Cuando el hospital es el campo de batalla
En Pibor (Sudán del Sur) un centro de MSF quedó destrozado tras ser el centro de un enfrentamiento
Cuando estalló el combate y las balas comenzaron a silbar alrededor del centro médico en Pibor, en Sudán del Sur, la doctora Marisel Méndez atendía a un niño de dos años en la zona de pediatría. Es una modesta sala de hormigón con apenas seis camas y adornada con un montón de dibujos en las paredes. “Es difícil conseguir que un lugar así resulte agradable, pero hacemos todo lo que está en nuestras manos para que nuestros pequeños pacientes estén lo mejor posible”, me comenta la médico mientras relata su experiencia de aquel día.
La vida de aquel niño dependía de una máquina de oxígeno y del goteo intravenoso que estaba recibiendo. Sufría malaria severa, estaba extremadamente anémico y tenía enormes dificultades para respirar. Mientras le atendía, Marisel Méndez podía oír perfectamente el rumor de disparos en la distancia. Sin embargo, para ella lo primordial en ese momento era la vida de aquel pequeño.
El sonido de los disparos se iba acercando. A través de una de las ventanas, la doctora vio cómo de repente el personal y los pacientes empezaban a correr hacia la zona segura del recinto, pero ella se resistió a marcharse. Se sentó en el suelo de la sala junto a la madre del niño y siguió atendiendo a su paciente. Los tres pasaron allí minutos eternos con la esperanza de que los combates se dispersaran, pero llegó un momento en el que el peligro era demasiado grande: los disparos ya estaban dentro del recinto y la médico no tuvo más remedio que salir también corriendo hacia el área de seguridad y reunirse con el resto de los compañeros de Médicos sin Fronteras.
Entonces todos empezamos a escuchar el ruido de armamento pesado. La situación era cada vez más tensa y el riesgo de quedar atrapados en medio del fuego cruzado crecía. El coordinador del proyecto tuvo que tomar la difícil decisión de trasladar a todo el equipo de MSF a la base de la ONU, al otro lado de la ciudad.
Muchos de los pacientes que lograron llegar hasta la puerta principal del hospital subieron a nuestros vehículos y vinieron con nosotros, pero a Marisel le atormentaba dejar allí a aquel niño y a su madre. Era consciente de que no podíamos llevarles con nosotros porque su única posibilidad de seguir con vida estaba ligada a aquella máquina a la que permanecía conectado, pero dejarles allí solos en medio del caos le resultaba demasiado duro.
Una herida de bala en el estómago
La batalla en Pibor continuó durante tres días, desde el 23 hasta el 25 de febrero. En el recinto de la ONU los trabajadores de MSF empezaron a tratar heridos en el recinto de la ONU tan pronto como llegaron. Uno de ellos era un niño de seis años que había recibido un balazo en el estómago y llegó en estado crítico. Me consta que los médicos hicieron grandes esfuerzos para salvarle, pero la herida era demasiado grave y murió al día siguiente. Cuando nos comunicaron la noticia, todos pudimos sentir los efectos de esa misma herida de bala en nuestros propios estómagos.
Este es el duro día a día aquí y no nos queda otra que asumirlo. Tenemos que tratar de ser conscientes de que por cada vida que se pierde, son muchas las personas a las que logramos salvar. Sí, perdimos a aquel niño, pero los otros treinta y cinco heridos que fueron atendidos aquel día por mis compañeros lograron sobrevivir.
Mientras en el centro de Naciones Unidas Marisel Méndez y el resto del equipo (enfermeros, matronas y también logistas) se afanaban en salvar el mayor número posible de vidas, al otro lado de la ciudad el centro médico de MSF en Pibor era saqueado. Las instalaciones, nuestro lugar de operaciones apenas unas horas antes, había servido a la comunidad durante más de 10 años. Al principio no teníamos noticias de lo que estaba pasando, pero unos días después supimos que los destrozos que habían causado los atacantes lo habían dejado completamente inutilizable.
Cuando cesaron los combates, los equipos de MSF regresaron al hospital para valorar los daños. Solo encontraron fue caos y destrucción. Los ventiladores habían sido arrancados del techo de la sala de pacientes y los equipos electrónicos, el combustible y la comida terapéutica para el tratamiento de niños con desnutrición, habían sido robados. Se habían llevado cualquier cosa con valor que no estuviese fijada al suelo. Incluso la cama del hospital donde estaba aquel bebé de dos años al que la doctora Méndez atendía cuando tuvimos que abandonar el hospital. Había casquillos de balas repartidos por todo el complejo. Los medicamentos y las historias clínicas de nuestros pacientes estaban esparcidos por todas partes, los armarios y las estanterías habían sido tirados al suelo y vaciados…
A ninguno de los atacantes pareció preocuparle demasiado que aquel lugar fuera un hospital y que nuestros pacientes estuvieran indefensos.
Así que el trabajo de MSF tuvo que continuar en el recinto de la misión de la ONU. Muchos estaban al tanto de los rumores de saqueo, aunque no conocían el alcance real de los daños. En cualquier caso, su prioridad eran los pacientes que trataban en ese momento. Además, en los días inmediatamente posteriores a los combates, un alto número de mujeres embarazadas empezaron a tener contracciones antes de tiempo, por lo hubo que centrarse en evitar nacimientos prematuros que pudieran poner en riesgo la vida de los bebés.
A día de hoy, las mujeres y los niños constituyen la mayor parte de las 2.000 personas refugiadas en el complejo de la ONU. Sólo hay una letrina para cada 350 personas, menos de 1,5 litros de agua por persona y día y ya no se hace una distribución de alimentos. Pero la gente se queda porque tienen miedo a salir del recinto. Además, muchos saben que ya no queda nada de lo que algún día fue su hogar.
