Cristina de Borbón, la infanta exiliada
El 'caso Nóos' ha cristalizado su ruptura definitiva con la casa del Rey
En enero de 2012 el rey Juan Carlos envió a su consejero personal, Fernando Almansa, a Denver, en Estados Unidos, para una reunión crucial con los duques de Palma, que estaban esquiando en Aspen. El mensaje era claro: para atajar el escándalo del caso Nóos, o al menos alejarlo de la Familia Real, el Rey esperaba de ellos que se separaran o que la Infanta, sexta en la línea dinástica, renunciara a sus derechos de sucesión. Un corte limpio con un asunto sucio. La Infanta, según fuentes de Zarzuela, montó en cólera: “¡Yo nací Infanta y moriré Infanta!”. Los duques de Palma no hicieron ninguna de las dos cosas. Pese a las dificultades siguen juntos y ella se aferra a su privilegio dinástico como un último lazo simbólico que le une a la Casa del Rey. Desde entonces Cristina de Borbón se ha ido quedando cada vez más sola.
Se abrió una guerra de nervios, con una institución clave en juego, que llega hasta hoy. En Zarzuela empezaron a cerrarle el grifo: no era invitada a los actos y hasta dejaron de pagarle la asignación por participar en actividades institucionales. Los Urdangarin, que tuvieron que vender su palacete de Pedralbes, se vieron rodeados de enemigos: Diego Torres, exsocio del duque en el Instituto Nóos, la prensa, los funcionarios de Zarzuela y, para Cristina en particular, su propio padre. Luego se sumó a la lista su hermano, Felipe VI, cuando ante sus resistencias les retiró el título de duques por las malas, a través del BOE.
El enfrentamiento con Zarzuela se ha hecho explícito de nuevo este miércoles con la declaración como testigo del exjefe de la Casa del Rey, Alberto Aza, que desmintió una de las últimas coartadas —morales, no jurídicas— del matrimonio Urdangarin: que la monarquía sabía todo lo que hacían y, por tanto, no pensaron que hubiera nada malo. Aunque esa idea insinúa otra más insidiosa: que no hacían nada raro, es decir, nada que no fuera normal hasta entonces. Un modo de vida. Por eso el juicio Nóos tiene una doble lectura evidente de juicio a una institución.
La periodista Ana Romero, en su libro Final de partida, sobre la abdicación de Juan Carlos I, afirma que Cristina dijo un día entre lágrimas: “¡Me educaron en lo que tenía que hacer, pero nunca me dijeron lo que no debía hacer!”. La Infanta se ha sentido traicionada y abandonada como chivo expiatorio, y solo la reina emérita Sofía y su hermana Elena estarían de su parte. Ha vivido el mes que ha pasado en el banquillo como un castigo. Cuando terminó su declaración, el 3 de marzo, se acercó a saludar al tribunal antes de irse, como si hubiera concluido un pesadísimo acto benéfico que requería el sacrificio de su presencia. En este caso, con un fin muy benéfico: hacer ver que la justicia es igual para todos. Al principio parecía que lo vivía así, soportando un latazo impuesto y ahí se acabaría la cosa. Pero el implacable desarrollo del proceso ha ido minando su aguante. Al final ya no estaba tan nerviosa, sino más abatida. Como si hubiera asumido que quizá lo peor está por llegar.
De momento se cumple el guion previsto que ella se ha negado a asumir: dejar caer a Urdangarin y salvarla a ella
Su marido, con una petición de pena de 19,5 años, se arriesga seriamente a ir a la cárcel. La sentencia, que deberá aguardar otro año a la ratificación del Supremo, se espera para después del verano. No es una hipótesis descabellada ver a Urdangarin ingresando en prisión. Ella afronta una petición de ocho años como cooperadora de delito fiscal de su esposo en 2007 y 2008, y es difícil calibrar qué ocurrirá. Aunque fuera una condena menor, de dos años y que puede no implicar la prisión, sería un duro golpe.
De momento se cumple el guion previsto por la Casa del Rey que ella se ha negado a asumir: dejar caer a Urdangarin y salvarla a ella. Ha llegado al banquillo por un factor incontrolable, la peculiar asociación Manos Limpias, los únicos que la acusan, y por la decisión del tribunal de aceptar su imputación, en contra del criterio del fiscal. Y lo cierto es que, en lo que va de juicio, todos en mayor o menor medida —acusaciones, defensas, imputados, testigos— han tendido un velo protector sobre la Infanta.
El alejamiento y ruptura con Zarzuela comenzó a gestarse a partir del 7 de noviembre de 2011, cuando la Policía entró en las oficinas de Nóos y destapó el caso. El duque de Palma se enfrentó enseguida con la Casa del Rey con un comunicado en el que defendía su inocencia y que su “actuación profesional ha sido siempre correcta”. Entonces iba muy sobrado. También rechazó la ayuda legal que le ofreció Zarzuela, con prestigiosos abogados. Ya no se fiaba de que la Casa del Rey manejara la causa. Decidió asumir el control, y fue un desastre.
Urdangarin confió su defensa a un abogado que conocía de jugar al tenis, Pascual Vives. Su estrategia inicial, echar la porquería sobre su socio Diego Torres, fue un gran error que, básicamente, les ha llevado donde están. De forma incomprensible, Vives decidió oponerse al archivo de las acusaciones contra la mujer de Torres, Ana María Tejeiro, que también trabajaba en Nóos. Torres no se dejó amedrentar y tiró de la manta. Aireó los famosos correos electrónicos que dejaron la imagen de los duques por los suelos. La imputación definitiva del matrimonio Urdangarin y el alejamiento de Zarzuela les hizo cambiar de estrategia antes del juicio. Se unieron a las tesis defensivas de Torres: descargar la culpa de los desmanes de Nóos sobre el asesor fiscal, Miguel Tejeiro, que esta semana lo ha rechazado, y afirmar que la Casa del Rey sabía todo, en contra de lo que el propio Urdangarin había declarado ante el juez instructor. Ha sido el bandazo final desesperado de dos exduques extraviados.
Exiliada en su casa de Ginebra y alejada de los suyos, la Infanta pasará un verano de ansiedad a la espera de la hora de la verdad.
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