La impotencia del hermano de Javier Ordóñez: “De nada nos sirve una condena de 40 años si no hay condenado”
En la primera entrevista que concede a un medio de comunicación, Alejandro Ordóñez cuenta cómo su familia ha vivido la pérdida de Javier, quien fue asesinado por dos patrulleros y se convirtió en uno de los casos de violencia policial más emblemáticos de Colombia
Esta Navidad tuvo un sabor agridulce para la familia Ordóñez. Por un lado, su lugar vacío en la mesa. Por el otro, una pequeña sensación de justicia: el expatrullero Harby Damián Rodríguez fue sentenciado a 40 años de prisión por el asesinato y la tortura de Javier Ordóñez, cuya muerte desencadenó la oleada de protestas más violenta de la que Bogotá tenga registro en su historia reciente. Y, por último, la fuga. Al momento de ser proferido el fallo, este 12 ...
Esta Navidad tuvo un sabor agridulce para la familia Ordóñez. Por un lado, su lugar vacío en la mesa. Por el otro, una pequeña sensación de justicia: el expatrullero Harby Damián Rodríguez fue sentenciado a 40 años de prisión por el asesinato y la tortura de Javier Ordóñez, cuya muerte desencadenó la oleada de protestas más violenta de la que Bogotá tenga registro en su historia reciente. Y, por último, la fuga. Al momento de ser proferido el fallo, este 12 de diciembre, las autoridades llevaban meses sin conocer el paradero del expolicía.
“Esto es circense”, dice su hermano, Alejandro, desde un café en el norte de Bogotá, una ciudad que está aprendiendo a reconocer, en la que no vive desde 2009. Perdido por momentos entre sus calles, y en la jerga del sistema judicial, ya que ese no es su rubro —él es médico—, trata de entender la lógica de emitir una sentencia cuando el condenado se ha ido. “Hace como tres meses se voló —calcula—, porque de tanta dilación que hubo, le dieron el beneficio de casa por cárcel, por vencimiento de términos. Eso era obvio. Yo le decía a la jueza: ‘Venga, no lo deje salir’. No le pusieron ni brazalete electrónico, ni restricciones para irse del país, nada”.
Rodríguez quería evitar compartir el destino de Juan Camilo Lloreda, el otro expatrullero responsable de la muerte de Javier, quien aceptó su culpa, negoció con la Fiscalía y fue condenado a 20 años de prisión. Inicialmente, Harby Damián también había aceptado el acuerdo, pero se retractó. En las largas audiencias, virtuales y por momentos inentendibles, ninguno de los dos se disculpó con la familia, y Alejandro dice que tampoco alcanzó a percibir en sus rostros, cubiertos por tapabocas, una mirada de arrepentimiento.
La condena se dilató pese a la contundencia de una prueba: un video que se hizo viral mostraba cómo, durante casi dos minutos y 20 segundos, Rodríguez y Lloreda sometieron a Javier y le hicieron ocho descargas eléctricas con una pistola ‘taser’. Desde el suelo, él les rogaba que pararan: “Por favor, por favor”. Los policías que llegaron después, en vez de ayudar a Javier, respaldaron a sus colegas, lo subieron a una patrulla junto con otro amigo y lo llevaron al CAI (Comando de Acción Inmediata) del barrio Villa Luz, al occidente de Bogotá. Estaba retenido por haber salido a la calle a comprar alcohol en medio de las restricciones impuestas por la pandemia.
Javier entró al CAI con vida. Allí, narra Alejandro, los policías “se le subían encima y lo pisoteaban. Es inhumano. Tras todas las descargas eléctricas, lo botan como un perro. Cuando está en el piso, esposado, totalmente contenido, con las manos atrás, en posición fetal, para ellos fue… Los hizo sentir mucho mejor subirse y saltarle encima”. Más de una hora después, una patrulla lo llevó a la Clínica Santa María del Lago, luego de que otro amigo entrara al CAI a la fuerza y alertara a los patrulleros de que Javier estaba demasiado pálido, demasiado frío. Ingresó a la clínica sin signos vitales. Tenía nueve facturas en la cabeza y uno de sus riñones había explotado. Siete uniformados habían participado en su muerte.
Para la familia, el video ha sido un arma de doble filo. Constituye una prueba difícil de refutar en un juzgado, pero también es una evidencia dolorosa, pública, de la agonía de un ser querido. Los hijos de Javier, hoy de 17 y 13 años, “vieron todo, me imagino, porque son curiosos”. Mientras que, hasta el día de hoy, Alejandro ha evitado que su madre sepa de su existencia. Ella no es muy dada a las nuevas tecnologías, y él procura no causarle más daño. “Mi mamá, después de tres años, hasta ahora está como medio aceptando [la muerte de Javier]. Ella no sabe cómo murió realmente. Sabe que le dieron una paliza, pero no sabe lo del taser. No sabe…”. Y las imágenes le dejan otra inquietud: por qué quiénes lo rodeaban y grababan no se lanzaron a protegerlo.
