Drogas y colapso penitenciario
Cárceles hacinadas, primer exportador de cocaína… el drama en Perú no tiene fin
El presidente Barack Obama y el entonces fiscal general Eric Holder lo entendieron bien y actuaron en consecuencia hace un par de años: no más cárceles para infractores menores en materia de drogas ilegales. Con el objetivo de concentrar la persecución penal con cárcel en los “peces gordos”, y no en consumidores o micro comercializadores, por primera vez en décadas la inmensa población penitenciaria estadounidense disminuyó. Paralelamente, muchos más recursos y prioridad a programas de salud para tratar el problema de las drogas.
Pero no en todos lados se dan aún pasos concretos y realistas para enfrentar este problema. Veamos el caso del Perú, país en el que la sobrepoblación penitenciaria es potencialmente explosiva, como en casi toda América Latina. El tema se trató recientemente en un interesante conversatorio de la Comisión Andina de Juristas en el que participaron jueces, fiscales, policías, académicos y representantes gubernamentales locales y de la región.
Con una capacidad de albergue para 32.000 personas en las cárceles peruanas, los cerca de 80.000 internos exceden en más de 45.000 ese límite; en ello es alta la proporción de reclusos por drogas (22%). Resultado de una política penal sobrecriminalizadora en materia de drogas ilícitas en las que la cárcel no es la última ratio sino casi la única respuesta estatal que, además, prácticamente ha eliminado los beneficios penitenciarios.
En tres aspectos se ilustra este serio problema en el que se ven afectados estándares internacionales básicos en materia de derechos fundamentales, mientras que las grandes variables en la producción y tráfico de drogas permanecen casi intactas.
En primer lugar, una carga fuerte en población penitenciaria femenina —en casi un 90% son madres de familia— y jóvenes. Cerca del 60% de las mujeres reclusas está procesada o condenada por narcotráfico. En su gran mayoría son parte de los últimos eslabones de la cadena (burriers o “mulas”) y acaban purgando largos años de reclusión mientras el gran negocio continúa campante.
La despenalización debe ser materia de mucho mayor debate pero hay caminos distintos a los inerciales de seguir llenando de gente cárceles ya explosivas y saturadas
Jóvenes: casi el 25% de los internos son menores de 29 años. Recluidos en cárceles hacinadas y en las que es alto el consumo de drogas y alcohol, poca opción hay allí para la reinserción o el tratamiento. Sólo un escaso número, 200 jóvenes, participa en un programa de resocialización para adolescentes en conflicto con la ley penal.
En segundo lugar, pese a que la legislación peruana no penaliza el consumo de drogas ni la tenencia para el autoconsumo, miles de consumidores son “intervenidos”. Más de 10.000 anualmente; cifra mucho mayor del total de personas intervenidas por tráfico de drogas.
En tercer lugar, una población penitenciaria extranjera (básicamente de Colombia, México y España) en la que es alta incidencia de delitos de drogas: el 85% está por tráfico ilícito de drogas. Con escasas —y complejas— modalidades para el cumplimiento de las penas en sus propios países o para su retorno, cumplida que sea la condena, de nada o poco impacta esto en el enfrentamiento al gran narcotráfico y contribuye innecesariamente al colapso penitenciario.
Cárceles hacinadas y alojando esencialmente a piezas marginales del delito y, en paralelo, la condición de primer exportador mundial de cocaína —alrededor de 300 toneladas métricas— e ínfimos volúmenes de incautación por el Estado es la síntesis de un drama que parece sin fin.
La sobrecriminalización tendría que ser revisada en profundidad. La despenalización debe ser materia de mucho mayor debate pero hay caminos distintos a los inerciales de seguir llenando de gente cárceles ya explosivas y saturadas. Por ejemplo, reales programas de tratamiento, sociales y de salud, para la reinserción de grupos importantes de modo que el sistema punitivo del Estado se concentre en tiburones y no en pequeñas sardinas.
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