Venezuela y el 7 de agosto
Ninguno de los actores de la oposición venezolana ha saludado como cuadra a verdaderos demócratas latinoamericanos la elección libre y transparente de Gustavo Petro
Con la toma de posesión de Gustavo Petro terminará para Colombia, y mucho más que protocolarmente, la era de Álvaro Uribe. También para Venezuela.
No sé si los políticos de oposición venezolanos hayan podido llegar a alguna conclusión que oriente lo que, respecto a Colombia, puedan hacer de a...
Con la toma de posesión de Gustavo Petro terminará para Colombia, y mucho más que protocolarmente, la era de Álvaro Uribe. También para Venezuela.
No sé si los políticos de oposición venezolanos hayan podido llegar a alguna conclusión que oriente lo que, respecto a Colombia, puedan hacer de ahora en adelante. Lo dudo mucho porque el arsenal intelectual del mundo opositor de mi país es pobrísimo, y no solamente a la hora de hacerse una idea del mundo en general, sino singularmente en todo lo que tiene que ver con la Colombia actual.
Si juzgásemos solo por las irresponsables simplezas que el hecho de que Gustavo Petro haya ganado la elección presidencial suscita en los cerebros de los, llamémoslos de algún modo, líderes opositores y cabezas de opinión política en la antigua Capitanía General de Venezuela, se diría que en Colombia ha ganado la presidencia un supernumerario del Partido Socialista Unido de Venezuela. O nadie.
En realidad, esto no es de extrañar; resulta muy consistente con la proverbial ignorancia y desinterés de buena parte de la élite venezolana por todo lo que ocurra en Colombia, más allá del estupefaciente culto chavista a Bolívar y al panfleto de sobremesa sobre una comarca regida por una oligarquía de santefereños godos y narigudos que se remonta a 1830. Digámoslo todo: el descaminador panfleto sobre Colombia es una estúpida martingala patriotera venezolana muy anterior a Hugo Chávez.
Paras ser justos, tengo la impresión de que el desinterés por el vecino y la deliberada sobresimplificación de nuestra historia —de nuestras historias—, son cosa de doble vía: mutuo aborrecimiento, digo yo, en muchos casos justificado, envuelto todo en vargasviliana retórica de ocasión. Aquí calza muy bien, me parece, una digresión en elogio de una serie de televisión colombiana.
Escrita por la laureada guionista de cine y TV Juana Uribe y un equipo de escritores integrado por Ricardo Aponte, María Clara Tores y Leonor Sardi, Bolívar fue producida para Caracol TV y Netflix en 2019, el año bicentenario de la batalla de Boyacá.
La propiedad con que esta serie se ciñe a lo documentadamente histórico y la astucia con que el guion se fuga a cada tanto de esta contención para sacar provecho a los mitologemas fundadores, ¡ y todo en bien del género!, como es el deber de un soberbio producto de entretemiento, sin endilgarnos ni una sola monserga patriotera, está entre lo mejor que me han deparado mis años en Colombia. La pazguatada bolivarianista venezolana, sin embargo, no tiene parangón.
Cultivada mayoritariamente por nuestros militares y sus palafreneros, como Maduro, la zafiedad del atroz Hugo Chávez llegó a asimilar a Álvaro Uribe como un miembro de los círculos santandereanos, autor intelectual del atentado de septiembre de 1828.
Algo semejante, aunque en un orden más inmediato, encuentro en la desaprensión de la élite opositora venezolana por el histórico hecho político que entraña el ascenso de Gustavo Petro a la primera magistratura de Colombia. Lo despachan todo, muy rapidito, como resultado de las maquinaciones del inefable Foro de São Paulo, consecuencia de la criminosa antipolítica y de las trápalas de la mercadotecnia electoral.
Pese a ello, ninguna actitud negacionista –como se dice ahora—podrá abolir el hecho de que, en cosa de semanas, Venezuela, con Maduro y Guaidó y todo el mundo a bordo, estará rodeada por países cuyos gobiernos son, y lo serán por un buen tiempo, declaradamente de izquierdas.
Lo cual dejará a los líderes de la oposición de Venezuela identificada con todo lo que cohonestaron durante los años de Iván Duque: utilización maliciosa de la idea de ayuda humanitaria, conspiración con los peores elementos del régimen madurista en procura de un pronunciamiento militar del tipo Guatemala 1954 y, last but not least, representarse a sí mismos como la única legítima interfaz que puede obrar entre los venezolanos que mueren de mengua y los galácticos poderes de Washington que quitan y ponen sanciones económicas.
La presidencia de Petro surge de una elección libre, transparente y aceptada por todos, tal como la pide desde hace años la oposición venezolana. Ninguno de sus factores, sin embargo, la ha saludado como cuadra a verdaderos demócratas latinoamericanos. Ni un gesto, ni una palabrita. Y luego dicen no entender por qué los asocian con lo peorcito del vecindario.
Aún hay tiempo hasta el 7 de agosto.
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