Bach me salvó la vida
El pianista James Rhodes fue un niño feliz. Hasta los seis años. A esa edad empezaron los abusos sexuales en el colegio. Con la vida adulta llegaron los psiquiátricos, las drogas, el alcohol. También la música, que siempre ha acudido a su rescate. El británico ha escrito sobre el poder sanador de los compositores clásicos y su traumático pasado en un polémico libro, ‘Instrumental. Memorias de música, medicina y locura’
Mucho antes de convertirse en un concertista de piano de fama internacional, mucho antes de protagonizar uno de los juicios más importantes de la historia reciente de la industria editorial, James Rhodes era “un niño lleno de vida”. “Lo que recuerdo es que era feliz”, explica, recurriendo a la tercera persona, de tan lejos que le queda hoy aquel niño. “Le gustaba la música, le gustaba bailar, ver la tele… Un poco rarito, un poco sensible, pero era un chico normal. Y, de repente, fue como pasar del tecnicolor al blanco y negro”.
Quien empujó a Rhodes a lo que él llama la versión autómata de sí mismo fue un profesor de gimnasia llamado Peter Lee, que le violó repetida y salvajemente desde los seis a los diez años, en un cuartucho sin ventanas de un colegio londinense.
“¿Queréis saber cómo arrebatar a un niño todo lo que le hace ser niño? Folláoslo”, resume Rhodes.
Lleva montado desde entonces en una montaña rusa. Sumido en una lucha de fuerzas que le llevan a sobrevivir y a destruirse. Intentos de suicidio, internamientos en hospitales psiquiátricos, drogas, autolesiones. Tocar el piano, agarrarse a la música como una tabla de salvación. Forrarse en la City, arrastrarse por los bajos fondos de Edimburgo. Tener un hijo. Amar incondicionalmente. Caer, levantarse, volver a caer y levantarse de nuevo, con la ayuda de la música.
Hoy, a los 40 años, James Rhodes es feliz. Aunque sabe que nunca podrá cantar victoria, que está siempre “a dos malas semanas de distancia de un pabellón cerrado”.
Tardó 30 años en contar su historia, pero, al final, lo ha logrado. “Lo peor del abuso, peor incluso que el acto físico, que es durísimo, es lo que pasa cuando el pedófilo te traslada el mensaje de que no puedes contárselo a nadie”, relata. “Todos lo hacen. Así te convierten en cómplice del abuso. Porque al día siguiente o a la semana siguiente, cuando estás con él delante de otra gente y sonríes, y finges que todo es normal porque tienes que hacerlo, porque es tu profesor, o tu padre, o tu cura, o tu tío, entonces te conviertes en un accesorio. Eres el cómplice de un crimen. Y si lo haces durante el suficiente tiempo, acabas sintiendo que es tu culpa. Tuviste oportunidad de hacer algo, no lo hiciste, y ahora es demasiado tarde. Esa es una responsabilidad horrorosa, terrible para cargársela a un niño”.
Rhodes ha escrito un libro en el que cuenta su experiencia. Instrumental. Memorias de música, medicina y locura es un relato estremecedor sobre las consecuencias de los abusos sexuales a un niño, pero también sobre las virtudes sanadoras de la música, que ha acudido a su rescate siempre que ha tocado fondo.
El libro, que publica ahora en español Blackie Books, se ha traducido a 15 idiomas y se ha convertido en un pequeño fenómeno editorial. Pero el solo hecho de que haya llegado a las librerías tiene algo de milagroso. Y no solo porque, durante algunos momentos de su biografía, pareciera insensato albergar la esperanza de que Rhodes llegara a los 40. Su exmujer le demandó para impedir que la autobiografía viera la luz, temerosa del efecto que podría causar su lectura en el hijo de ambos. La denuncia dio pie a 14 meses de agrio litigio, después de que el tribunal de apelación dictara una orden que impedía a Rhodes no solo publicar su libro, sino contar su historia en cualquier otro medio.
