Idomeni: crónica de un desalojo anunciado
Miles de refugiados se hacinan en almacenes y fábricas abandonadas en territorio griego
“Llevan días estrangulando la llegada de suministros a Idomeni, pero hoy ya ha sido imposible: la policía ha cortado todos los accesos al campo. Ni siquiera nos dejan entrar a ver a nuestros pacientes”. Lo dice la pediatra española voluntaria Elena Sobrino. Es 22 de mayo, un día antes de que las autoridades griegas lleven a cabo el desalojo del que fuera el campo de refugiados más grande de Europa.
Era un secreto a voces que el Gobierno griego quería acabar con Idomeni. Hacía meses que las autoridades barajaban varias fechas para cerrar el campamento. Desde el pasado 8 de marzo, cuando Macedonia, invitada por la Unión Europea, decidió seguir el ejemplo de las vecinas Eslovenia, Croacia y Serbia y selló su frontera definitivamente, el recinto se había convertido en un auténtico quebradero de cabeza. Macedonia cerró la última ruta hacia Europa que quedaba abierta en los Balcanes y más de 13.000 personas quedaron atrapadas en el cuello de botella de Idomeni.
La notificación oficial llegó tan solo un día antes del cierre efectivo del campamento. El lunes 23 de mayo, la policía, que desde hacía semanas controlaba los accesos por carretera al campo, negó el acceso a Idomeni a voluntarios y periodistas. Las órdenes eran claras: el desalojo tenía que ejecutarse lejos de las miradas de testigos incómodos, y tan solo se permitió la entrada a cinco miembros del personal de Médicos Sin Fronteras.
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Durante toda la noche del domingo y la madrugada del lunes, agentes de paisano recorrieron el campo y lo registraron tienda por tienda, buscando voluntarios o periodistas que hubieran conseguido burlar el dispositivo policial y se encontrasen todavía en el campamento. El desalojo, que estaba programado para las seis de la mañana, no comenzó hasta más de dos horas después, cuando los agentes ya creían estar a solas con los refugiados.
Crazy Holidays
“Me desperté en mi tienda como cada mañana pero, cuando abrí la cremallera, estaba rodeado por la policía”. De ojos oscuros incrustados en unas marcadas ojeras, Rezan, un sirio de 30 años, fue de los primeros. Los agentes le obligaron a recoger sus cosas y subir a uno de los autobuses que el Ejecutivo de Atenas, como si se tratase de una broma macabra, había contratado con la compañía Crazy Holidays (“vacaciones locas”, en inglés). Confiesa que los uniformes antidisturbios le transmiten de todo menos confianza, especialmente cuando no entiende una palabra de lo que le dicen: “Estaba aterrorizado. No sabíamos qué estaba pasando, nadie nos informó de nada. Por un momento, pensé que estábamos en guerra otra vez.”
Sucedía durante la madrugada del martes 24 de mayo cuando el Gobierno, tras la movilización sin precedentes de más de 700 efectivos policiales traídos desde todo el país, acordonaba el campo y se disponía a terminar de una vez por todas con el asentamiento. Solo entonces se les notificó a los refugiados que el momento de hacer las maletas había llegado, aunque no se les dijo cuál iba a ser su destino. “A los refugiados no se les informa de a dónde les están llevando, y eso está muy lejos de ser aceptable”, denuncia Michele Telaro, coordinador del proyecto de Médicos Sin Fronteras en Idomeni.
"Desde hace días apenas hay comida disponible y nos da miedo pensar que si nos quedamos aquí en lugar de aceptar marcharnos a los nuevos campos deje de llegar comida". Siham, una refugiada siria en Idomeni, relataba así su experiencia el día del desalojo a Médicos Sin Fronteras. "Estamos muy preocupados, ni siquiera sabemos adónde nos van a llevar".
Estas situaciones se repiten durante los tres días que dura el desalojo. “Seamos claros, esto no puede considerarse una reubicación voluntaria: esta gente no tenía otra alternativa, no se le dio información adecuada y la asistencia en el campo fue cortada drásticamente”, declara Loïc Jaeger, jefe de la misión en Grecia de Médicos Sin Fronteras. Solo el primer día del desalojo, partieron desde el campamento 42 vehículos que trasladaron a casi 2.000 personas, de las cuales muy pocas sabían adónde iban, más allá de la certeza de que su destino final distaría mucho de ser el de unas “locas vacaciones”.
Entre Macedonia y las montañas
Tras dos días de bloqueo informativo total, el jueves 26 de mayo las autoridades griegas vuelven a permitir a la prensa acceder al campo. Los periodistas se encuentran con un paisaje desolado de tiendas destrozadas y todo tipo de objetos personales tirados por el suelo. Las palas excavadoras han arrasado con todo, incluidos los puestos médicos y otras instalaciones levantadas con el trabajo de los miles de voluntarios que pasaron por Idomeni.
