La cocina que da de comer a los mineros en huelga
El paro más largo de Sudáfrica tiene a decenas de trabajadores luchando por la subsistencia. Un comedor improvisado por una iglesia les permite al menos una comida al día
“Cada día le ruego a Dios que la huelga se acabe y mi hermano vuelva a trabajar”. Es la voz de Martha Mukoki, enfundada en una cazadora de cuero y unas botas hasta la rodilla a pesar de que en el exterior la temperatura debe rondar los 25 grados de un típico día de invierno en la elevada meseta sudafricana.
Estamos en Wonderkop, justo al lado de Marikana, dos poblaciones que viven y sufren del sector minero. La huelga de la que habla esta mujer es ya la más larga de Sudáfrica y está dejando, no sólo a los mineros y sus familias al filo de la indigencia, sino también en números rojos a la economía de este cinturón del platino, con capital en la ciudad de Rustenburgo, a 120 kilómetros al norte de Johannesburgo.
Desde el pasado 23 de enero, 74.000 mineros han dejado parada la actividad de los pozos de tres multinacionales (Impala Platinum, Anglo American Platinum y Lonmin) para reclamar una substancial mejora salarial que multiplique por 2,5 los sueldos actuales.
Hace apenas medio año, Wonderkop y Marikana eran un hervidero de gente en las calles de aquí para allá, en los pequeños bares, comprando en los centenares de puestos informales o en las tiendas. Hoy, tras cuatro meses de parón, la actividad comercial es casi inexistente, han cerrado negocios y los que subsisten están casi vacíos suspirando por que se reinicien los turnos. Los vecinos, comerciantes o conductores de autobuses matan el tiempo como pueden, jugando al billar o simplemente sentados bajo una buena sombra. Aquí todo el mundo vive directa o indirectamente de los pozos y se calcula que la parada en el sector afecta a casi un millón de personas.
Martha Mukoki sufre esta huelga por partida doble. Junto a su hermano minero, vive en una de las barracas de hojalata que en Marikana y Wonderkop se cuentan por centenares, y trabaja en un ultramarino, regentado por un ciudadano paquistaní. Desde que las minas están paradas, la máquina registradora del comercio resta en silencio y las lavadoras y neveras acumulan polvo en el almacén. “Sólo se vende algo de comida pero nada más”, explica desde detrás del mostrador el propietario Mohamed Amjedi, que llegó de Pakistán hace casi una década.
No hay ventas pero sí familias que se ven obligadas a “pedir que les fíen”, constata el negociante, que admite que en la mayoría de los casos no puede darles crédito porque él también lo está pasando mal.
Mientras Amjedi se lamenta del cajón vacío, la dependienta espera sentada entre las cajas de los productos a que entre algún cliente. “La huelga no es buena para nadie”, dice señalando a su patrón. “Mi jefe no factura y sé que tiene problemas para pagar el género y a mí”, se lamenta. En su casa, los escasos ingresos provienen de lo que recibe. Nada más. Así que cada día, Martha se acerca al comedor social que Seipati Mmekwa ha improvisado en el jardín de la iglesia en la que su marido es el obispo.
Los asentamientos han pasado de un movimiento frenético a estar plagados de tiendas cerradas y sin actividad
Son las 12 del mediodía y Mukoki se une a la multitud que camina hacia la pequeña parroquia. Las calles se empiezan a llenar de mujeres, solas o con sus hijos pequeños, grupos de hombres, parejas. Algunas llevan fiambreras, aunque la mayoría va con lo puesto.
Apenas unos meses atrás, aunque a nadie le sobraba el dinero, todos tenían para ir tirando. La huelga los ha empobrecido hasta el punto de convertirlos en “hambrientos, que no tienen para cocinar”, apunta la mujer del obispo.
Un día, una mujer le pidió dinero para comer. Se lo dio y enseguida le planteó a su marido “abrir un comedor para ayudar a la comunidad”, cuenta. Así, convenció a sus parroquianos para que arrimaran el hombro. “No hay día que no le pida al Señor que termine con esta huelga, con tanto dolor y tanta hambre”, afirma mirando la larga cola que se ha formado en su patio.
