El alcalde bufón se corona rey de Londres
Boris Johnson ha pasado de político inofensivo y chistoso a encabezar encuestas de popularidad Tras convertir los Juegos Olímpicos en un triunfo personal, muchos especulan con que sus pasos deberían guiarle hasta el 10 de Downing street
El alcalde de Londres, Boris Johnson, es como una pasta para untar llamada Marmite que se elabora a partir de la levadura. Aunque inventada por un alemán, la Marmite es un alimento quintaesencialmente británico que apenas es conocido y consumido fuera de Reino Unido, salvo en un puñado de países más o menos relacionados con el Imperio Británico. Tiene una característica legendaria: su fuerte sabor hace que quien lo prueba o bien lo adore, o bien lo aborrezca al instante. Y seguramente para siempre. Incluso quienes consideran que la Marmite es una golosina gastronómica sin parangón, intentan consumirla a pequeñas dosis: no solo porque su sabor es muy intenso, sino porque tiene fama de ser adictiva y cuanto más se come, más se quiere comer.
Johnson, político de moda, quizá no sea tan adictivo, pero es también quintaesencia de lo británico a pesar de que sus orígenes también están al otro lado del canal, como delata su nombre completo, Alexander Boris de Pfeffel Johnson. Mezcla de sangre turca, alemana y británica, él mismo se ha definido como el producto de un crisol de culturas en las que se han dado la mano la cristiana, la musulmana y la judía. Y, sin embargo, ¿hay alguien más británico que él en las islas Británicas, aunque casualmente nació en Nueva York (el 19 de junio de 1964) y se medio crio en Bruselas?
Pero lo que de verdad une a Johnson con la Marmite es su capacidad para generar el mismo rechazo frontal y el mismo entusiasmo fanático. O se le ama, o se le desprecia. No hay medias tintas en torno al alcalde de Londres.
Este ha sido, sin embargo, el año de Boris, como se le conoce. Como tantos otros políticos que han dejado huella y generan odio y amor al mismo tiempo, como Felipe González, Tony Blair o Fidel Castro, con el nombre de pila basta para que la gente sepa de quién se está hablando.
Hasta hace un par de años, Boris era un político considerado inofensivo y al que muchos no se tomaban en serio. Seguramente por su extraordinaria capacidad para hacer reír a los demás. A menudo, a costa de sí mismo. Una de las imágenes imborrables del año que ahora acaba es la de Johnson colgado de un cable a 20 metros del suelo, vestido de traje y corbata y enarbolando dos banderitas británicas, una en cada mano.
Estaba promocionando la inauguración de una pantalla gigante en el parque Victoria, en el este de Londres, durante los Juegos Olímpicos de este verano. Se trataba de deslizarse colgado de un cable en pendiente, pero se quedó trabado antes de llegar al final.
“Con el pelo, lo que pretende es decir que no es una amenaza. En realidad está muy cuidado, y al dejárselo despeinado lo que hace es parecer más inofensivo”, dice su biógrafa, Sonia Purnell
Ahí estaba él, colgado a 20 metros del suelo ante centenares de personas y hablando con ellos entre risas. “Para cualquier otro político, quedarse colgado del cable habría sido un desastre. Para Boris ha sido un triunfo”, declaró entonces el primer ministro, David Cameron, más compungido que satisfecho. Pese a que coincidieron de jóvenes en Oxford, las relaciones entre ambos son difíciles. El uno se cree superior al otro, y, aunque él lo niega cada vez que puede, todos en Reino Unido creen que el verdadero objetivo de Boris es arrebatarle algún día a Dave las llaves de Downing Street.
¿Es Johnson realmente carne de primer ministro? Lo más llamativo es la rapidez con que muchos comentaristas responden a esa pregunta con una negativa inmediata. Y hasta él lo niega cada vez que se lo preguntan y hasta cuando no se lo preguntan. Indicio claro de que sí aspira a ello.
“Todos los que han estudiado la política británica saben que mis posibilidades reales de convertirme en primer ministro son solo ligeramente superiores a las que tengo de ser decapitado por un frisbee, cegado por un tapón de champán, quedarme encerrado en un frigorífico estropeado o reencarnarme en una aceituna”, respondió en junio pasado durante un coloquio en el Hay Festival.
Eso quizá fuera verdad entonces, pero las posibilidades de que Boris se convierta en una aceituna, rellena o con hueso, se han multiplicado después de que consiguiera convertir el éxito popular de los Juegos Olímpicos de Londres en un triunfo personal y se convirtiera en el político británico del momento.
Así lo atestigua una encuesta realizada por la consultora YouGov en septiembre pasado, todavía reciente el triunfalismo nacional por los Juegos Olímpicos y Paralímpicos, sobre quién es el político británico vivo más respetable. Johnson lidera esa encuesta con una cuota positiva de 25 puntos, muy por delante del segundo de la lista, la legendaria primera ministra Margaret Thatcher, que obtiene un punto positivo.
