Cy Twombly, el último genio del expresionismo abstracto
Su personalísima obra se inspiró en el mundo clásico y los maestros antiguos
Ayer, apenas tres años después de su extraordinaria retrospectiva en el Museo Guggenheim de Bilbao -una de las más bellas que exhibió en su vida- y de la exposición titulada Lepanto, en el Museo del Prado, moría en Roma Cy Twombly (Lexington, Virginia, 1928), sin duda uno de los más relevantes y singulares artistas estadounidenses de la segunda mitad del siglo XX, que fue la etapa dorada del arte americano. No obstante, este reconocimiento, hoy universalmente indiscutido, tardó en fraguarse en su propio país, que no le perdonó que se instalase en Italia a partir de la década de los años cincuenta, justo en el momento en el que se imponía internacionalmente el expresionismo abstracto americano, primer peldaño de un dominio artístico que se ha mantenido casi hasta ahora mismo.
En EE UU no se le perdonó fácilmente que se instalara en Italia a partir de 1950
Fue uno de los seis artistas de la exposición inaugural del Reina Sofía
Aun cuando sus inicios artísticos habían sido tomados con aprecio por la crítica local, la presentación en Nueva York de la serie Nueve discursos sobre Cómodo (1963) desató contra él una tormenta hostil que, en realidad, no amainó hasta casi 20 años después. Todavía en 1995, con motivo de su retrospectiva en el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMa) hubo algunas críticas locales suspicaces, si bien sin negar ya su estatura de gran artista.
Al margen de las razones nacionalistas y de las de política mercantil que se cebaron en Twombly, también es verdad que su delicado arte caligráfico y el sofisticado trasfondo cultural que emana de toda su obra fueron en dirección contraria de las pautas que marcaba de forma severa el arte americano. Coetáneo e íntimo de Robert Rauschenberg, con el que viajó por el Mediterráneo a comienzos de la década de 1950, Twombly tuvo una deriva personal muy especial. Su grafismo incisivo, en la antípoda del gesto eruptivo de Pollock, se podía relacionar mejor con otros artistas como el también americano Tobey, de inclinación oriental, o con los europeos Wols o Michaux. De todas formas, frente a estos u otros artistas contemporáneos, Twombly estaba fascinado con el arte y la literatura antiguas que le sirvieron no pocas veces de inspiración conceptual y formal. Es significativa a este respecto su pasión por pintores como Rafael o Poussin y su amor por el pensamiento y la poesía de la Grecia y la Roma clásicas. Esta visión del arte como un avanzar retrocediendo, incluyendo en ese devenir todos los sustratos del pasado, se refleja en el concepto muy querido por Twombly de la obra como palimpsesto.
En cualquier caso, su sensibilidad exquisita, su refinado gusto y todo ese insólito bagaje de esmerada erudición cultural nunca constituyeron un lastre creativo para el pujante desarrollo de su arte, en el que, no conviene olvidarlo, también la escultura desempeñó un papel deslumbrante. Quizá porque había en él un espíritu romántico y una sensualidad tan torrencial que a veces podía resultar abrumadora, casi peligrosa. De esta manera, periódicamente se producían en su trayectoria auténticos coups de foudre, donde explayaba ese lado más salvaje y barroco de su personalidad. Sea como sea, contenido o desaforado, supo mantener un control y una exigencia indeclinables sobre su obra, que ahora podemos recorrer como una totalidad coherente, lo cual no hay que confundir con monótona.
Cuando se analiza la obra de Cy Twombly desde una perspectiva histórica, no hay demasiada dificultad para hallar su genealogía entre los grandes maestros del pasado. Es obvio que para él, por ejemplo, fue muy importante el arte veneciano, donde florecieron dos pintores, Tiziano y Tintoretto, cruciales para él, pero también se puede reconocer su empatía con el exuberante Rubens. No obstante, quizá el maestro antiguo que mejor recoge las dos caras de su personalidad, la mesurada y la desmesurada, la clásica y la romántica, fue Nicolás Poussin, no solo uno de los mejores pintores franceses de todos los tiempos, sino la referencia esencial para la Escuela Francesa. Estas u otras raíces históricas del arte de Twombly no pueden ser tomadas, sin embargo, como una tapadera para ignorar su capacidad de invención. A diferencia de muchos de sus colegas contemporáneos, a quienes a veces cuesta trabajo distinguir de las tendencias que los impulsaron a la fama, Twombly desarrolló una obra extraordinariamente original y personal, y, en ese sentido, nunca mejor dicho, única. No es, por tanto, extraño que tanto los museos de arte antiguo como los de arte contemporáneo se hayan disputado la obra de Twombly. Antes he citado su presencia en el Museo del Prado, pero también exhibió en el Museo del Louvre, donde le fue encargado y realizó recientemente la decoración del techo de una de sus salas.
Por lo demás, con España mantuvo una relación constante y cordial. En primer lugar recorrió nuestro país y visitó nuestros museos cuando era un joven artista explorador que, como antes se apuntó, viajó por las dos orillas del Mediterráneo durante los años cincuenta. Pero, a partir de 1980, cuando su prestigio internacional empezó a tomar un empuje ascendente imparable, su obra estuvo varias veces presente en galerías privadas y públicas de nuestro país. En 1986, fue uno de los seis artistas elegidos para la exposición de apertura del Centro de Arte Reina Sofía y, un año después, tuvo lugar una magna muestra que se exhibió simultáneamente en los palacios de Velázquez y de Cristal del Parque del Retiro de Madrid, todo lo cual confirma el arraigo de Twombly en la reciente historia cultural de nuestro país.
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