Él desafió la decisión ante el Supremo y, el pasado 20 de mayo, ganó. El Alto Tribunal levantó la prohibición argumentando que “la libertad de contar la verdad es un derecho básico al que la ley otorga una muy alta protección”. El veredicto que puso fin al mediático juicio –en el que Rhodes estuvo apoyado por amigos famosos como los actores Benedict Cumberbatch o Stephen Fry– fue saludado como un hito en la defensa de la libertad de expresión.
Cinco meses después del veredicto, James Rhodes sigue emocionado cuando charla con El País Semanal en un impersonal pisito del oeste de Londres al que acude por las tardes a tocar el piano. Su cuerpo menudo se mueve de atrás adelante en la silla y sus ojos, tras las gruesas gafas de pasta, se clavan en los de su interlocutor. “Ha sido aterrador”, confiesa. “No era solo el libro. Si llegan a haber ganado, no habría podido ni hablar ni escribir sobre ningún aspecto de mi pasado en ningún lugar del mundo. Ni en Twitter, ni en Facebook, ni en mis conciertos, ni en las entrevistas. En el mundo editorial ha sido quizá el caso legal más importante de los últimos cien años. Si no hubiéramos ganado, habría un precedente legal para retirar cualquier obra que a alguien no le gustara con el pretexto de que podría dañar a un tercero”.
El libro no escatima en detalles, como demuestra este fragmento citado en la sentencia del Supremo: “Abusos. Menuda palabra. Violación es mejor. Abusar es tratar mal a alguien. Que un hombre de cuarenta años le meta la polla por el culo y a la fuerza a un niño de seis años no se puede considerar abuso. Es muchísimo más que un abuso. Es una violación con ensañamiento, que provoca múltiples operaciones, cicatrices (internas y externas), tics, trastorno obsesivo-compulsivo, depresión, ideación suicida, enérgicos episodios de autolesiones, alcoholismo, drogadicción, los complejos sexuales más chungos, confusión de género, confusión sexual, paranoia, desconfianza, una tendencia compulsiva a mentir, desórdenes alimentarios, síndrome de estrés postraumático, trastorno disociativo de la personalidad (un nombre algo más bonito que le han puesto al síndrome de personalidad múltiple), etcétera, etcétera, etcétera”.
Hoy James Rhodes vive en Londres con su segunda mujer, de la que dice estar profundamente enamorado. Su hijo, de 12 años, vive en otro país con su madre. Se ven varias veces al año y se comunican semanalmente por Skype.
–¿Teme el momento en que su hijo decida leer Instrumental?
–Si me busca en Google verá rápidamente todo. Pero yo prefiero sentarme con él y decirle que esas cosas que aprende en el colegio sobre extraños, sobre pedófilos, me pasaron a mí cuando era más joven. Que no hablé de ello porque pensé que mejoraría las cosas, pero de hecho las empeoró. Que ya de adulto ingresé en un hospital y ahora me va muy bien, ¿no es eso genial? Ese es el mensaje que me gustaría transmitirle, más que el de que esto nunca pasó, que no es posible hablar de ello. No podemos simplemente silenciar temas sobre los que es difícil hablar. Esto puede ser un estímulo para que los jóvenes hablen de cómo se sienten, de las cosas que les resultan difíciles.
–¿Qué hará usted cuando lo lea?
–Siempre lo he escrito pensando, en el fondo de mi mente, que en algún momento lo leería. No querría que lo leyera y me odiara, claro que no. Pero si lo lee, me gustaría que nos fuéramos juntos a cenar y tuviera la oportunidad de decirme: “¿Sabes qué, papá? Estoy furioso, ¿cómo puedes haber hecho esto?”. O al revés: “¡Esto es fantástico!”. Sienta lo que sienta, espero que pueda hablarlo conmigo.
–¿Le bastaría con eso?