Al principio hasta aquí venían “unas 50 o 60 personas” pero el boca oreja ha extendido la noticia y, según sus cálculos, “actualmente se dan unas 300 raciones cada día”, que se costean básicamente con el sueldo del obispo y con alguna de las aportaciones solidarias que recibe a cuentagotas.
La actividad en la cocina empieza hacia las seis de la madrugada, con las primeras luces del día. Los voluntarios encienden la madera para el fuego y ponen a hervir el millo que se servirá en forma de un puré (pap) para el desayuno.
Hacia las diez se inicia de nuevo el ritual, poner las ollas al fuego para tener a punto la comida cuando llegan los comensales, algunos de los cuales confirman que ésta será su “única comida del día”.
Mary Moekwa es una de esas voluntarias. Trabaja en una de las minas conduciendo una locomotora “bajo tierra” en una tarea que califica de “muy dura". "Se pasa mucho frío hay debajo y te juegas la vida a cambio de muy poco”, explica.
Es “madre soltera de tres hijos de diferentes padres”, explica riendo y tapándose la cara, un gesto que no delata ni pena ni vergüenza. “No, yo saco adelante a mis niños sola; la mayor va a ir el año que viene a la Universidad a estudiar para Trabajo Social y los otros son pequeños”, relata más que orgullosa.
Moekwa secunda la huelga porque se trata, afirma, de una “lucha justa” teniendo en cuenta que las compañías obtienen suculentas ganancias y la inmensa mayoría de mineros sobreviven en unas condiciones paupérrimas, obligados a vivir en “chabolas sin agua y sin luz”. Como ella, que suspira por un refresco que “hace meses” no se puede ni pagar.
74.000 mineros han dejado la actividad para reclamar una sustancial mejora salarial
Ella tiene una hermana también que se declaró en huelga, así que no puede contar con demasiada ayuda familiar. Mary charla con mama Irene, que luce un vestido de estampado africano que ella misma se ha cosido, mientras sacan el pap caliente de la olla.
Mama Irene es viuda de un minero y a falta de otra alternativa, prefirió quedarse en la chabola y sacar adelante sola a sus cuatro hijos, dos de los cuales también están en nómina de las minas.
Irene dice que sólo puede ayudar a la comunidad “cocinando”, así que no dudó en sumarse a la llamada de la mujer del obispo. Ahora da de desayunar y de comer a muchos de sus vecinos. Cada día, la iniciativa solidaria gasta unos 100 rands (siete euros) y el día que reciben una aportación extra “hay carne”. Hoy, no es el caso y el menú se limita al pap y a un guisado de intestinos.
Otro grupo de voluntarios se encarga de sentar a los mineros en corro, de mantener el orden en la fila y de que todo el mundo tenga asegurada su ración. “No me grabes, que mi madre no sabe que estamos sin comer”, grita una mujer joven, con su hija de un año en el regazo, con la que comparte el pap.
Los mineros han tenido que apretarse el cinturón, acostumbrados como están a estirar hasta el último rand. Las plantillas están llenas de trabajadores provenientes de las regiones más rurales y pobres o de países como Mozambique, Lesoto o Malaui. Cada mes enviaban a sus familias remesas de dinero para ayudar en muchos casos a sus mujeres o padres que se han quedado al cuidado de hijos pequeños. Ahora, esas transferencias también se han acabado, aseguran muchos afectados. “Sin sueldo, ahora no puedo ayudar a nadie, a veces tengo que pedirles yo a ellos”, se queja un minero de Lesoto.
La historia reciente de Wonderkop y Marikana va aparejada al drama. El 16 de agosto de 2012 no será fácil de olvidar ni en la comarca ni en Sudáfrica. Ese día, la policía mataba a tiros a 34 mineros en el exterior de la mina Lonmin. Los agentes, asegura la prensa local, acataban órdenes del vicepresidente del partido gubernamental y dirigente de una de las minas, que intentó por la fuerza deponer la huelga ilegal de buena parte de la plantilla de la explotación.
