Política, democracia y la marca España
Si los proyectos se imponen en el Parlamento, no hay lugar para el debate
Desde que apareció en Inglaterra John Locke (1632-1704), y ya hace años de eso, en algunos países de Europa comenzó a gestarse la idea de que el soberano —o gobernante— ya no era portador del poder absoluto. Frente al derecho natural del Antiguo Régimen, de base teológica, se contrapuso la voluntad política del pueblo. Convertir eso en un principio casi universal, conquistado de forma gradual, pese a que algunas revoluciones intentaron acelerar el proceso, costó muchos conflictos y varias guerras. El camino se despejó bastante a partir de 1945, tras la derrota de los fascismos, cuando, para proteger al individuo frente a cualquier clase de arbitrariedad, quedaron muy claros los límites y las funciones del poder público. En España, todavía no nos hemos enterado. Y tenemos un problema, que puede precisarse en tres puntos.
1. El Parlamento no es un foro de discusión políticamente decisivo, sino el lugar donde los diputados de los diferentes partidos manifiestan sus posiciones que ya han sido tomadas con anterioridad en sus comités ejecutivos (y con disciplina inquebrantable, además). El Gobierno, y la burocracia dirigida por él, impone sus proyectos y el Parlamento pierde todo su significado original de democracia representativa, de marco institucional de transmisión de la opinión pública. Podrá argumentarse que ése es un problema general de la política en todo el mundo, pero el argumento no es nada tranquilizador porque la opinión pública crítica queda degradada y el poder político tiende a adoptar formas antidemocráticas legitimadas por la idea de que los electores son los que le han otorgado ese poder. Lo que ocurre en realidad es que se abre un abismo entre los comités dirigentes de los partidos y el resto de la población. La política democrática sufre un profundo desprestigio y la mayoría de los electores quedan relegados a un mero papel de consumidores apolíticos. ¿Problema universal? Sí, pero su dimensión en España es gigante.
2. Durante mucho tiempo la política en España estuvo hecha de corrupción y sobornos, familias y amigos. Abundó en la Restauración, en las décadas finales del siglo XIX y comienzos del XX, en ese complejo entramado que Joaquín Costa definió con el binomio “oligarquía y caciquismo", y se generalizó como práctica política durante la dictadura de Franco, cuando los vencedores en la Guerra Civil y los adictos al Generalísimo hicieron de España su particular cortijo.
Y aunque la historia nos enseña alguna que otra lección, lo que ocurre en la actualidad convierte en minucia a las corruptelas del pasado.
Mariano Rajoy no va a dimitir
porque no se siente culpable
O dicho de otra forma: el hecho de que la democracia actual, lejos de liquidar esa práctica, la haya agrandado, está teniendo efectos devastadores, aunque aparezcan paliados por la respuesta de una parte de la sociedad civil, de esos ciudadanos que siguen y seguirán votando a los corruptos, y por la caradura de una buena parte de los dirigentes políticos, que nada dicen si los corruptos son de su partido, pero se apresuran a denunciar los chanchullos de los oponentes.
3. Todo el escándalo en torno a Luis Bárcenas ha demostrado que los políticos, en este caso los del Partido Popular, no utilizan el poder para cuidar los intereses de la sociedad, sumida en una profunda crisis económica, sino para imponer sus intereses particulares. La ética se aleja definitivamente de la política, que se convierte en una pura forma de poder de determinados grupos sociales y ya no en un eje de cambio de la sociedad, como ocurrió en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial. La marca España, fuera de nuestras fronteras, pese a lo que diga el Gobierno, produce risa y desconcierto, como puede comprobar cualquiera que lea o vea medios de comunicación internacionales, y el sentido de orgullo nacional, a no ser que alguien lo quiera aplicar a determinados deportes, está por los suelos.
Con todos esos comportamientos políticos, queda de manifiesto la fragilidad de la democracia y la inexistencia de responsabilidades políticas ante los ciudadanos. Lo ha dejado claro Mariano Rajoy en su comparecencia en el Congreso: no va a dimitir porque no se siente culpable. Se une de esa forma la responsabilidad política a la culpabilidad judicial, algo insólito en las modernas democracias. Muchos ciudadanos perciben, en consecuencia, que el poder político está orientado al beneficio de quienes lo ejercen como profesión y al servicio de los sectores económicos más poderosos y privilegiados.
Nos estamos alejando de forma acelerada de la democratización de la sociedad y se ha abierto, por el contrario, un proceso de consolidación de estructuras antidemocráticas del poder. Aquí hay una crisis económica profunda, de largo alcance, pero lo que también está en juego es la conservación y desarrollo de la democracia. Si no hay una alternativa política ante todo ese deterioro, vendrán tiempos peores, y la democracia y España caminarán en direcciones opuestas. Aunque en ese camino nos encontremos con Hungría, Portugal, Grecia, Italia… Nada que ver con lo que habíamos soñado.
Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Zaragoza.
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