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Reportaje:El terrorismo etarra

El día en que todos fuimos Miguel Ángel Blanco

El jueves se cumplen 10 años del asesinato del concejal del PP en Ermua, que unió a España contra el chantaje de ETA

Son las cuatro de la tarde en la vaguada del barrio de Azobaka (Lasarte), el lugar en el que el 12 de julio de 1997, a esta misma hora, ETA asesinó al concejal del PP de Ermua (Vizcaya) Miguel Ángel Blanco e hizo estallar en llanto y rabia a millones de españoles. Aunque han pasado 10 años, quienes conozcan a fondo la historia no podrán adentrarse en este espacio sin experimentar la turbación que conlleva aproximarse al punto exacto en que se consumó la tragedia.

Se comprende que Consuelo Garrido, la madre de Miguel Ángel Blanco, encontrara aquí cierta paz, la del camposanto, el día que quiso visitar la última tierra hollada por los pies de su hijo. Pero no es posible permanecer en este lugar sin preguntarse cuánta fue la angustia del condenado, qué pensó cuando le sacaron del maletero, maniatado y vendado de ojos y boca, qué sintió al pisar la hierba y notar el roce de las zarzas, qué olores, qué sonidos, penetraron en su cerebro. En esta corta ladera arbolada sin nombre, el rumor del tráfico de la autopista Bilbao-Behobia, invisible desde la hondonada, es tan intenso a las cuatro de la tarde que hay que cerrar los ojos y concentrarse en la escucha para percibir el murmullo del agua de la regata Oztaran que discurre a pocos metros del lugar del asesinato.

Mientras Geresta sujetaba al secuestrado, Txapote realizaba el primer disparo
Fue un asesinato a cámara lenta, que provocó el llanto y la catarsis ciudadana
Algunos manifestantes cercaron las sedes de Herri Batasuna al grito de "asesinos"
Los médicos tardaron en certificar la muerte. Nadie quería dar la desgraciada noticia
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No hay placas, esculturas o crucifijos -la modesta cruz de palo que ensamblaron algunas manos en su día fue eliminada por los amigos de los asesinos-, pero alguien ha grabado la señal de la cruz sobre la corteza del roble a cuyo pie Miguel Ángel Blanco fue abandonado, moribundo, cumplidas puntualmente las 48 horas que ETA dio al Gobierno para que acercara a sus presos a Euskadi.

Los terroristas ejecutaron aquí el experimento del chantaje emocional masivo más depurado, y depravado, de su historia. Se trataba de hacer que España entera se identificara con una víctima propiciatoria: un chico joven, hijo de inmigrantes gallegos, buena persona y concejal de una pequeña población obrera. En línea con lo establecido en la "ponencia Oldartzen (acometiendo)" de "socializar el sufrimiento", se trataba de que todas las gentes de bien comulgaran con la persona de Miguel Ángel Blanco, le transfirieran sus sentimientos más nobles y se colocaran mentalmente en su lugar. Se trataba de llevar al conjunto de la población española al banco de pruebas de un chantaje inhumano con desenlace inminente, comprobar si podían dividirla y sojuzgarla, y luego matarnos a todos un poco con esos dos tiros en la cabeza que acabaron con la vida de su rehén.

"Amatxo (mamá), si a mí me pasara algo así, yo prefería que me mataran", comentó Miguel Ángel, en vísperas de su secuestro, ante las fotografías de prensa que mostraban el rostro cadavérico de José Antonio Ortega Lara, liberado por la Guardia Civil tras haber padecido un cautiverio de 532 días en uno de los zulos, "ataúdes vivientes", que ETA reserva a sus rehenes.

"Miguel era un chico muy nervioso y activo, bastante extrovertido. Contaba chistes con frecuencia y tenía un carácter fuerte, de esos que perseveran en los objetivos. Le gustaba tanto la música [era batería del grupo Póker, con el que amenizó algunas bodas, y admirador rendido de Héroes del Silencio] que la anteponía a sus estudios", comenta su hermana, Marimar.

