La segunda vida de los caballos esclavos de Bogotá

En 2013, el entonces alcalde Gustavo Petro, sacó de la calles de la capital a más 4.000 equinos que se dedicaban a arrastrar carretas cargadas de toneladas de desechos. Una década después, viven en las fincas de la región

Paloma, yegua adoptada, y Sorpresa, en la finca El Imperio, en Chocontá (Cundinamarca).ANDRÉS GALEANO

Cronos, Paloma y Dolce salieron de Bogotá hace más de una década, pero Bogotá nunca ha salido de ellos. Son caballos con un carácter particular. Son serenos, mentalmente fuertes, lo aguantan todo. Como lo dirían en Colombia: tienen calle. Viven en una finca de 79 hectáreas, El Imperio, del municipio de Chocontá (Cundinamarca), a hora y media de la capital colombiana. La vista espectacular al embalse El Sisga, los páramos a lo lejos y las montañas cubiertas de eu...

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Cronos, Paloma y Dolce salieron de Bogotá hace más de una década, pero Bogotá nunca ha salido de ellos. Son caballos con un carácter particular. Son serenos, mentalmente fuertes, lo aguantan todo. Como lo dirían en Colombia: tienen calle. Viven en una finca de 79 hectáreas, El Imperio, del municipio de Chocontá (Cundinamarca), a hora y media de la capital colombiana. La vista espectacular al embalse El Sisga, los páramos a lo lejos y las montañas cubiertas de eucaliptos y acacias son un lugar ideal para cualquier animal. El dueño de El Imperio, Santiago Páez, cuenta que desde que adoptó a los tres, 11 años atrás, siempre han sido diferentes a sus otros caballos. Tiene sentido.

Dolce, Paloma y Cronos son parte de los más de 4.000 equinos que el actual presidente de la República, Gustavo Petro, ayudó a sacar de las calles de Bogotá como alcalde de la urbe. Eran caballos que trabajaban con los recicladores informales de la ciudad: jalaban carretas conocidas como zorras, repletas de plástico, madera y todas las formas imaginables de chatarra. Los caballos zorreros, como se les decía, podían llegar a arrastrar más de una tonelada de desechos. Causaban atascos, llenaban las vías de heces, sufrían maltrato. No solo protagonizaban escenas medievales; eran un problema de salud pública y animal.

Santiago Páez acaricia a Cronos, caballo adoptado, en la finca El Imperio.ANDRÉS GALEANO

Todo eso cambió cuando la Administración Petro dijo no más. Prohibió en 2013 el uso de tracción animal e implementó un programa de sustitución en el que participaron 2.890 recicladores, según datos de la Secretaría de Movilidad. Esos zorreros fueron obligados a entregar a sus animales. Muchos recibieron a cambio vehículos para trabajar, incluso eléctricos. Otros no pudieron terminar el trámite y no recibieron nada. La recolección de desechos reciclables pasó a hacerse con motores a combustión, baterías eléctricas y fuerza humana. Marcó un antes y un después para Bogotá, para los zorreros y, por supuesto, para los caballos.

Así fue como Cronos, Paloma y Dolce terminaron en El Imperio. Mientras camina por su finca, Páez, de 31 años, recuerda que su padre se ocupó del trámite para la adopción. Tuvo que demostrar que tenían un predio amplio, que podían cuidar de ellos. Los recogió en la privada Universidad de Ciencias Aplicadas y Ambientales (UDCA), una de las dos universidades que, junto con la pública Universidad Nacional, se encargaron de recibir a los equinos.

Mari Luz Torres, quién lleva 25 años trabajando como recicladora en Bogotá, arrastra su 'zorra' hasta 40 km en un día.ANDRÉS GALEANO

La vida en El Imperio

El hombre sube a pie una cuesta y llama a los caballos. Enseguida bajan corriendo unos 20, además de una burra llamada Shakira. “Los tres son más tranquilos que los otros caballos que tenemos. Un caballo suele asustarse mucho, estos no. Se nota que han vivido cosas”, afirma. Eso ayuda, según Páez, en las excursiones a caballo que hacen los turistas en la finca. Los tres caballos zorreros están acostumbrados a ser montados. Son buenos trabajadores.

