San Felipe, el barrio bogotano que desafía a la especulación inmobiliaria
Publicitado desde principios del milenio por inversionistas como el futuro distrito del arte en la capital, el proceso de mutación urbana ha resultado incompleto. Hoy conviven antiguos residentes con restaurantes y galerías alternativas
El magnetismo de inversores y amantes del arte no ha logrado transformar, en dos décadas, el espíritu popular, y por momentos caótico, del barrio San Felipe, al oriente de Bogotá. Basta con caminar por sus calles para certificar que los escombros de los talleres, y los puestos ambulantes de tinto y empanadas aún se disputan la primacía en los andenes. Publicitado desde principios del milenio como el futuro distrito del arte de la cap...
El magnetismo de inversores y amantes del arte no ha logrado transformar, en dos décadas, el espíritu popular, y por momentos caótico, del barrio San Felipe, al oriente de Bogotá. Basta con caminar por sus calles para certificar que los escombros de los talleres, y los puestos ambulantes de tinto y empanadas aún se disputan la primacía en los andenes. Publicitado desde principios del milenio como el futuro distrito del arte de la capital, el proceso de transformación urbana de este antiguo vecindario de clase media baja ha desafiado las leyes de la finca raíz. Hoy el puñado de galerías de arte que fueron aterrizando con la perspectiva de convertirlo en un nuevo núcleo hipster, y el lugar de moda para invertir, siguen siendo marginales.
Un 30% de San Felipe está habitado por antiguos vecinos y unos pocos artistas que han adecuado espacios industriales para instalar sus estudios. En sus calles se suceden una veintena de galerías de arte desperdigadas entre talleres mecánicos, ferreterías u oficinas de agencias de seguridad privada. Para expertos en urbanismo como William García, catedrático de la Universidad Javeriana, a falta de mayores estudios académicos sobre el tema, se podría hablar de una “feliz utopía”. Explica que en San Felipe conviven, por lo pronto, dos mundos sin conflicto. O sin las cicatrices de otros procesos de transformación urbana en los que antiguos vecinos son desplazados de sus viviendas por nuevos compradores con mayor capacidad adquisitiva y mejor información sobre los movimientos de la finca raíz.
Para definir este proceso se suele apelar al concepto de gentrificación, un anglicismo que deriva de gentry (burgués, en inglés). En español podría utilizarse “elitización” y como referencia en Colombia se suele citar el caso del viejo barrio obrero de Getsemaní, en el centro histórico de Cartagena de Indias. Luis Alberto Quimbayo, un joven estudiante de física de 18 años, cuenta que creció y vive con su mamá en San Felipe. Recuerda cuando un trayecto de la calle 72, adyacente a su casa, aún no estaba siquiera pavimentado: “parecía un pueblito”, reflexiona.
Luis Alberto, que lleva un sombrero de pescador y pantalones cargo, explica frente a una tienda esquinera que el dinero con el que compraba antes de la pandemia cinco paquetes de doritos, ahora le alcanza solo para llevar una unidad de esas papas fritas en forma triangular: “Encontrar un arriendo es muy caro”. A pesar de que la llegada de las galerías le dio un “ambiente más recreativo” a San Felipe, apunta, ahora percibe “más inseguridad”. Casi como en los peores años del barrio, por allá en los 90, cuando muchos jóvenes emigraron hacia otras zonas de la capital y el ambiente se tornó desértico. En las noches solo se escuchaba el sonido hosco de la cercana avenida Caracas y no resultaba aconsejable transitar por sus parques y callejones oscuros.
Precisamente la avenida Caracas, una suerte de muralla imaginaria, compleja, asediada por ladrones y agrupaciones de mariachis desaliñados que se apostan en las noches para ofrecer sus servicios, es uno de los factores que los expertos esgrimen para explicar la truncada reformulación urbana del barrio. Se trata de una avenida que fractura el flujo entre el exclusivo distrito de Chapinero, recostado contra los cerros orientales, y el más populoso Barrios Unidos, donde se encuentra San Felipe. La avenida ahora está presa del caos por cuenta de la construcción de la primera línea del metro de Bogotá. Por eso, quizás, los promotores inmobiliarios nunca se fijaron en el barrio de casas bajas, de fachadas discretas, y una que otra estructura a medio hacer.