“Todo lo que pude coger antes de salir corriendo de casa fue un bidón de agua”, me cuenta Mary, que está sentada en uno de los bancos de la improvisada sala de espera de nuestra rudimentaria clínica en el recinto internacional. Todo ha sido montado deprisa y corriendo y sólo disponemos de los elementos más básicos para atender a nuestros pacientes.
Mary sostiene entre sus brazos a David, su hijo enfermo de dos años. Me explica que los combatientes quemaron su casa y que cuando llegó aquí tuvo que mendigar para que alguien le diera unos plásticos con los que construir un techo bajo el que poder refugiarse. “Somos seis y no sé qué va a ser ahora de nosotros. No tenemos nada para empezar a construir un nuevo hogar”, explica.
Cerca de ella hay otra mujer llamada Yayo que vive una situación similar. Ha traído a su hija Juang, también de dos años, para que reciba tratamiento por la diarrea que le ha provocado beber el agua del rio. Yayo dice que ya sabía que el agua no era potable, pero que no encontró nada mejor que ofrecerle a su hija. Cuenta que afortunadamente su casa sigue en pie, pero que todo lo que tenía en su interior, incluyendo su ropa y su última bolsa de sorgo —la única comida que tenían— se lo han robado.
Antes de los enfrentamientos en Pibor vivían cerca de 40.000 personas. Pero miles huyeron al estallar los combates. Algunos llegaron hasta este complejo de la ONU y otros muchos se escondieron en los bosques.
Hace dos días nos trajeron a un niño que había sufrido una mordedura de serpiente en su tobillo. La herida estaba necrosando y Henryk Bonte, uno de nuestros médicos, decidió eliminar toda la carne infectada para prevenir que se produjera una infección. Después de que la serpiente le mordiera, el muchacho había permanecido varios días escondido en los bosques. El miedo a volver a la ciudad pesaba mucho más que el dolor.
También llegaron otros dos críos que se habían ocultado en las zonas boscosas. Llevaban varios días sufriendo convulsiones, pero sus familiares no se atrevían a salir. “Todos dicen que los que aún permanecen en el bosque están aterrorizados”, me explica Bonte.
Casas reducidas a cenizas
Las causas de ese miedo se intuyen fácilmente cuando uno echa un vistazo a lo que queda de la ciudad: Pibor está totalmente militarizada y hay armas por todas partes. Centenares de casas han quedado reducidas a cenizas, y aquellas cosas que han sobrevivido al fuego por estar fabricadas con material ignífugo destacan entre la negrura de las ruinas carbonizadas.
Pibor tenía el mercado más grande en cientos de kilómetros a la redonda, y muchas personas conseguían su sustento gracias a lo que podían vender allí. Pero de aquella calle de unos 200 metros que siempre estaba llena de vida ahora sólo quedan las planchas de acero que delimitaban cada una de las tiendas. Detrás de lo que queda de uno de esos puestos se pueden ver perfectamente los restos óseos calcinados de una persona. Y alrededor de ellos, solo destrucción. Todo ha sido quemado.
En este contexto, resulta obvio decir que las necesidades médicas y humanitarias son inmensas. Sin embargo, la presencia de otras organizaciones de ayuda es muy escasa: estamos prácticamente solos.
De vuelta a las instalaciones dela ONU, me encuentro con Marisel atendiendo a otra niña. Me explica que apenas tiene un año y que se está recuperando de un complicado caso de malaria acompañado por un alto grado de desnutrición severa. Marisel le prescribe un tratamiento contra la malaria, antibióticos para prevenir la infección y 14 bolsitas de comida terapéutica preparada para que su madre se las administre en los próximos días. La madre del bebé escucha atentamente mientras Marisel le explica cómo darle el alimento a la niña en pequeñas dosis.
Como es muy pequeñita, la madre tiene que tener especial cuidado para que al dárselo la niña no vomite todo. Y para ello tendrá que ponerse un poquito de la pasta en el la punta del dedo y dejarle que lo chupe despacito.
A la espera de poder reconstruir el hospital de Pibor, el equipo de MSF atiende a una media de 140 pacientes diarios en la clínica improvisada que hemos montado en el recinto de la ONU. Los compañeros trabajan a contrarreloj para volver a levantar un centro que nos permita dar un nivel de respuesta adecuado a esta situación de emergencia.
El lugar elegido es el mismo en el que estaba el antiguo, y el enfoque será el de siempre en estos casos: la atención médica de urgencias más inmediata y que nos permita salvar el mayor número de vidas posible. Mientras eso ocurre, y a pesar de las dificultades de estos días, aún tenemos momentos de inmensa felicidad. Hoy sin ir más lejos, Marisel me ha contado que muchos de los pacientes que estaba tratando en nuestro antiguo hospital han acudido hasta la clínica improvisada para seguir con sus tratamientos.
“Muchos han conseguido sobrevivir y eso me hace sentir enormemente aliviada. Muchas madres me dan unos abrazos enormes cuando llegan. Sé que para ellas significa mucho ver que no nos hemos ido y comprobar que todavía seguimos aquí para ayudar a sus hijos”, cuenta. “Estoy feliz por saber que casi todos están vivos”, se emociona la octora. “Sólo hay una cosa que no logro quitarme de la cabeza: aquel niño de dos años que dejamos en su cama cuando los combates llegaron al hospital. Espero que él también vuelva algún día”.
Jacob Kuehn es responsable de comunicación de Médicos Sin Fronteras (MSF) en Sudán del Sur.
Traducción y adaptación al español de Fernando G. Calero.
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