Según reza la sentencia de la Audiencia Nacional dictada el pasado año, el 10 de julio de 1997, después de comer en su casa, Miguel Ángel Blanco Garrido, de 29 años, licenciado en Empresariales y concejal del PP de Ermua, cogió el tren de las 15.20 horas para volver a su trabajo en la empresa Eman Consulting de la vecina Eibar. A las 15.30, nada más salir de la estación, fue abordado por Irantzu Gallastegi Sodupe, Amaya y Nora, y conducido hacia un vehículo de color oscuro estacionado en una calle adyacente que también ocuparon Francisco Javier García Gaztelu, Txapote y Jon, y el (después) fallecido José Luis Geresta Mujika, Oker. Tres horas más tarde, ETA telefoneó a su radio amiga, Egin Irratia, para comunicar que Miguel Ángel Blanco sería ejecutado si el Gobierno no trasladaba a sus presos a las cárceles del País Vasco antes de las cuatro de la tarde del sábado 12 de julio.

Un escalofrío recorrió la geografía española, a medida que la noticia se propagaba por los hogares, los centros de trabajo, los bares, las calles. El nombre del joven concejal de Ermua saltaba de boca en boca, incluso entre personas desconocidas que esperaban el autobús, que coincidían en un ascensor, como si todos y cada uno de los habitantes de España estuvieran personalmente concernidos. Miguel Ángel Blanco parecía irremisiblemente condenado, no sólo porque semejante chantaje resultaba inadmisible para el sistema democrático, sino también porque, como sabía perfectamente ETA, tampoco había tiempo material para que en el plazo de 48 horas el Gobierno, cualquier Gobierno, pudiera llevar a cabo una operación de la envergadura administrativa y judicial que requiere el traslado de cuatro centenares de presos.

Todo el mundo quería hacer algo para salvar la vida del secuestrado y el ejemplo lo dio el mismo pueblo de la víctima. Si Ermua pudo dar ese ejemplo, fue también porque desde tiempo atrás su Ayuntamiento venía aplicándose a la tarea de contestar a la lógica de la intimidación y el miedo articulando una respuesta social y política al terrorismo. A la media hora de difundirse la amenaza de ETA, los vecinos, movilizados a través de altavoces por la guardia municipal, ya ocupaban las calles, ya gritaban "Todos somos Miguel Ángel", ya mostraban en alto sus manos desnudas, desarmadas, manos de trabajadores y de estudiantes, de amas de casa y de jubilados.

El ejemplo cundió rápidamente por toda España. "Si somos muchos, no se atreverán, no tendrán la desvergüenza, el cuajo, la impudicia, de matarlo", se decía el pueblo, que desfiló un día sí y otro también en los municipios españoles. ¿Un millón de ciudadanos serían bastantes, dos millones, tres millones? Se calcula que seis millones de españoles salieron a la calle durante el angustioso compás de espera colectivo de aquellas 48 horas.

El tiempo pasaba lentamente porque todo el mundo se mimetizó afectiva, emocionalmente, con el secuestrado. Después de tantos años de atentados tremendos, los españoles se habían acostumbrado a encajar el impacto de las muertes fulminantes del tiro en la nuca y el coche bomba, pero no a la ansiedad que produce la agonía programada, ni a la impotencia de comprobar que toda la esperanza estaba en manos de unos sujetos con poder sobre la vida y la muerte. Si el primer día el clamor de libertad emplazó a los terroristas en términos casi respetuosos -Marimar Blanco les decía ante los micrófonos y las cámaras que todo se puede arreglar con buena voluntad-, el segundo dio paso a manifestaciones esporádicas de ira, rotos ya los diques emocionales por la espiral de la tensión. Algunos manifestantes pusieron cerco a las sedes de Batasuna -"¡asesinos, sin pistolas no sois nada!"-, pero incluso en ese momento los amigos de los terroristas contaron con la contención ejercida por otros manifestantes, más templados, que impidieron agresiones físicas y ataques: extintor en mano, el alcalde de Ermua, Carlos Totorica, evitó el incendio de la sede batasuna en su municipio. Y con la segura protección de la Ertzaintza y de la Guardia Civil. "No les protejáis, que luego os matarán", les gritaban los manifestantes a los policías. La gente se abrazaba a los ertzainas y éstos se quitaban el verduguillo y mostraban sus rostros, como si el encuentro entre ciudadanos y policías anticipara el final del miedo vasco.