Quienes sí aprovecharon las ventajas de ese entorno, muy cercano al centro financiero de la ciudad, y los bajos costos del metro cuadrado fueron los orfebres, artesanos y mecánicos que fueron adquiriendo inmuebles hace unas décadas. Su aterrizaje, de hecho, supuso una primera metamorfosis en el paisaje. Del viejo arrabal edificado a mediados de los años 30 para familias de renta baja, inmigrantes obreros y campesinos en su mayoría, se pasó gradualmente a un entorno de uso comercial en la frontera de los años 80 y 90 del siglo pasado.
Edgar Correal, pintor y grabador, ha vivido durante más de 60 años en San Felipe. Sostiene que en algún rincón del barrio llegó a vivir el poeta Eduardo Carranza (1913-1985) y que desde 2002, tras un cambio en las normas de uso del suelo, se dio una fractura al ser degradado de ser estrato 4 a 3: “Comenzaron a llegar las residencias de las niñas de la noche, muy cuidadosamente, muy en silencio, porque este barrio está entre cuatro grandes avenidas y a solo un paso de los sectores más exclusivos de la ciudad”.
Para la doctora en sociología uruguaya María José Álvarez-Rivadulla, académica de la Universidad de los Andes, se trata de una confluencia de factores con rasgos muy latinoamericanos: “Yo he estudiado un caso similar en el centro de Montevideo y se repite el patrón de procesos inconclusos. Ves los proyectos de capital transnacional, escuchas la promesa de lo que va a suceder en la zona, pero al final acaba en una versión parcial, donde los residentes no son desplazados del todo y en últimas hay menos segregación”. Y es que el impacto que produce la llegada de nuevos residentes más adinerados es uno de los problemas que más inquieta a los estudiosos de estos asuntos. La teoría dice que se rompe con el equilibrio sociocultural del entorno, encarece el precio de los comercios y expulsa de forma corrosiva a las comunidades locales.
Hernán Gómez, nacido en el norteño departamento de Santander, tiene 68 años y desde hace 24 administra un restaurante de comida típica de su región. Mientras despacha en cada mesa los platos que salen de una cocina cavernosa, cuenta que la llegada de las galerías lo tiene sin cuidado, salvo por “la valorización de las casas”. Si bien para 2017 el valor del metro cuadrado se había disparado un 288% en tan solo una década, hoy los precios se han enfriado debido a la atemperada situación de la venta de inmuebles que se ha desplomado en todo el país tras la pandemia. Gómez celebra que la Secretaría de Movilidad haya mejorado la circulación en algunas cuadras y que ahora haya mejor señalización.
Se refiere, quizás, al sector oriental del barrio. En concreto al tramo que comprende la calle 22, entre las carreras 74 y 75A, donde unas líneas ondulantes de colores van guiando al visitante entre grandes materas y terrazas con restaurantes que reflejan un tejido comercial nuevo y más joven. Se trata, además, del epicentro donde, dos noches al mes, se celebra el San Felipe Open, un festival del arte y la creatividad donde una ciudad que vive a menudo de puertas para adentro puede adueñarse de la calle: “Abrir el barrio al espacio público es una iniciativa muy interesante. Ya no se está pensando solo en términos del espacio privado de las galerías. Hay un cambio, con un enfoque comercial, pero ya de puertas para afuera”, argumenta William García.
El antropólogo Federico Pérez, doctor por la Universidad de Harvard, recuerda en todo caso que el proceso de San Felipe echó a andar espoleado por el interés de un grupo de marchantes de arte e inversores privados que en 2005 tenía en mente convertir el vecindario en una suerte de Williamsburg, en Brooklyn. “Si pensamos en un proceso de gentrificación en sentido amplio, una condición es que las comunidades nuevas lleguen a vivir de manera permanente. Yo no veo esa característica en el caso de San Felipe”. Alirio Fernández, vecino y presidente de la junta de acción comunal desde hace una década refuerza ese mensaje: “Hemos bregado harto, a través de convocatorias, para que los galeristas jóvenes participen en las asambleas y reuniones del barrio. Pero a ellos no les interesa”. ¿Cuál es la razón? “Algunos trabajan solo por temporadas. Son como muy nómadas, como estilo golondrinas. Vienen una temporada y luego desaparecen”, remata.
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