Recuerda que llegaron a la finca llenos de parásitos, con llagas y heridas. El más pequeño, en edad y estatura, es Dolce, con 14 años. Es blanco, flaco y de crin oscura. Tiene unas marcas marrones en la espalda que Páez explica que muestran que le pusieron mal el arnés con el que jalaba la zorra. “Se crió en muy malas condiciones, no ha cogido cuerpo”, dice. Pese a su tamaño, Dolce manda en la caballada. “Es pequeño, pero hijuemadre sí es jodido”, apunta el dueño. Si quiere tomar agua se mete entre los demás y toma. Si quiere estar en paz, lo deja saber. “No se deja de nada”, asegura.

Paloma es la única yegua de los tres. Blanca, es mucho más alta y musculosa que Dolce. Tiene unos 17 años y una cicatriz en la frente que es casi igual a la de un famoso mago inglés. “Cuando vienen los turistas, le digo Paloma Potter”, dice Páez con una risita. Paloma descansa al lado de Sorpresa, su mejor amiga. Su crin y su cola ondean en el viento. De repente Sorpresa se aleja al galope y Paloma la sigue. “Ellas siempre mantienen juntas. No sé si Paloma es racista”, bromea el dueño.

A lo lejos, Paloma y Cronos, caballos adoptados por Páez.ANDRÉS GALEANO

Un retiro en el campo

A unos pocos metros está Cronos, el más tranquilo, tomando agua de un chorrito. Marrón, una raya blanca le parte la cabeza, las patas tienen el mismo color y una mancha le aclara la espalda. Páez dice que probablemente se debe a que sufrió maltrato. Un caballo puede vivir unos 25 a 30 años, y este es un señor mayor, de unos 22: “Seguramente se ha metido en barrios de Bogotá que ni te imaginas”.

El dueño cuenta que cuando llegó mordía mucho, y fuerte. Pero con el tiempo se tranquilizó tanto que terminó cargando a los niños que llegaban de excursión. Ahora, después de vivir la mitad de su vida en el campo, Cronos no carga a nadie. Se ha retirado entre las verdes montañas. “Es fuerte, podría seguir trabajando. Pero ya se merece un descanso”, dice Páez. En unos años Paloma y Dolce podrán disfrutar de ese privilegio también.

***

María Cantor y su hija Sandra Milena Cantor, Conchita y Mile, llegan con un cuadro cargado de nostalgia. Muestra una carretera bordeada de cerros a un lado y de un lago al otro. En el fondo están Jesucristo y un hermano de Mile “que está en el cielo”. Los dos vigilan la escena. Más adelante aparecen dos caballos y una camioneta, la que recibieron a cambio de sus dos equinos. En una esquina, un texto: “Recuerdo de mis fieles amigos Rosilla y Arrapán que dejaron una huella grande en mi corazón, los quiero mucho”. Está firmado el 20 junio de 2013, el día que entregaron a sus caballos.

María Cantor y Sandra Milena Cantor sostienen el cuadro de recuerdo de sus caballos, en Bogotá, el 8 de marzo de 2024. ANDRÉS GALEANO

Las Cantor son recicladoras, nunca han conocido otro oficio. Conchita tiene 67 años y sigue trabajando. Con Mile, de 46. Tres días por semana salen de Bosa, una zona empobrecida en el suroccidente de Bogotá, y recorren la ciudad en la camioneta que recibieron de la Alcaldía, recolectando desechos reciclables. Luego venden lo que hayan recogido en una bodega. Dicen que ganan unos 350.000 pesos por día de trabajo (alrededor de 91 dólares), y enfatizan que lo dividen entre los seis miembros de la familia. Eso quiere decir que cada uno se queda con 58.000 pesos; unos 15 dólares.

No son pobres, en sentido técnico: cada uno suma 700.000 pesos al mes, cuando las autoridades estadísticas colombianas fijaron la línea de pobreza de 2022, la más reciente, en 396.894 pesos per cápita. Aseguran que no ganan más dinero que cuando trabajaban con los caballos, pero que sí han mejorado mucho sus condiciones de trabajo gracias al vehículo. “Ya no nos mojamos. No nos asoleamos. Tenemos dignidad”, afirman. Si pudieran hablar, Cronos, Paloma y Dolce seguramente dirían lo mismo.