Ahí, en la ocupación del espacio público abandonado por los huidizos militantes de Batasuna, nacieron el espíritu de Ermua, el Foro Ermua y Basta Ya, la vigorosa reacción ciudadana que marcaría la última década de la lucha contra ETA. Y también, el miedo del nacionalismo institucional vasco a ser desbordado por una oleada de indignación popular que reclamaba otra política, otra estrategia antiterrorista. El miedo a perder el poder y a entrar en una dinámica de confrontación directa con ETA hizo reverdecer en el PNV y EA la vieja tentación del pacto nacional abertzale, consumado posteriormente con el concurso de la IU vasca, en el acuerdo de Estella-Lizarra, que consagraba la exclusión de los no nacionalistas.

"Este tipo de ekintzas (atentados) hay que valorarlas a un año vista", comentó Txapote durante la charla que, meses después del asesinato, mantuvo con el colaborador del comando y ex concejal de Batasuna de Ermua, Ibon Muñoa, que les había alojado en su casa mientras preparaban el secuestro y les había facilitado placas de matrícula falsificadas, además de prestarles su propio vehículo. "Los contactos con el PNV fueron más fáciles que nunca después de la acción contra Miguel Ángel Blanco", escribió ETA en su boletín interno Zutabe.

Convocadas por Gesto por la Paz y por algunas órdenes religiosas en Euskadi y en otras muchas poblaciones del resto de España, la noche del 11 de julio decenas de miles de personas velaron la angustia general rezando a Dios e implorando a ETA. Rezaba el Papa y la madre de Miguel Ángel Blanco: "Virgen mía, cuídamelo, que ahora está en tus manos y ya es tuyo"; rezaba y lloraba el pueblo de Ermua. España entera oraba, cada uno a su manera, aunque no fuera a dios alguno. Que no amanezca, que no llegue el alba, que se congele la noche, que la piedad prenda en el corazón de piedra de los terroristas, rezaban mentalmente en euskera y en español, en catalán y en gallego, las buenas gentes reunidas en la vigilia de la noche de las velas.

Como dijo el fiscal de la Audiencia Nacional en el juicio celebrado el año pasado, "pocas veces un asesino ha tenido tantos motivos para no llevar a cabo el asesinato. Resulta inexplicable no haber oído el clamor de una sociedad que reclamaba clemencia. Los gritos debieron oírse en todo el País Vasco, incluso en la bajera donde permaneció secuestrado Miguel Ángel Blanco". Claro que, entretenidos como estaban en la animada charla de sonrisas que mantenían en el banquillo de los acusados, Txapote y Amaya (Irantzu Gallastegi) tampoco pudieron escuchar las palabras del fiscal. La piedra en el corazón y el cemento en el cerebro parecían intactos nueve meses después de haber cargado con el peso de la muerte de Miguel Ángel Blanco.

El alba del 12 de julio de 1997 llegó y con ella la sensación de que todo estaba decidido, porque la policía no tenía rastro alguno del comando y porque Batasuna no había mostrado el mínimo atisbo de piedad. "No le matéis", titulaba a primera plana un periódico, imploraban cientos de organizaciones y asociaciones, pedían los criminales en las cárceles. A las 4 de la tarde del 12 de julio, España entera contuvo el aliento. "¿Cómo voy a comer si están matando a mi hijo?", decía Consuelo Garrido.