Javier fue asesinado en la noche del 8 de septiembre de 2020. Su madre regresó a Colombia días después, en el primer vuelo humanitario que hubo desde España, donde vivía. Era la época de las restricciones aéreas. Aunque su hijo ya había muerto, solo le dijeron que estaba grave, para irla preparando. Alejandro lo sabe: “El amor de la vida de mi mamá era Javier”. Ella empezó a sospechar por los murmullos de las azafatas, por la atención excesiva durante el vuelo. Lo confirmó al llegar a tierra. “Cuando llegó, la montaron en una silla de ruedas, y el de la silla de ruedas le dice: ‘Ah, ¿usted es la mamá del que mataron?’. Mi mamá: ‘No, no lo han matado’. ‘Sí, lo mataron”.
El caso de Javier dio la vuelta al mundo; se asemejaba a la muerte de George Floyd, en Estados Unidos; y en Colombia recordaba la muerte de Dilan Cruz. A Javier se le conoció como el asesinato del “estudiante de Derecho”, aunque Alejandro aclara que su hermano era ingeniero aeronáutico. El Derecho era su segunda carrera, y solo le faltaba presentar un examen de inglés para recibir el título, que fue entregado a su familia como homenaje póstumo. También se dijo que era taxista. Sí tenía un taxi, pero era una inversión; él no lo manejaba. Y no tenía 41 años, ni 45, como quedó consignado en algunas noticias. Tenía 43.
Lo que Alejandro sí puede asegurar es que Javier era inteligente y “tremendamente divertido”. Odiaba los abusos, la corrupción, la injusticia, según lo evidencian sus publicaciones en redes sociales, algunas de ellas aún disponibles. Era también impulsivo y siempre defendía su punto de vista. En ese sentido, Alejandro no descarta que los policías ya lo conocieran, le hubieran llamado la atención anteriormente o lo tuvieran en la mira. Pero “más de unos tragos el fin de semana, no pasaba. Eso lo hacemos todos”. Decir cualquier otra cosa, para él, “es justificar lo injustificable”.
La gota que derramó el vaso
Alejandro se hace consciente de la muerte de su único hermano cada vez que aterriza en el aeropuerto El Dorado. Javier siempre lo recibía. “Éramos los dos”, dice. Tanto él, que regresó desde Argentina, como su madre, aún están asimilando la realidad. Hace poco ella fue invitada a una relatoría de víctimas. Rodeada de algunos familiares de las otras 13 personas que murieron a manos de la Policía en las noches de desmanes que siguieron al asesinato de su hijo, se dio cuenta del impacto que tuvo su muerte. “Él fue la gota que derramó el vaso”, concluye su hermano.
La muerte de Javier reavivó la tensión entre la sociedad civil y la Policía que se venía gestando desde el estallido social de 2019. En las noches del 9 y 10 de septiembre, en Bogotá reinó la furia y el caos: decenas de estaciones y patrullas fueron apedreadas, pintadas e incendiadas, mientras la población se enfrentaba cuerpo a cuerpo con los policías, solo que sin cascos ni escudos. La jornada fue bautizada como el 9-S. Una posterior investigación de la ONU calificó los hechos como una “masacre policial”, aunque también estableció que en las protestas 216 policías resultaron heridos, muchos de ellos con quemaduras.
Lo más irónico, dice Alejandro, es que “yo vengo de familia de policías. Mis tíos, mi abuelo, son policías. Imagínate lo que significó [para ellos también], porque ellos son así, de los derechitos [correctos], y ver esto… Ya son pensionados, ya nada que ver, sino que aman mucho la institución”. Ahora la pregunta que ronda su cabeza es la misma que ha marcado otros episodios de la historia de Colombia: ¿Quién dio la orden? “Quién dio la bendita orden de que atacaran a la ciudadanía. Este es el momento en que nadie sabe. Nadie sabe quién dijo: atáquenlos, mátenlos, dispárenles”.
El informe de la ONU concluye que la pregunta debe plantearse de manera inversa: ¿Quién no dio la orden? La investigación determinó que la masacre ocurrió debido a la “ausencia de una orden política y operativa de no utilizar las armas de fuego en contra de los manifestantes”. Es decir, faltó un mayor liderazgo del Gobierno para evitar que esto ocurriera. La alcaldesa de Bogotá, Claudia López, se refirió a este informe, encargado por ella misma para aclarar lo sucedido, como “doloroso hasta el alma”. El entonces presidente, Iván Duque, por su parte, salió una semana después vestido de policía y visitó algunas de las estaciones quemadas.
“Si tú me preguntas en qué concepto tengo en este momento a los policías, les doy menos mil”, asegura Alejandro. “Yo no digo que el 100% sean malos, obvio que no, pero les falta mucha capacitación en derechos humanos, mejores salarios”. Y revisar fallas sistémicas: cuando asesinaron a Javier, Lloreda y Rodríguez estaban siendo investigados por un caso de abuso policial que casi acaba con la vida de otro ciudadano; y seguían patrullando. Por eso, mientras Harby Damián Rodríguez no sea capturado, para Alejandro las 71 páginas de la sentencia no son más que letras vacías.
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