Migrar para raspar coca: hasta 22 dólares al día por un trabajo que muchos no quieren hacer en Colombia
A Tibú, el municipio colombiano con más hectáreas de coca, han llegado hasta 13.000 migrantes venezolanos atraídos por un trabajo bien pagado para ellos. Ahora, sin embargo, las oportunidades vuelven a escasear
Entre el sonido que hacen las hojas de coca cuando son arrancadas, se oye una canción de Bad Bunny. La está escuchando uno de los casi 20 obreros que vinieron a trabajar a una finca en el kilómetro 25, entre Tibú y La Gabarra, en el departamento colombiano de Norte de Santander. La música viene de unos audífonos morados, pero los murmullos del puertorriqueño se alcanzan a sentir a unos metros de distancia, donde está parado el raspador de mayor edad. Tiene 63 años y llegó de Venezuela a Colombia hace cuatro, con su esposa que es colombiana y que vivió cuatro décadas en el país vecino. Allá trabajaba como supervisor en petroleras. A veces también usaba su carro para cargar pasajeros. En Venezuela aún tiene su casa, pero desde hace cuatro años ha estado en esto: raspando coca. “No hay otra cosa más qué hacer”.
Responde a las preguntas sin dejar de trabajar. Cada segundo sin arrancar unas cuantas hojas es también plata perdida. A los raspachines, como también los llaman, les pagan 1.000 pesos colombianos por kilo de hoja de coca (22 centavos). Él espera hacerse unos 40.000 al día, pero hay otros que son más veloces. Pueden ganarse hasta 80.000 o 100.000 (casi 22 dólares) pesos colombianos por jornada.
A las 9:00 am de la mañana deben llevar lo que tengan raspado al cambuche, una especie de rancho a unos 15 minutos a pie, en donde pesan el bulto de hojas que lleva cada uno. Luego, la suma de todo será mezclada y procesada con gasolina, cal, ácido sulfúrico y cemento para convertirla en pasta de coca, el insumo que usan los narcotráficos para producir cocaína. “25 kilos”, anota en un cuaderno el “cambuchero” y le pide al señor de 63 años que riegue las hojas que trajo en un montículo que ya se está haciendo y que más tarde será triturado. La rutina puede repetirse dos o tres veces por día: raspar coca, ir al cambuche, pesar las hojas y volver a raspar. El fin de semana llega la paga.
Tibú, el municipio de Colombia con más cultivos de coca plantados, con 19.333 hectáreas, también ha sido un lugar receptor de migrantes de Venezuela en los últimos años. “Al menos son 8.000 los venezolanos que están registrados, pero se estima que en el municipio hay más de 13.000, y que unos 25.000 han pasado por aquí”, son las cuentas que hace Nelson Leal López, alcalde de Tibú. Para el municipio, la reciente apertura de la frontera con Venezuela ha sido más bien un tema simbólico. Mientras estuvo cerrada, los migrantes siguieron moviéndose y llegando por las 32 trochas ilegales que hay solo en Tibú. “La población migrante se incrementó en dos años específicos, en 2018 y 2019, cuando el porcentaje subió del 14% al 22% en áreas rurales y urbanas”, explica Kenny Sanguino Cuéllar, profesor Investigador de la Universidad Libre Seccional Cúcuta.
Raspar coca, a pesar de ser un trabajo duro, se convirtió en una oportunidad. “A los migrantes, el cultivo de coca los ha sostenido, porque de alguna manera el cultivador le tiene que pagar al obrero tenga o no tenga plata”, cuenta Teoniro Vargas, parte de la Asociación Campesina del Catatumbo (Ascamcat) y presidente del Movimiento Campesino de Cultivadores de Coca, Amapola y Marihuana (Coccam) del municipio El Zulio. El profesor Sanguino coincide en que los migrantes suelen llegan en condiciones de vulnerabilidad y les tienta la oportunidad laboral de trabajar como peones en las plantaciones de coca. Pero es un beneficio de doble vía. “Y el migrante ha sostenido a los cultivadores porque las personas ancestrales de la región ya no quieren trabajar en esto”.
La vida en los márgenes
Cuando Jennifer, quien prefiere no decir su apellido, vivía en Santa Bárbara del Zulia (Venezuela), hace ocho años, le dijeron que en Colombia podía hacer dos cosas: raspar coca o trabajar en el Mango de la Negra, un prostíbulo de la zona. Sobre lo primero, creía en ese entonces que significaba raspar cocaína. Y sobre lo segundo, sabía que no lo iba a aceptar. “Terminé moviéndome en esos círculos, pero como cantinera, vendiendo cerveza”, recuerda. “Pero eso es duro. Si el borracho se pasa de tomar, siempre como mujer…”, se lanza, pero no termina la frase. Más tarde dice que lo mínimo que hay que aguantarse es que a una le metan una nalgada.
Académicas como Julia Zelver y Annette Idler han encontrado que en contextos de frontera se refuerzan las experiencias de inseguridad de género. Y para el caso de Norte de Santander y Venezuela, la crisis humanitaria junto a la reconfiguración constante de los grupos armados hace que aumente la susceptibilidad de las mujeres a distintos tipos de violencia, incluida la violencia sexual. Por eso, cuando Jennifer conoció a su actual esposo, también de Venezuela y quien lleva ocho años en Colombia, prefirió irse a raspar coca con él. Por lo menos en los cultivos la tratan como a una igual.