Crecer entre caballos

Mile creció en “una finquita” en Bosa, en la orilla del río, cuando la zona todavía no se había urbanizado. Allí, cuenta, ella y sus cinco hermanos se criaron entre los caballos. Muestra fotos del siglo pasado mientras enumera una docena de caballos que tuvo a lo largo de su vida. “Bertico, Mocho, Princesa, Furia, Caterín…Uy, ¡que hermosura!”, exclama: sus ojos se llenan de alegría. Los equinos vivían en corrales en la finca de los Cantor, donde los entrenaban y Mile los consentía. “Eran parte de la familia. Nos daban de comer”, recuerda.

Fotografía de uno de los equinos que pertenecieron a María Cantor y su hija Sandra.ANDRÉS GALEANO

No todos los zorreros tenían una relación tan íntima con sus animales. Para muchos solo eran una herramienta de trabajo, que maltrataban incluso en la calle, frente a los transeúntes. Otros, como Sandra Vargas, que también entregó a un caballo en 2013, les cogían cariño pero no los veían como parte de la familia. “Una se encariñaba, pero también era peligroso porque se ponían bravos. Tocaba tener cuidado para que no nos pegaran”, dice, e imita un caballo coceando.

Los días de trabajo eran muy diferentes en esa época, relatan las Cantor. Salían de Bosa a las 4 de la mañana con su zorra, sus herramientas de trabajo y comida para las bestias, como zanahoria y panela. Hacían un recorrido similar al actual, pero mucho más lento y laborioso: trabajaban hasta las 3 o 4 de la tarde. Si un caballo se enfermaba o se cansaba, la jornada se alargaba todavía más.

En 2010 se enteraron de que todo iba a cambiar. Andrés Uriel Gallego, ministro de Transporte del entonces presidente, Álvaro Uribe, expidió un decreto que establecía las medidas para sustituir en todo el país los vehículos de tracción animal. Anunció, además, que las alcaldías quedaban encargadas de llevar esas palabras a la realidad. Conchita y Mile no lo podían creer.

Paloma, yegua adoptada, y otros caballos en la finca El Imperio.ANDRÉS GALEANO

La despedida

Dos años más tarde, con Petro como alcalde, los Cantor empezaron a asistir a reuniones de la Secretaría de Movilidad. También comenzaron a aprender a conducir la camioneta que recibirían ―Mile nunca lo ha hecho: “Soy muy nerviosa, no me gusta manejar”―. Hicieron el papeleo que reflejan las actas de entrega de Rosilla y Arrapán, que todavía conservan. Y, de repente, había llegado el día. Lo recuerdan como si fuera ayer.

“Yo no dormí esa noche”, rememora Conchita. “Salimos a las 2 de la mañana. Era como una caravana”. En la oscuridad de la madrugada, las Cantor y centenares de recicladores más desfilaron por las calles de Bogotá. Escoltados por la policía de tránsito y la Secretaría de Movilidad, viajaron unos 35 kilómetros hasta la UDCA, en el borde norte de la ciudad. Allí, se prepararon para la entrega. “Mi mamita lloraba mucho. Hasta los hombres lloraban”, dice Mile. Entonces, cuenta, un señor les dijo una frase que quedó pegada en su memoria para siempre: “Despídanse, porque nunca los van a volver a ver”. Y así fue.

Familiares de las Cantor con algunos de los caballos que les pertenecieron.ANDRÉS GALEANO

Más de una década después, madre e hija concuerdan en que el Gobierno hizo bien: “Siempre los tratamos con cariño, pero es cierto que había mucho maltrato. Fue lo mejor que pudieron haber hecho”. Sin embargo, todavía los piensan mucho. “En la casa tengo hartas [muchas] fotos de ellos”, dice Mile. Media hora más tarde, confiesa que a veces sueña con volver a los viejos tiempos. “Si me pusieran a manejar una zorrita con unos caballitos, lo haría enamorada de la vida”, suelta con una sonrisa coqueta. Quizás algún día visite El Imperio y tenga esa oportunidad de nuevo.

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