Las condiciones de los nuevos campos están “muy por debajo de los estándares mínimos”, según Acnur
Pese a que el coordinador gubernamental, Yorgos Kyritsis, presenta el desalojo como un éxito e insiste en que que se ha llevado a cabo de forma pacífica y ordenada, muchos periodistas y personal de las ONG tienen serias dudas sobre cómo se ha realizado la evacuación, que fue ejecutada en tiempo récord.
Según el diario griego Efimerida tôn Syntaktôn, cerca de 3.000 de los 8.400 refugiados que se encontraban en Idomeni abandonaron el campo por sus propios medios para esconderse en las montañas por miedo a que la policía les deportara. Y alrededor de 700 intentaron cruzar la frontera con Macedonia de forma ilegal. “No queremos salir de un campo para acabar en otro. Nuestra intención nunca fue quedarnos en Grecia. Estábamos allí porque nunca perdimos la esperanza de que Europa nos abriera las puertas”, cuenta la noche del desalojo Lopalin, una refugiada siria, mientras se prepara para cruzar la frontera con Macedonia con su familia.
Almacenes, naves industriales y fábricas abandonadas
En cualquier caso, fueron muchos los que aceptaron subir a los autobuses y marcharse a los nuevos campos oficiales. A su llegada, se encontraron con que su nuevo destino era —por increíble que pudiera parecer— peor que el barro de Idomeni: almacenes viejos, naves industriales en estado avanzado de deterioro y fábricas abandonadas dentro de las cuales se habían instalado tiendas de campaña sin apenas espacio entre ellas.
Es como si se tratara de la Hidra de Lerna, el mítico monstruo con forma de serpiente que tenía la capacidad de regenerar dos cabezas por cada una que le era cortada. Del cierre de Idomeni surgió toda una constelación de campos desperdigados por el cinturón industrial a las afueras de Salónica, la segunda ciudad del país al norte del mar Egeo: Sindos, Kalahori, Sintex, Oreokastro, Koderlia-Softex, Petra… Las condiciones de habitabilidad de estos campos son incluso más precarias que las que había en el primer recinto. La situación llega a ser tan dramática que Acnur, la agencia de la ONU para los Refugiados ha reconocido en una nota de prensa estar seriamente preocupada por las deficientes condiciones, que califica como “muy por debajo de los estándares mínimos”.
Es el caso del campo de Kordelia-Softex, una nave industrial donde fueron trasladadas cerca de 1.200 personas. En un polígono industrial a las afueras de Salónica, flanqueado por una cárcel y un descampado, es un lugar tan apartado que resultaría casi imposible encontrarlo sin la localización exacta por GPS. Rodeado de chimeneas industriales, el aire en el interior de la nave es casi irrespirable, ya que carece del sistema de ventilación adecuado. Lóbrego y oscuro, la basura se amontona por las esquinas y los refugiados caminan esquivando los regueros de agua provocados por las goteras.
Allí encontramos a Lamish, una niña de siete años que sufre parálisis cerebral y epilepsia. El equipo de voluntarios de la ONG española Bomberos En Acción se encargaba de su caso en Idomeni, y llevaban días buscándola por los nuevos campos para proporcionarle la medicación que necesita. Cuando por fin consiguen encontrarla, los militares que gestionan el campo no atienden a razones y repiten, como un mantra, que sus órdenes son claras: no permitir el acceso a nadie más que a la Cruz Roja. La situación es tan absurda que, finalmente, la familia tiene que salir del campo con Lamish y los voluntarios a pasar consulta en la calle. Mientras se enjuga las lagrimas, la madre de Lamish nos pregunta: “¿Adónde nos han traído?”.
El campo de Oreokastro, aunque sensiblemente mejor, también presenta muchos problemas. Cerca de 1.500 personas se hacinan en el interior de esta inmensa nave industrial de techos altos. Los niños se divierten enseñando fotos en el móvil de las serpientes a las que han dado caza, mientras sus padres cuentan, sin disimular su preocupación, que ya son siete los reptiles que han aparecido entre las tiendas. El estado anímico reinante es una mezcla de angustia y desesperación. Muchos llevan meses varados en Grecia, y algunos tienen verdadera urgencia por llegar a su destino en Europa. Es el caso de Najib al que los médicos le descubrieron en Turquía que su pecho alojaba una esquirla de la misma metralla que le arrancó un ojo en Alepo. “Necesito cirugía para que me la saquen. Según los médicos, avanza dentro de mi cuerpo poco a poco. El día que alcance mi corazón, entonces, goodbye”.
Hay más de 49.000 personas a lo largo y ancho del país en situaciones como la de Lamish o Najib. La semana pasada comenzó elproceso de registro para la solicitud de asilo, reubicación y reunificación familiar. Puede durar entre ocho y 24 meses, en función del optimismo de quien quien haga los cálculos, pero a Najib se le acaban el tiempo y la paciencia: “Estuvimos esperando tres meses en una tienda de campaña para acabar en un almacén abandonado. Creo que volveré a Siria, prefiero morir allí que seguir enterrado en vida en mitad de ninguna parte”.
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