–Sí. Qué cosa más maravillosa poder decirle a tu chico: “Puedes odiarme, puedes estar furioso conmigo, que yo aquí seguiré, seguiré pagando tu puta hipoteca, seguiré asegurándome de que no tengas que hacer un trabajo que odias. Lo entiendo perfectamente, puedes estar todo lo cabreado que quieras, pero nada podrá impedir que te quiera. Nada. Es imposible. Es un puto imperativo biológico que vas a ser la cosa más importante para mí en la vida. Para siempre. Fin de la historia”.
La música es la más profunda de las artes. Hace las cosas mejores, más manejables. Es una gran evasión
En Instrumental, entrelazado con la narración del trauma y sus consecuencias, está el relato de cómo Rhodes aprendió a amar la música, y de cómo esta ha iluminado la oscuridad que se apoderó de su vida en aquel cuarto sin ventanas del gimnasio escolar. “La música es la más profunda de las artes. Cuando la escucho, no pienso. Conjura las imágenes, los sentimientos, libera dopamina. La música hace las cosas mejores, más manejables. Es una gran evasión”.
La música llamó a su puerta cuando tenía siete años, en forma de una casete que contenía la chacona para violín solista en re menor de Bach, transcrita para piano por Busoni. Esa cinta, escuchada en bucle en su walkman Sony, se convirtió en su refugio. “En la música pop, la mayoría de las veces hay una emoción a lo largo de toda la pieza: una canción triste o una canción muy animada y feliz”, explica. “Pero la música clásica es diferente. Esta pieza, en el transcurso de 15 minutos, te lleva por todas las emociones. Yo ni siquiera las había experimentado hasta que la conocí. Esta música es infinita, inmortal. Por eso la escuchamos 300 años después de que Bach la escribiera. Y le garantizo que en 300 años más la seguiremos oyendo y diremos: ‘¡Cómo es posible, cómo ha podido alguien escribirlo!”.
A Rhodes se le suele describir como autodidacta, lo cual no es del todo exacto. Pero su formación, desde luego, no es la habitual en un concertista de piano. Empezó a tocar en un internado al que fue a los 10 años, convertido en un niño de lo más raro que tenía tics continuamente, se hacía pis en la cama, estaba ido y parecía extraño. “El piano estaba en un cuarto con una puerta que podía cerrar”, recuerda. “Estábamos solo el piano y yo, era seguro. Era una gran manera de esconderme, de escaparme, de ser yo mismo en mi pequeño mundo”.
Empezó a ir a clases y, a los 18 años, le ofrecieron una beca para estudiar piano en la Guildhall School. Pero él la rechazó. “Me faltaba la técnica y, además, mis padres se negaron en redondo”, aclara. “Qué espantoso es tener una pasión que dicta cada segundo de tu vida y carecer de la valentía moral para desarrollarla”.
En lugar de eso, se matriculó en la Universidad de Edimburgo. Pasó allí un año lleno de alcohol y drogas, que condujo a su primer ingreso en un psiquiátrico. Después se trasladó a París, donde permaneció limpio y trabajó en un Burger King. A su regreso a Inglaterra, acabó metido en la City londinense, ganando mucho dinero y casándose con la madre de su hijo.
Durante ese paréntesis musical de 10 años, Rhodes estuvo relativamente estable, pero se sentía tan infeliz que tuvo que volver al piano. Con la arrogancia propia de la City, mandó una botella de un carísimo champán a Franco Panozzo, agente de su admirado Sokolov, y le ofreció ser su socio en Londres. Quedaron en casa de Panozzo y, cuando este le vio tocar el piano, le dijo que no podía dedicarse a representar a otros: él debía ser concertista de piano. A continuación le organizó unas clases con el reconocido profesor Edoardo Strabbioli en Verona.
Rhodes se convirtió en el primer pianista clásico en firmar un contrato con una de las majors de la música. Ha publicado cinco discos, con nombres tan poco clásicos como Cuchillas de afeitar, pastillas pequeñas y pianos grandes (2009) o Ahora podrían por favor todos los freudianos echarse a un lado (2010). Colabora en distintos periódicos británicos y ha protagonizado diversas series documentales sobre música para la televisión.