Ella no se queda raspando todo el día. En la mañana también lleva sándwiches y gaseosas que les vende a los demás obreros. A veces, como sucede en este momento que no hay plata circulando por Tibú, no le pagan con dinero, sino que le suman dos kilos de coca – 2.000 pesos – a su cuenta. Cuando eso pasa, ella se asegura de llegar de primeras al cambuche para que esos dos o cuatro kilos de coca queden anotados bajo el nombre de ella o su esposo en el cuaderno del cambuchero: así le llegarán como pago el fin de semana.
A las 11:00 de la mañana, después de que muchos obreros ya llevaron su primera carga al cambuche –su esposo y ella lograron 50 kilos – Jennifer se va a su casa, en un caserío a unos 12 minutos caminando desde el cultivo. “Me pongo a hacer el almuerzo y a ver cómo están mis niñas”. Una tiene siete años y la otra, tres.
Su casa es de madera y hace parte de uno de los muchos asentamientos informales que se han ido formando a lo largo del camino hacia La Gabarra. “Podría tener una casa más grande de plástico, pero no me siento segura”, cuenta Jennifer. El agua la obtiene de un pozo subterráneo y la luz, de la vecina. Por ser asentamientos informales, explica Leal desde la Alcaldía de Tibú, no se les puede dar ningún tipo de servicio público. “Eso nos limita mucho como Alcaldía, pero tenemos un plan para ir caracterizando cada uno de esos predios”. Y, eventualmente, poder legalizarlos.
Los asentamientos no son la única presión que la migración ha traído sobre Tibú. “Tampoco podemos garantizarles salud”, dice el alcalde al explicar que Tibú es un municipio que solo recibe del Estado alrededor de 100.000.000 de pesos colombianos y casi 54.000.000 se van a subsidiar la salud de aquellos que no pueden pagarla. Desde los cultivos de coca, el raspador de 63 años repite lo mismo: “Acá no nos han dado ni una pasta para el dolor”.
A los raspadores como él son varias las enfermedades y molestias que les aparecen. Sus manos suelen estar magulladas y con callos, a pesar de que casi todos las cubren con guantes o con trozos de tela enrollados en los dedos. También sufren dolor en la espalda, en la zona lumbar, por agacharse para agarrar con fuerza las hojas de coca que están en lo más bajo del tallo. También están expuestos a enfermedades trasmitidas por mosquitos y otros bichos y pueden deshidratarse. “Este trabajo es bravo. Uno se quema hasta el pelo, que no es de este color. Ya está es amarillento”, cuenta Jennifer. A sus 23 años le han dicho que tiene principios de artritis en las manos.
El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados ya ha advertido que los migrantes venezolanos y sus familias corren el riesgo de sufrir varios daños. “La victimización y la explotación están muy extendidas en las regiones fronterizas. Bandidos y grupos paramilitares itinerantes reclutan a jóvenes y adultos jóvenes venezolanos (de 13 a 25 años) en bandas. Los actores armados coaccionan a los inmigrantes indocumentados para que trabajen en los campos de coca o en las minas de oro ilegales, y las mujeres venezolanas han sido obligadas a ejercer el trabajo sexual”, es como lo resume un artículo publicado en la revista médica The Lancet, que advierte también de los riesgos en su salud mental.
A esta capa de vulnerabilidades se suma una más: desde hace seis meses a los cultivadores de coca no les están comprando la pasta, lo que ha hecho que se reduzcan los trabajos para los raspachines y que en el municipio todo esté más caro. “Hay una decadencia de ánimo y de trabajo en la población migrante. Muchos han buscado otro destino o han retornado a Venezuela a buscar trabajo. Hace 20 días salieron de acá varios obreros, buscando otros países, porque la venta del producto ha sido muy baja y pues cada quien busca como solventar su vida”, explica César Ruiz, presidente de la junta de la vereda Campo Raya, sector kilómetro 25 vía a La Gabarra.
En la casa de Jennifer algunos hablan sobre los venezolanos que vivían en Tibú y que hace poco pusieron rumbo a Estados Unidos, a meterse por la selva del Darién. Consiguieron unos cuatro y cinco millones de pesos colombianos (entre 874 y algo más de 1.000 dólares) y se fueron para allá, pero nadie sabe si llegaron. “Con mi esposo lo hemos hablado y dice que lo haríamos si no tuviéramos las niñas. Pero no, con ellas no. Digan lo que digan, acá no las hemos dejado morir de hambre”, comenta Jennifer. También han pensado en irse para Santa Marta, en la costa Caribe colombiana, y donde su esposo podría trabajar como albañil. Por ahora, sin embargo, su plan es tener su pequeño cultivo de coca en la casa, en la parte baja de la montaña. Cultivarlo y rasparlo ellos mismos. Ya recibieron el permiso de la Junta para hacerlo. “Eso se demora unos cuatro meses para que uno pueda recoger la coca, entonces, si lo sembramos ya, lo tendríamos para enero, cuando es el mes de la pelazón. De la sequía. La idea es tener producto cuando nadie más tiene”. Un plan que funcionaría siempre y cuando la compra de pasta de coca, paralizada por meses, se reactive en Tibú.