"Se puede reír en la ópera si se ama la música"
Todo en Erwin Schrott (Montevideo, 1972) es corpulencia. Su voz, su apretón de manos, su espalda, sus convicciones... Este bajo barítono uruguayo, en plena representación de L'elisir d'amore en Valencia, atraviesa un gran momento profesional. Desde que en 1998 ganó el Premio Operalia, concedido por Plácido Domingo, ha subido a las tablas de teatros como el Metropolitan, Covent Garden, La Scala, la Ópera de Viena o Salzburgo. Es feliz, tiene dos hijos y está casado y enamorado de la brillante soprano rusa Anna Netrebko (ya es capaz de hablar y leer en ese idioma). Por eso repite como un mantra que ha llegado la hora de devolver lo que ha recibido.
Recién obtenida la nacionalidad española y empadronado en Valencia, Schrott elige ahí una marisquería, a la que acude habitualmente, para repasar su vida: la de un hombre hecho a sí mismo. "Empecé a trabajar a los nueve años en la fábrica de calzado que montamos en casa. Aspiré mucho neopreno", recuerda riendo mientras la ensalada de ventresca aterriza en la mesa donde se sienta siempre. Entonces Schrott confiesa que come poco -"lo justo para sobrevivir"- y, aunque no lo parezca, el único ejercicio que practica últimamente es bailar con su hija y su mujer y lanzar 100 veces al aire a su pequeño Tiago. ¿Fumar? Pues sí, pero muy poco. "Te sorprenderían los cantantes de primer nivel que fuman". Y en ese momento empieza a sonar por los altavoces del local Rojotango, su último disco. Como en casa.
El bajo-barítono empezó a trabajar a los nueve años fabricando calzado
Tras la aventura del calzado, la familia Schrott montó en casa un lavado de coches. "Trabajábamos mucho. En verano, cuando no iba al colegio, hasta la madrugada". Luego optaron por un restaurante donde él servía y cantaba de vez en cuando. No había pescado como el rodaballo que prueba ahora: más bien carne asada. "Soy muy buen vendedor. Yo me tuve que hacer la vida, soy una especie de Dulcamara", confiesa en referencia al papel que interpreta estos días en la ópera de Donizetti.
Pero la música acompañó siempre aquella actividad precozmente laboral. "Mi madre era pianista frustrada y me llevaba a estudiar piano. Mi abuelo, que era ciego, fue violinista en una orquesta braille". Nada menos. Y con esa banda sonora biográfica, Schrott avanzó en escuelas de canto, audiciones y noches durmiendo con los auriculares para repasar sus propios ensayos. Y así, un día, terminó convenciendo al "maestro Domingo". A Plácido. Bueno, a Marta, su esposa. "Estaba sentada un poco apartada en una fiesta y me acerqué. Le dije lo que pensaba, que detrás de un gran hombre, siempre hay una gran mujer. Y ella me contestó: 'Mañana a las tres". Y así, "aprovechando la oportunidad" que le dio la vida, obtuvo un billete para hacer de Dulcamara en Washington. "No me lo sabía; lo memoricé aquella tarde en el barco que me llevó de Buenos Aires a Uruguay".
El modernizado y chiringuitero personaje que representa ahora no tiene mucho que ver con aquel. Pero Schrott recela de los guardianes de las esencias. "Nuestra responsabilidad es crear espacio para todos. No me parece que el público en la ópera pueda comportarse de una forma extremista: que no se hable, que no se pueda reír... Yo estoy a favor de todo siempre y cuando se haga con amor y se respete la música". Solo la buena, eso sí, matiza.
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