Entre todo ello tuvo un hijo. Lo más feliz que le ha sucedido, pero, al mismo tiempo, el detonante de que los “ecos” de su pasado se volvieran “chillidos”. “Nunca lo olvidaré”, rememora. “Te sientas con tu mujer embarazada y nadie te dice: ‘Por cierto, si tiene usted una historia de abusos, prepárese’. Cuando nace te das cuenta de que eres capaz de amar incondicionalmente. Me tiraría delante de un autobús sin pensarlo para salvar a esa criatura. No hay nada más poderoso que ese amor. Lo miras y piensas: ‘Joder, cómo puede una persona hacer a alguien de este tamaño lo que me hicieron a mí’. No pude procesarlo. Y luego vino el miedo de que pudiera pasarle a él. Casi me mató”.
Más o menos cuando su hijo llegó a la edad que tenía él cuando empezó a sufrir abusos, Rhodes empezó a autolesionarse: en el libro describe con perturbador detalle los cortes que se hacía con las cuchillas de afeitar. “En 20 años no he tomado ni una copa ni me he drogado”, asegura. “Pero la adicción que más me ha costado superar es la de las autolesiones. Es una epidemia, sucede en todo el mundo, en todos los estratos sociales. Afortunadamente también lo he dejado”. En el interior del brazo, que antes siempre se preocupaba de cubrir, ahora tiene tatuado el nombre de Rachmaninov en caracteres cirílicos, como si el compositor hubiera acudido, una vez más, en su auxilio.
Cada capítulo del libro lo abre una pieza musical –todas se pueden escuchar en una lista de Spotify creada por el autor–, con unas pinceladas sobre la vida de cada compositor. “Es importante acabar con ese mito de que todos esos compositores estaban locos”, defiende. “Aparte de Schumann, que era bipolar, la mayoría no eran enfermos mentales. A veces tenían depresiones o cambios de humor. Pero compusieron a pesar de ello, no debido a ello. Es importante ese mensaje. La creatividad es señal de salud mental, no de enfermedad. Odio esa idea del artista loco en el ático escribiendo en las paredes con su propia mierda. Es mentira. Es Hollywood”.
Su actual mujer, su hijo, la música y los abusos. Cuando Rhodes enumera los hechos que han marcado su vida, encuentra motivos para el optimismo. “¡Tres de cuatro son buenos! ¡Un 75%! Eso es genial”, bromea. “La música, vivo rodeado de ella. Mi hijo, pienso cada día en él, y hablamos siempre que podemos, él es un milagro. Y Hattie [su mujer], intento ser el mejor marido y siempre me quedo corto”.
–¿Por qué tardó tanto en contar su historia?
La vergüenza es el mayor y más peligroso legado del abuso sexual. Ha sido muy incómodo escribir este libro, que sepan cosas tan íntimas
–La vergüenza es el mayor y más peligroso legado del abuso sexual. Sigue ahí, ha sido muy incómodo escribir el libro. Darte cuenta de que, cuando vas en el metro y alguien te reconoce y ha leído el libro, sabe cosas muy íntimas de ti. Pero siento que ahora estoy en un lugar lo suficientemente sólido como para pagar ese precio, para sentir esa vergüenza.
–¿Por qué cree que es importante alzar la voz?
–Estoy tan harto de abrir los periódicos y leer sobre pedófilos. Me pareció importante salir y decir: mirad, esto me pasó a mí, y así es como salí. No es fácil. Supongo que sería más sencillo hacer como si nunca hubiera ocurrido. Pero yo no podía vivir conmigo mismo silenciando eso.
–Peter Lee murió sin haber leído el libro.
–La primera vez que hablé sobre esto en una entrevista, una profesora del colegio lo leyó, ató cabos y fue a la policía. Gracias a su testimonio encontraron a Lee y lo detuvieron. Era profesor de boxeo para niños a tiempo parcial. ¿Qué podría haber pasado si no hubiera contado esta historia?
elpaissemanal@elpais.com
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