Retrato de un feminicida: tres psicólogos examinan la mente del asesino
Los especialistas señalan la importancia de aprender de sus conductas: “El feminicida no nace, se hace. No podemos hablar de prevención sin escucharlos”
Aunque pueda generar resistencias, varios psicólogos creen que es necesario comprender mejor la mente del feminicida: allí puede haber una enorme fuente de información, no aprovechada, para frenar la violencia contra las mujeres. No hay estudios suficientes sobre el tema, consideran, por el rechazo de una sociedad que sólo exige condenas más altas contra los asesinos, o por falta de recursos. Francis Royett, psicólogo de Manes a la Obra, un colectivo para trabajar otras masculinidades, entiende que esta es una materia delicada, pero no tiene dudas de que debemos superar esas resistencias: “El feminicida no nace, se hace. Y no podemos hablar de prevención sin escucharlos a ellos”.
Este es el retrato de un feminicida trazado por quienes llevan años sentándose frente a ellos: Royett al otro lado del teléfono de ayuda Línea Calma, un canal para atender a hombres en momentos de crisis; Andrea Guerrero, con más de 16 años ejerciendo de psicóloga forense en casos de violencia intrafamiliar y de género; y Angie Paola Román, doctora en psicología clínica y mediadora familiar. Para estos tres psicólogos es necesario empezar a desmontar los mitos alrededor de los ofensores y entender la responsabilidad, no solo del individuo, sino de un Estado generalmente ausente. Aunque conversan sobre rehumanizar al victimario y atender sus derechos como ciudadanos en la cárcel, no se alejan ni un centímetro de la condena enérgica de los feminicidios. “Son delitos atroces y tienen que ser perseguidos. Punto. No hay matices”, dice Román. “Pero no podemos explicar este fenómeno solo contando el lado de las víctimas”.
En un país en el que asesinan a dos mujeres por día sin que el Estado se adelante a las próximas matanzas y exige demasiado a las víctimas, ¿pueden los propios perpetradores ser parte de la solución?
Ni monstruos ni enfermos ni borrachos
Este es el primer mito que, coinciden, hay que desmontar. Al considerarlos monstruos, según Román, los alejamos del resto de la sociedad. Los deshumanizamos. “Sentimos que son ellos —los terribles, los inhumanos, los que están locos o enfermos— y nosotros. Si los vemos como monstruos, o seres terribles, o pensamos que ‘tenían que estar borrachos para hacerlo’, nos alejamos de la corresponsabilidad que tiene el Estado y nosotros como sociedad”, explica por teléfono. Un exhaustivo análisis de EL PAÍS de 631 sentencias emitidas en los primeros 15 años de ley de violencia de género en España evidenció que apenas el 6% de los victimarios estaban borrachos o drogados durante la comisión del delito. “Los feminicidios son el resultado de una escalada de violencia. Y tenemos que aprender a identificarlo como sociedad, no sólo la mujer como víctima ni sólo después de cometido”, añade Román.
Si bien son escasos los estudios que ordenan las motivaciones detrás del asesinato —muchas veces porque los crímenes quedan impunes y otras por el propio suicidio del perpetrador— hay dos denominadores comunes: la ausencia de una comunidad o red de apoyo y las fuertes dinámicas patriarcales. “No podemos criminalizar las alteraciones de salud mental”, argumenta Guerrero. “No todos tienen personalidad paranoide, celotipia o trastorno de personalidad. Pero todos son hombres machistas sin herramientas para tolerar ciertas realidades”. En muchos casos, añade Royett, son hombres que primero fueron víctimas de violencias físicas o sexuales. “También es recurrente encontrar una grave ruptura del tejido social en la historia de estos hombres”, explica Román, profesora en la Universidad Javeriana Bogotá. “Es más fácil que se vuelvan violentos cuando no existe el sentido de pertenencia”.
Es por ello que autoras como Rita Segato, una de las voces vivas referentes en la materia, habla de los feminicidas como “pobres diablos” que actúan a consecuencia de su fragilidad: “La violencia es la más clara señal del fracaso masculino, porque es el último recurso para imponer un ‘yo’ en el mundo”.
Prevención desde la primera infancia
Actualmente, solo en Bogotá hay 655 mujeres en riesgo alto de feminicidio. Aún con medidas de protección, el Estado sigue sin poder garantizar su integridad. Suelen llegar muy tarde. O no llegar. “La intervención se hace sobre las víctimas y no sobre los victimarios. Es la tradición, pero está equivocada”, asegura convencido Royett. Los patrones que han ido perfilando los expertos son lo suficientemente contundentes como para incidir desde la primera infancia. Es ahí donde es aún plausible identificar y reconducir conductas machistas y controladoras. “El mundo emocional de los jóvenes y de los hombres es muy complejo porque no están socializados como seres que puedan expresar sus emociones. Hay que intervenir cuando son muy pequeños y monitorear la juventud”, añade.
Guerrero concuerda. Y aunque celebra que cada vez sea más común el discurso feminista y los programas de prevención en las escuelas, lamenta que muchos de ellos no están sometidos a evaluaciones. “Hay jóvenes que entienden que tu pareja no debería recomendarte cómo te vistes ni revisarte el celular. Pero no sabemos si cuando están en una relación y sucede, se apartan de ellos o no. Necesitamos evaluar los programas y cambiarlos si no funcionan”, dice.
¿Es la cárcel la solución?
Las cárceles en Colombia, y otras partes del mundo, no son espacios de rehabilitación. En Colombia, el porcentaje de los presos que reinciden es del 36%. En Chile, del 52,9% y en México ronda el 60% en delitos de robo. Guerrero se pregunta qué pasará con los feminicidas cuando salgan de la prisión. “En Colombia, dentro de cinco años empezarán a ser libres los primeros condenados por la ley de feminicidios que ya cumplieron la pena. ¿Podemos asegurar que la cárcel les enseñó a dejar de ser violentos? ¿Podemos garantizar la seguridad de las siguientes parejas que van a tener?”, cuestiona.
Tanto la psicóloga forense como Royett lamentan el populismo punitivo creciente en la región. “La cárcel es necesaria, pero hay que tener tratamientos efectivos además eso y toca abrir el debate de qué hacemos con ellos”, zanja Guerrero. Para él, es preciso el acompañamiento psicológico en las prisiones y un reenfoque de las mismas que busque rehabilitar y no castigar.
La justicia restaurativa con las familias de feminicidio está fuera de la mesa para la mayor parte del movimieno feminista. De hecho, las leyes alternatividad penal de países como Costa Rica o Colombia prohíben otra vía que no sea la penal en delitos contra la mujer. La ley de violencia de género mexicana establece que se han de “evitar procedimientos de mediación o conciliación, por ser inviables en una relación de sometimiento entre la persona agresora y las víctimas”. Sin embargo, otra rama del movimiento considera que esta es una forma de quitarle agencia a las mujeres y sus familias: otra forma de violencia patriarcal.
Román no cierra la puerta a estos procesos que buscan la reparación pero cree que “aún falta mucho trabajo”. “Hay que ser extremadamente cautelosos en estos procesos de mediación porque la violencia ejercida dentro de una pareja es muy diferente a los casos de terrorismo, por ejemplo, donde ya se ha usado”, cuenta. “El Estado no puede exponer a una víctima así sin garantías. Lo que es evidente es que la cárcel no es la solución porque nos siguen matando”.
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