Todos los demás están en números rojos. Desde el actual ministro de Exteriores y cabeza visible de los euroescépticos de cara amable, William Hague (-1), hasta el también ex primer ministro conservador John Major (-11); el laborista David Miliband (-14), que perdió la carrera por el liderazgo de su partido frente a su hermano Ed (noveno de la lista con -29), y el actual primer ministro, David Cameron (-18). Mucho más atrás quedan los ex primeros ministros laboristas Tony Blair (-31) y Gordon Brown (-32); la ambiciosa ministra del Interior, Theresa May (-38); el líder liberal-demócrata Nick Clegg (-52), y el ministro del Tesoro, George Osborne (-53).
La popularidad de Boris entre el gran público, que le ha llevado a ganar dos veces (2008 y 2012) las elecciones directas a la alcaldía de Londres, contrasta con la desconfianza que suscita entre las élites políticas y mediáticas. Incluso entre gentes ideológicamente próximas, como el exdirector del diario conservador The Daily Telegraph, Max Hastings. “Si Boris Johnson se convierte en primer ministro, seré el primero en coger un avión para irme de Reino Unido”, escribió Hastings en octubre en el Daily Mail cuando el alcalde de Londres se metió en el bolsillo a las bases que asistían al congreso de otoño del Partido Conservador con un memorable discurso que pareció el monólogo de un humorista en un escenario teatral.
DEL BULLINGDON CLUB A DOWNING STREET
El actual primer ministro, David Cameron, y Boris Johnson quizá nunca hayan sido realmente amigos, pero siempre han sido camaradas. A finales de los ochenta, camaradas en el Bullingdon Club, esa sociedad de niños bien de Oxford famosa por sus ostentosas juergas y rituales. Más tarde, camaradas de filas en su militancia en el Partido Conservador. Ahora, sin embargo, la ambición personal ha transformado esa camaradería en una rivalidad política negada por ambos.
Cameron es el inquilino del número 10 de Downing Street y a Johnson le encantaría serlo algún día. Aunque, como alcalde de Londres, Boris no puede estar en el Parlamento, no pierde oportunidad de marcar distancias políticas con David. En temas directamente relacionados con su cargo, como su combativa oposición a ampliar Heathrow. Pero también en asuntos algo más tangenciales, como sus agresivas críticas a la política contra la inmigración del actual Gobierno.
O en asuntos de política general tan delicados como el debate europeo. Mientras Cameron lleva meses cavilando, Johnson ya ha expuesto sus ideas con claridad: quiere que Reino Unido siga en la UE, pero que reduzca en la práctica su implicación a un solo gran asunto, el mercado único. Y ya le ha puesto nombre a la criatura: Britzerland. Una síntesis de Britain y Switzerland, Gran Bretaña y Suiza.
El sentido del humor y su imagen excéntrica son dos claves de su éxito. “Es muy extravagante. Su manera de vestir, con corbatas manchadas y todo eso, son siempre mensajes. Todo es teatro para él. La gente pensaría de forma muy distinta sobre él si condujera un gran Jaguar con un traje elegante en lugar de ir en bicicleta con esos trajes; eso le hace más cercano, el Boris divertido. Puede ser despiadado y ambicioso, pero nadie lo creería viéndole en su bicicleta. Todo eso son mensajes a través de una imagen creada”, explicaba a este diario la periodista y autora Sonia Purnell al publicar en otoño de 2011 la que entonces era la primera biografía de Boris.
Purnell le conoce muy bien porque estaba a sus órdenes cuando ambos cubrían la corresponsalía del Telegraph en Bruselas en los primeros años noventa. “Con el pelo, lo que pretende es decir que no es una amenaza. Su pelo está en realidad muy cuidado, y al dejárselo despeinado lo que hace es parecer más inofensivo, más auténtico, como diciendo: ‘No soy ambicioso porque fíjate qué pelo llevo’. Todo es deliberado. Todo está bajo control. Sus bromas están todas planeadas. No hay nada espontáneo. Es típico de los adictos al trabajo. Es increíblemente organizado. Tiene que ser increíblemente controlado y organizado para parecer tan desorganizado”, sostiene Purnell.
“Su mayor enemigo es el aburrimiento. Le aterroriza el aburrimiento. Por eso siempre está corriendo riesgos. Por ejemplo, con sus aventuras extramatrimoniales. Pero también dejando a gente colgada en el trabajo con sus deslealtades. Y en parte lo hace porque le excita, porque nunca sabes lo que puede pasar. Es por miedo al aburrimiento, pero también por su convicción de que se saldrá con la suya. Porque siempre se sale con la suya: la gente le perdona, pero él nunca perdona a los demás”, asegura la periodista.
Populismo, excentricidad, provocación y sexo sofisticado (nada que ver con Dominique Strauss-Kahn…) son ingredientes que nunca faltan en el cóctel político de Boris Johnson. Los cuatro corren a raudales en su última columna semanal en el Telegraph, en la que concluye que las dos obras maestras que nos ha dado el arte a lo largo de 2012 son el libro erótico Cincuenta sombras de Grey y el Gangnam style.
Un veredicto que compartirían muy pocos críticos, pero que a él le permite presentarse como un hombre capaz de comprender los gustos populares más horteras y al mismo tiempo apreciar la complejidad de las relaciones eróticas sadomasoquistas. Boris Johnson en estado puro.
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