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Tribuna
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La pobreza política

La antipatía prosaica de los partidos y la poética revolucionaria de los movimientos son síntomas del deterioro en el entorno público causado por la crisis económica

José Luis Pardo
EULOGIA MERLE

En mayo de 2010 España dejó bruscamente de ser un país próspero, envidia de italianos y franceses según su presidente de entonces, para convertirse en un Estado endeudado y casi quebrado. Si la prosperidad había sido o no imaginaria es ahora lo de menos, puesto que el empobrecimiento financiero-laboral se hizo tan evidente que aún no hemos dejado de hablar de sus causas y consecuencias. De lo que apenas hemos hablado es del empobrecimiento político que lleva aparejada la penuria económica en un mundo como el nuestro, en el que economía y política son difícilmente separables. El PSOE lo sufrió el día en que Rodríguez Zapatero se quedó sin programa y sin un discurso que le permitiera tomar las impopulares medidas que tomó, lo que costó a su partido las elecciones de 2011. Y fue por eso por lo que las ganó Mariano Rajoy, y no por tener una política económica adecuada a la situación (como ahora quiere hacernos creer), puesto que su programa de legislatura se esfumó tan rápidamente como lo había hecho el de su rival unos meses antes, y también tomó esas antipáticas medidas que todavía le pasan factura en las urnas.

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A diferencia de lo que quieren creer Stiglitz, Krugman, Varoufakis y todos los “expertos” que viven de ello, este no es un debate académico sobre diferentes modelos de política económica (una de austeridad, otra de crecimiento): no hace falta ser Premio Nobel, ni siquiera economista raso, para saber que las plantas crecen más si se las riega debidamente que si se les restringe el agua. Pero el empobrecimiento político consiste justamente en que no es posible hacer ninguna “política económica”, ni keynesiana ni anti-keynesiana, cuando no se ha asegurado previamente una gestión verosímil de la deuda. Alexis Tsipras lo descubrió el 13 de julio pasado, cuando también él tuvo que abandonar su discurso ideológico (cuya popularidad estaba avalada por un referéndum) y admitir que no podía llevar adelante su programa, lo que le ha costado más de un disgusto.

Todas las decisiones políticas importantes admiten al menos dos interpretaciones, una más poética y otra más prosaica. Cuando se trata de decisiones populares, la interpretación poética las considera como una expresión del poder ciudadano, lo que produce una satisfacción generalizada de gobernantes y gobernados; la interpretación prosaica, en cambio, ve en ellas, por muy socialmente relevantes que puedan parecer, la sombra de una posible intención demagógica, y a veces ni siquiera el tiempo es capaz de disipar las dudas al respecto. Pero cuando las decisiones son impopulares, como lo fueron las citadas “retractaciones” (o como la campaña de Felipe González en el referéndum sobre la OTAN de 1986), la actitud poética las interpreta como una vergonzosa humillación de la corrompida clase política ante las mafias del capitalismo internacional (algo que sólo puede combatirse con acciones revolucionarias).

Tsipras tuvo que abandonar su discurso ideológico y admitir que abandonaba su programa

La prosaica, por su parte, las entiende como meros gestos de responsabilidad de los gobernantes: al conllevar un previsible sacrificio de votos, permiten suponer que el compromiso de esos dirigentes con su país y con sus ciudadanos podría haber sido su motivación última, aunque también en este caso puedan a menudo quedar dudas.

Pero lo que es indudable es que cuando los dos principales partidos de un país se presentan ante su electorado con un mensaje prosaico y antipático (querríamos hacer tales o cuales políticas, pero no podemos permitírnoslo si somos responsables) dejan huérfanos a gran parte de sus votantes habituales, que sienten haber perdido no solamente su poder adquisitivo sino también su poder clientelar. Por eso es casi una necesidad social que acudan a su rescate “movimientos transversales” con una oferta más poética, del tipo “Nosotros sí podemos”, y anunciando medidas revolucionarias: la secesión de España (porque España es la causante de la pobreza catalana, según algunos concienzudos analistas de la historia y de las balanzas fiscales), la salida de la eurozona (en donde, como ha dicho un sabio, ya no queda gente honrada) o el abandono del capitalismo (culpable último de la deuda ilegítima que nos atenaza).

Las dos cosas —la antipatía prosaica de los partidos y la poética revolucionaria de los movimientos— son síntomas de esa pobreza política derivada del deterioro económico. La prosa de la responsabilidad, por ser un reconocimiento de la propia pobreza, es una condición necesaria para ponerle remedio, pero no es aún el remedio mismo. La poética de la gente (catalana o española) no es ni siquiera eso, porque niega la existencia de la pobreza, presentándola como el resultado de un robo y de un secuestro de la soberanía nacional (catalana o española) perpetrado por España, por Alemania o por el FMI, y por tanto no puede hallar solución más que declarando la independencia con respecto a esos ladrones y secuestradores. Lo cual es sin duda muy revolucionario, pero también muy poco responsable.

No sé si yo también me estoy volviendo poético, pero me parece que en los últimos tiempos los revolucionarios anticapitalistas, que han tocado (discretamente) poder, se han vuelto un poco más prosaicos y han empezado a entonar, quizá como simple maniobra propagandística, un rosario de conservadores “no podemos” (salir de la eurozona, proclamar la República, negarnos a pagar la deuda, declararnos independientes de Alemania, subir las pensiones, etc.), aunque ello les haya costado perder un porcentaje de su idolatrada hegemonía (sí, hasta a mí me da un poco de pena, pero se diría que van camino de aparcar por un tiempo la dictadura del proletariado en beneficio de la administración responsable de algunos ayuntamientos).

Los anticapitalistas que han tocado poder se han vuelto conservadores del “no podemos”

Sé, desde luego, que este no es el caso de los nacionalistas ni de los independentistas catalanes, cuya poética revolucionaria sigue in crescendo tras el gran potlatch del 27-S. La cercanía de las Generales ha insuflado un poco de poesía incluso en el PP, aunque en esa casa les gusta tanto Cine de barrio que la cosa no ha llegado más que al 1% de los salarios y de la Constitución. Por tanto, la sorpresa de la temporada será el misterioso programa electoral del PSOE, elaborado por un comité de poetas postrevolucionarios que dejará en ridículo a Pablo Iglesias: en su excitante Estado Federal, Cataluña será y al mismo tiempo no será una nación, tendrá más financiación que el resto de las Comunidades Autónomas, que sin embargo tendrán la misma que ella o todavía más, restituirá a los españoles los salarios, empleos, derechos y viviendas que Rajoy les quitó y al mismo tiempo reducirá la deuda y el déficit, eliminará a la vez que reforzará el Senado y las Diputaciones Provinciales y bajará los impuestos sin descartar subirlos, aunque todavía no se conoce su posición definitiva sobre el Toro de la Vega. Porque, como decíamos, la pobreza de la política no está reñida con la abundancia de la poesía.

José Luis Pardo es filósofo.

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