, Robert prefería escribir de espaldas a él, en dirección a la montaña para cortejar a la Musa "en su alto pabellón de seda". También hay escritores que reniegan de su patria insular, como Naipaul. Lo que para Walcott es un mundo inagotable, para el Nobel nacido en Trinidad es una mediocre prisión, un pálido reflejo de la cultura real que representa la metrópoli. Si no hubiera llegado a Oxford, Naipaul se hubiera sentido toda su vida un escritor de provincias vestido con ropas ridículas.
Cualquier isla, sea grande como Hon-
shu o pequeña como Dragonera, se nos escurre al intentar describirla. Desde el mar, sus acantilados pueden verse como las garras de un águila que se aferran al agua. Necesitamos el arte, la palabra o la melodía para evocar la sensación que produce la isla. Cuando Christo rodeó unos islotes en Miami con kilómetros de tela rosa, de repente se convirtieron en flores, en mariposas posadas sobre la lámina azul, en espejismos que causa la sed en los sentidos de un náufrago. Stevenson resumió todas las islas y todos los hombres en La isla del tesoro. El escocés ganó el título de tusitala, narrador de historias en la lengua de Samoa, lo que es sin duda la mayor proeza de un escritor occidental. En La playa de Falesa, Stevenson fue el primero que advirtió de que el paraíso estaba amenazado, pues "un cambio en las costumbres es más mortífero que un bombardeo". Poco después llegó Gauguin a la Polinesia francesa. Enamorado a primera vista, como Marlon, como Fletcher y sus amotinados, su pintura se sació de luz y de color (el rojo y el verde) para representar sus vahimas posando en un edén intocado, de la misma manera que Ingres y Delacroix habían hecho con modelos en escenarios teatrales.
Mundos desinhibidos, islas y archipiélagos crepitan con el fuego de los cánticos, con el estremecimiento dulce que agita los cuerpos. Cabo Verde, Jamaica, Cuba. Una historia violenta, de conquista y esclavismo, estalla en una alegría genealógica que devora su pasado terrible a ritmo de fado, de reggae, de habanera. Nunca de veras sombríos en el alma, los mulatos cantan con emoción pura, inocente, lo que Walcott llama "la letanía de las islas, / el rosario de los archipiélagos", "el amén de las aguas claras". El mar, como "un poema épico", borra las líneas sangrientas de la historia y las vuelve a escribir en las frías olas que rompen y mueren en las playas para construir de nuevo el mar desde la espuma.
Hemingway sabía muy bien qué cosa era una isla. En El viejo y el mar, el americano -que había luchado contra el hombre-isla en Por quién doblan las campanas-, revuelve los huesos de Crusoe y niega la existencia del otro, como no sea el pez; esto es, el océano. El viejo está solo sobre su esquife y tiene que cumplir la tarea sin ayuda y sin otro estímulo que su propia dignidad. Regresa a puerto con un gran pez descarnado. Exhausto, se echa en su catre y sueña con los leones. Cuando Hem escribe este libro, ya hace tiempo que Conrad ha arrojado sombras en sus novelas arquetípicas Nostromo y Lord Jim sobre la felicidad de las islas. Ya hace aún más tiempo que Melville ha descrito el mundo fantasmal del archipiélago en Las encantadas y concluido en Taipi, recreación de su estancia en las Marquesas, que Occidente nunca va a asimilar el mundo nativo. Luego, Wells imaginará una isla de monstruos, y Huxley, en La isla, desfondará el discurso de la felicidad, demostrando que al ser humano ya sólo le quedan los paraísos artificiales.
En los últimos años, el pesimismo ha devaluado el romántico atractivo de la isla, al menos en lo literario. Los novelistas siguen ocupándose de emplazar a sus personajes en islas desiertas y apartadas, como en La pell freda, donde el protagonista tiene que lidiar con batracios que sólo quieren recuperar su territorio, igual que los comanches. Y Michel Houellebecq, nacido en una isla del océano Índico, tras enzarzarse con Lanzarote afila su sociológico cinismo en La posibilidad de una isla. Daniel, cómico en horas bajas, dice adiós al amor y se entrega al sexo, las dos emociones humanas que logran hacer salir a la isla de sí misma y reproducirse. A través de los Danieles clonados del futuro vemos que la cultura occidental es un bluf, excepto la ciencia que logra al fin su verdadero objetivo, eliminar la muerte. El modelo, en el fondo, es Cyrano de Bergerac, quien llegado el momento exclama: "¡Andar mi propio camino y estar solo / libre para ver con mis ojos las cosas como son / no elevado, quizás, pero solo!"