Cuando los relojes dieron la hora, no pocos españoles creyeron oír los disparos y hasta sintieron el impacto de la bala en la nuca. No así, por lo visto, los vecinos que habitan las casas más próximas al lugar del asesinato, en la loma de la vaguada del barrio de Azobaca. De hecho, Miguel Ángel Blanco fue encontrado, casualmente, a las 16.40, por un grupo de perros del vecindario que habían sido soltados en la zona para que se bañaran en la regata Oztaran. "Perdimos de vista a los animales cuando nos acercábamos a ese paraje y como les llamábamos y les llamábamos y no obedecían, nos pusimos a buscarles. Los encontramos allí, junto al cuerpo de un chico joven que parecía dormido", contaron los dueños de los perros.

El concejal de Ermua estaba tumbado boca abajo, tenía las manos atadas por delante con un cable eléctrico y un zapato fuera. Respiraba todavía. Durante unas horas, pareció que el milagro se había realizado. "Tiene una herida en la cabeza, pero es superficial", le comunicó una ertzaina exultante de alegría a la hermana de Miguel Ángel Blanco. La gente recuperó el aliento, pero el respiro duró poco porque, como constataron rápidamente los médicos, la realidad era muy diferente. El joven vasco tenía alojado en la cabeza un segundo proyectil que había destruido centros vitales de su cerebro. Su estado era prácticamente irreversible.

Murió a las tres de la mañana del 13 de julio, aunque los médicos y la dirección del hospital tardaron casi dos horas en certificar y comunicar el fallecimiento. Nadie quería dar carta de naturaleza a noticia tan desgraciada. Las gentes besaban la fotografía de Miguel Ángel Blanco, que poblaba, omnipresente, las calles, y escribían sobre ella palabras hermosísimas cargadas de amor y de tristeza, y también de determinación. España tenía el corazón roto y los ojos enrojecidos. Fue un asesinato a cámara lenta que provocó la catarsis ciudadana, el llanto y quebranto de la nación de las personas de bien, la explosión de las emociones más puras y la forja de una renacida voluntad por acabar con esos sujetos tan despiadados.

El calvario imaginado se confirmó enseguida, a la vista de las uñas ensangrentadas y de la acusada deshidratación de la víctima. Porque Miguel Ángel Blanco exudó enormemente durante su secuestro, sudó lágrimas, pero, sobre todo, sudó el miedo y la angustia del que se sabe condenado a muerte. Desde el lugar en el que se consumó el crimen, es fácil suponer los movimientos de los terroristas. Cumplida la hora, los asesinos debieron de sacar a Miguel Ángel de su lugar de cautiverio, situado probablemente en el mismo municipio de Lasarte o sus proximidades, y lo trasladaron en coche por la pista forestal que serpentea junto a la regata Oztaran y comunica con la vecina Urnieta. Detuvieron el vehículo a pocos cientos de metros del casco urbano, sacaron del maletero al concejal y después de caminar con él unos pasos ladera abajo, le dispararon por la espalda dos tiros en la cabeza.

Según los hechos probados en la sentencia dictada por la Audiencia Nacional el 30 de junio del año pasado, Irantzu Gallastegi permaneció dentro del coche en actitud vigilante, mientras José Luis Geresta sujetaba a Miguel Ángel Blanco y Txapote realizaba el primer disparo. "¿Estaba consciente la víctima cuando recibió el segundo tiro?", preguntó el fiscal a los médicos que practicaron la autopsia. "Entendiendo la consciencia como un estado de alerta, sí", contestaron. Con el primer disparo, Miguel Ángel Blanco perdió el equilibrio e hincó sus rodillas en tierra, pero continuó erguido. Seguramente, también él intentó echarse las manos a la cabeza o levantarlas al cielo implorando clemencia, mientras esperaba el tiro de gracia. Durante el juicio, la madre de Miguel Ángel Blanco no pudo apartar la vista de las manos del asesino.

Txapote, en el juicio por el asesinato de M.A. Blanco
Txapote, en el juicio por el asesinato de M.A. BlancoEFE

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