Lady Gaga
Fíjense cuál será mi despiste, que hasta hace poco estaba convencida de que Lady Gaga era el apelativo cariñoso que los fans daban a la eterna Cher, siempre tan joven y con ese pelo de tan buena salud, como de champú de farmacia. Sí, sé que es extraño, que denota una ignorancia enorme por mi parte, aunque si las observan por un momento juntas, tan pintadas, tan recompuestas ambas, acabarán por darme la razón: tienen cierto parecido. El caso es que el día de no sé qué gala porque tengo la antena de la tele estropeada y en el mejor momento me advierte de que no hay señal, las vi una al lado de otra y me di cuenta de mi error garrafal: no eran la misma persona. Qué cosas me pasan...
Parece que Lady Gaga, además, llevaba para la ocasión un traje de carne cruda -lo he leído por ahí-. La idea del modelito era tan vieja como el arte contemporáneo, incluso banal. Vamos, que Lady Gaga -antes Cher- proponía una "acción" entendida al modo de los accionistas vieneses, también muy amigos de la casquería. Cómo debe estar de mal la música pop si se ve forzada a recurrir a las clásicas estratagemas del arte para llamar la atención. Y, sin embargo, parece que la cosa había sorprendido a muchos -seguramente a los que no conocían a los accionistas vieneses-, que miraban el viejo gesto como una excentricidad radicalísima de la estrella pop. ¡Lo que dan de sí las cosas fuera de su contexto originario! Pese a todo, bien visto, ni las estrellas pop ni el mundo de la moda tienen ninguna necesidad de recurrir a este escándalo bobo que el arte, menos mediático, necesita para hacerse notar.
Por eso el deslizamiento de territorios es algo que hay que hacer siempre con sumo cuidado, porque si no puede ocurrir lo que desde mi punto de vista ha pasado con la exposición de Testino en la Thyssen de Madrid, cuya política expositiva en general nadie puede poner en tela de juicio: tampoco tenía ninguna necesidad de convertir las salas en un escaparate. Y no es que esté en contra de que la moda entre a los museos, pero quizás debe hacerlo sin buscar epatar como la obsoleta Lady Gaga. Quizás para asombrar hay que recurrir a cosas sencillas -lo demuestra la instalación del arquitecto, artista, diseñador y activista chino Ai Weiwei en la sala de Turbinas de la Tate Modern. El suelo, con aspecto de playa de gravilla, está cubierto por montones de pipas de girasol que no se pueden comer -y ahora tampoco pisar pues desprenden, parece, una sustancia nociva-. Cada una de ellas ha sido pintaba a mano por las artesanas que desde tiempo inmemorial decoraban las porcelanas tradicionales, de modo que se trata de "piezas únicas". Muchos problemas se plantean a partir de la solución tan simple: cuestiones asociadas al hambre, al original y la copia, al final de las tradiciones, a la circulación del trabajo, a la nueva industria china
... Es una obra tan radical como el propio blog de Weiwei que desde hace tiempo algunos seguimos con fascinación. Ya ven con qué poco se hace feliz a los espectadores -seguro que hay lleno en la Tate. No hacen falta alta teoría ni líneas cosméticas para atraer visitantes: basta con hacer una obra eficaz, sazonada en este caso por el vértigo de la toxicidad. ¿Se puede uno llevar una pipa a casa? La respuesta la daba el propio artista antes del problema sanitario al confesar que si fuera un visitante querría robar una pieza. Hay elementos más que suficientes para un éxito total, ¿no les parece?
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