La sabia naturaleza gana el pulso a la
misantropía. Y será un nativo de Chiloé, navegando en la estela de los grandes narradores, Francisco Coloane, el que nos devuelva la fe natural en la isla. Gracias a sus descripciones del canal Beagle sentimos la caricia de la brisa que peina los glaciares, el ruido de una nube, la fuerza de las mares bobas. Su libro inagotable, Tierra del Fuego, alberga un relato modélico, 'Témpano sumergido'. Harberton, isleño del mar austral, es tenido por hombre duro y frío, sin sentimientos. Apenas habla, no tiene un gesto para su familia y los que trabajan con él. Hasta que la deserción del protagonista le empuja a mostrar su oculta humanidad.
Hombres e islas: témpanos sumergidos. La isla siempre tiene una cara oculta, como lo supo Vigoleis Thelen, el hombre que vivió en Mallorca antes de la Guerra Civil y escribió La isla del segundo rostro. Las islas se disfrazan, son las grandes simuladoras del paisaje; arrojan una sombra al mediodía y otra muy distinta al anochecer. Mallorca, acuñada por el pintor modernista Rusiñol como isla "de la calma", fue siempre en sus entrañas un hervidero de agitación, de hombres inquietos y de mujeres que no descansan.
"Nunca tendrá final / este sordo oleaje", celebra Wallace Stevens. El mar duerme con un ojo abierto, como los ogros. El mar crea las islas y las destruye. Formó los archipiélagos helénicos a base de mitos; Strómboli, de un arrebato de ira; Montecristo, para urdir una venganza; Okinawa, como una playa de vacaciones sobre la sangre de una batalla. ¿No fue el océano, como esas velas cansadas de islas, que barrió archipiélagos perfectos en torno a Bali? Nunca se está seguro en una isla; es más: como escribe el holandés Jean Schalekamp, de una isla no se puede escapar.
Hace años conocí en San Juan de Luz a un psiquiatra que publicaba novelas de aventuras que transcurrían en el mar. Había crecido en Madagascar, hijo de un funcionario francés. Se fue a estudiar medicina a Burdeos y allí quedó. Una tarde, al salir de su consulta de psiquiatría infantil, rompió a escribir, y todo fueron tempestades, horizontes y sentinas, costas inciertas. El anhelo de la isla, el souvenir hiriente de Madagascar, la gran isla africana, le había disparado por fin sus flechas envenenadas de amor maternal. Ya no pudo escapar. Pero en sus novelas, el protagonista nunca alcanzaba la isla, si acaso la intuía entre brumas. Altas y verdes murallas.
Hay una teoría psicoanalítica del ar-
chipiélago, que ganó popularidad en el Caribe, según la cual las islas del trópico aparecen como figuras regresivas de un protector útero materno. Asediado por constricciones y normas, por una agresiva sociedad de individuos que no puede aceptar, la persona de hoy -como el colono robinsón de siglos pasados- deposita en la idea de isla sus anhelos de verdadera identidad, de placer, de paz. ¿Deseos ingenuos, condenados a la frustración y el antropófago mercantilismo, o quizá no tanto? Oigamos a la corriente islacionista. Si repasamos la historia, resulta espectacular el cambio que han sufrido las islas del globo. Del genocidio y la explotación, los archipiélagos tropicales han pasado a ser fértil encrucijada de culturas. Islas olvidadas del Mediterráneo y del Atlántico son ahora visitadas por millones. ¿Qué impide que en el siglo XXI empiecen a emerger, en el Caribe y en otros mares, como alternativas al modo de vida continental, considerado, paradójicamente, como cerrado y proteccionista, quizá incapaz de sobrevivir a la explosión global?
Imaginemos que las islas de los sietes mares se convierten en aireados refugios de la tolerancia, de la diversidad del mundo. Robinsón ha llegado, tras un sinfín de liberales trucos fallidos, a un pacto con Viernes, y ambos son iguales, aunque diversos. Microcosmos hecho de fragmentos, capas de arena y conchas de molusco; válvula de escape de continentes cada vez más estrechos y sometidos a un control obsesivo, imaginemos que islas y archipiélagos se revelan como el antídoto contra la polarización de las razas, la limpieza étnica, el nacionalismo. ¿Acaso en territorios aislados, pero conectados por múltiples relaciones e intercambios, habitados por poblaciones desarraigadas y nómadas, va a surgir un régimen totalitario que imponga un credo? Ni en el centro, ni al margen, en medio, las islas, eternos reinos poéticos, acogen ahora sociedades experimentales.
A la postre, quizá sea bueno que las personas sean como islas y en ellas vivan. Islas sin complejo de Edipo. Islas acogedoras, nidos de amor de todo el mundo. Frente a la pesadilla de islas egoístas, de muros de agua protegiendo cada hombre, de clónicos Brandos, se alza la voz integradora del poeta del amor, John Donne, que nos recuerda: "Ningún hombre es enteramente una isla; cada hombre es un pedazo del continente, una parte del todo".
El libro 'Luxury private islands' (Te Neues) es un recorrido fotográfico, de Nueva Zelanda a Ibiza, por las más exquisitas islas privadas del mundo. Más información en: www.teneues.de.
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