La belleza de una vida sencilla
Esa tendencia creciente y expansiva a llenar los días de experiencias múltiples tiene sus límites en el cuerpo y en la mente. Funciona como una adicción que exige cada vez más y nos aleja de las pequeñas y maravillosas rutinas
¿Una vida enriquecida es la que nos ofrece múltiples experiencias? ¿Para qué vivir una vida aburrida si podemos llenarla de vivencias y emociones? Hoy parece un problema vivir una vida sencilla, rutinaria, cuando el mundo nos propone vivir a la luz de las nuevas tendencias y sintonizarnos con la emoción del entorno. Meditemos sobre esta necesidad de vivir de manera extraordinaria, en una dimensión personal que es, sobre todo, ...
¿Una vida enriquecida es la que nos ofrece múltiples experiencias? ¿Para qué vivir una vida aburrida si podemos llenarla de vivencias y emociones? Hoy parece un problema vivir una vida sencilla, rutinaria, cuando el mundo nos propone vivir a la luz de las nuevas tendencias y sintonizarnos con la emoción del entorno. Meditemos sobre esta necesidad de vivir de manera extraordinaria, en una dimensión personal que es, sobre todo, cotidiana y rutinaria; y sobre la presión social que experimentamos cuando sentimos que nuestra vida no es lo suficientemente entretenida.
La sociedad del espectáculo parece tener fronteras cada vez más borrosas frente a la realidad. De alguna manera, cada uno de nosotros se siente protagonista de una gran historia, y cuando la vida, tal como es, no nos parece tan novedosa, podemos hackearla mediante la generación de contenidos en nuestras redes sociales que, de manera artificial, hacen que luzca extraordinaria. La nueva premisa es mejor aparentar que disfrutar: qué más da si no estuvo bien, mientras luzca como si lo hubiera estado.
Esto suena agotador y, de hecho, lo es. Es una trampa de adrenalina y cortisol, que nos exige un estado de alerta continua, para la que nunca es suficiente una experiencia. Si viajamos, que sean muchos lugares, entre más, más registros, más historias; si celebramos, que sea memorable, y que la fiesta ya no sea de un día -no es suficiente-, debe ser de varios. Estamos en un espiral de más es mejor, parece la lucha de la humanidad contra el tiempo. No nos alcanza la vida para todo lo que hay por hacer.
En su Biografía del silencio, Pablo d’ Ors es contundente: “(…) conviene dejar de tener experiencias, sean del género que sean, y limitarse a vivir: dejar que la vida se exprese tal cual es, y no llenarla con los artificios de nuestros viajes o lecturas, relaciones o pasiones, espectáculos, entretenimientos, búsquedas… Todas nuestras experiencias suelen competir con la vida y logran, casi siempre, desplazarla e incluso anularla. La verdadera vida está detrás de lo que nosotros llamamos vida”.
Esa tendencia creciente y expansiva a llenar los días de experiencias múltiples, tiene sus límites en el cuerpo y en la mente. Nos cobra en nuestro bienestar de manera contradictoria porque disminuye los niveles de satisfacción y nos somete a una tensión continua. Funciona como una adicción que exige cada vez más y mejores experiencias para conservar los niveles de agrado y complacencia. Normalizar lo extraordinario y quitarle valor a la rutina rompe nuestra relación con lo cotidiano, que es parte esencial de la vida, le quita mérito y deleite a los pequeños actos vitales, porque los humanos somos seres de pequeñas y maravillosas rutinas que exigen consciencia.
En la película Días perfectos, del alemán Wim Wenders, los días de Hirayama, su protagonista, transcurren en la rutina de la vida sencilla de un hombre que se dedica a lavar baños públicos en Japón. Un personaje analógico, que escucha música en cassettes, en su vieja van, y que repite diariamente sus rutinas de la manera más tediosa posible ante la mirada de todos. Lo que sorprende del personaje es su mirada consciente, sencilla y dulce de la vida. Para muchos, una vida muy lejana de tener días perfectos. Pero ¿qué son los días perfectos?
Tal vez la pregunta de fondo sea esa, a qué llamamos una vida plena. La belleza, con la que nos sorprende Wenders, en estos tiempos de vidas extremas y arrolladoras, es la narración de lo sutil, de lo invisible a los ojos, el poder de la vida meditada, de la vida sencilla vivida con nutrición; y con esto nos invita a cuestionarnos sobre la saturación de lo extraordinario como promesa para una buena vida. Podríamos pensar que lo importante es, al final, la consciencia con la que vivimos la vida, esa que a veces se hace excepcional y que la mayoría del tiempo es una sumatoria de pequeñas rutinas que configuran la magia de la existencia.
La belleza de la vida sencilla es la búsqueda de una poética que cultive el día a día, que le dé valor a la rutina, a los ritmos naturales: despertar, estudiar, trabajar, el encuentro con los amigos, el descanso; que le abra paso a una mirada compasiva con nosotros mismos -porque cada vida es única-, y que también se pueda sorprender con lo extraordinario cuando ocurra, porque no se trata de una búsqueda desesperada sino de un encuentro asombroso.
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