La semana anterior, el conflicto se había cobrado otras 10 víctimas y en los meses posteriores los asesinatos se han sucedido, sin que haya habido ni un sola detención. La violencia y los paros de actividad expulsaron a mujeres e hijos de mineros que, según algunos, no han vuelto por el temor a que se reproduzcan los incidentes.
En los últimos días, hasta cinco mineros han aparecido muertos. La fotografía que los medios sudafricanos han hecho de estos asesinatos reflejaría las ganas o la necesidad de volver a bajar a la mina para recuperar el sueldo. Sobre el terreno, sin embargo, nadie admite que el consenso de los trabajadores se vaya a quebrar. “Entonces, ¿para qué tanto sufrimiento? ¿Para qué hemos estado cuatro meses sin trabajar ni cobrar?”. Es Zingisa Mzendana, minero en la treintena, con un hijo, que desde que empezó la huelga ha dejado de enviar dinero a su familia, en una región rural al sudeste del país.
El trabajador es miembro del sindicato Amcu y vive en una de las casas con servicios básicos de agua y luz que las compañías mineras se comprometieron a construir para los mineros pero que, ni mucho menos, han llegado a todos. Aunque el sueldo en el sector es superior a la media nacional, que apenas alcanza los 150 euros, Mzendana insiste en que su petición de multiplicar su sueldo no es esperpéntica. Habla de “vivir en dignidad” y de “unidad en la lucha” para negar que su sindicato esté elaborando listas negras de los que quieren volver al pozo.
Liderados por el sindicato Amcu, los trabajadores exigen a las compañías un sueldo básico de 12.500 rands, que al cambio de la devaluada moneda local suponen menos de 900 euros. La media actual se sitúa alrededor de 350, el doble que la nacional, por lo que las empresas insisten que es un incremento imposible e inasumible. Las dos partes acaban de iniciar una ronda de mediación para conseguir la paz laboral.
La huelga ha despertado la solidaridad hacia los mineros y se han organizado conciertos y recogidas de alimentos en las grandes capitales sudafricanas. Pero ni las buenas intenciones ni la beneficencia son solución para un conflicto que afecta indirectamente a centenares de miles de residentes en la comarca minera, de donde se extrae el 70% de platino del mundo.
Los datos estremecen: los mineros han perdido hasta ahora 570 millones de euros en salario y se calcula que las tres empresas notarán en sus balances 1.200 millones de euros menos. Además, la economía sudafricana también se resentirá y de hecho ya se ha contraído un 0,6% en el primer cuatrimestre.
Las compañías insisten en que no pueden aceptar las reivindicaciones salariales porque el precio del platino ha bajado un 12% en tres años y, a causa de la inflación y los sueldos de las plantillas o el precio de la energía, el coste de producción se ha disparado en un 18%.
Los magnates no se quedan sólo en números fríos y apelan a que de seguir la conflictividad laboral no tendrán más remedio que despedir y substituir a los operarios por máquinas. La propuesta de la empresa es incrementar el salario en tres años y plantarse en 2017 con los 12.500 rands de la discordia, una oferta que Acmu no quiere ni oír.
Desde el mes de octubre, una comisión judicial investiga qué pasó en las puertas de Lonmin pero, de momento, el Gobierno rehúye el término “masacre” y prefiere hablar de “incidente”, del que tampoco hay ningún dirigente político ni policial ni imputado ni siquiera dimitido.
Los mineros lograron que la justicia les aceptara la petición de tener ayudas públicas para seguir pagando a sus asesores y abogados (entre los que destaca el octogenario George Bizos, amigo de Nelson Mandela y activista por los derechos humanos) para que representaran sus intereses en este largo y caro proceso.
El problema es que Rustenburgo queda “demasiado lejos de Johannesburgo”, resume Mary Moekwa, al mando de los fogones, “y los mineros somos muy pobres”, concluye.
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