La COP29 o el espejismo de la cooperación internacional
La pregunta es si el sistema multilateral, el único lugar en el que decenas de países vulnerables tienen voz y voto, es un escenario legítimo para promover soluciones o si se reducirá a un espejismo de cooperación internacional
Ya se han publicado muchos análisis sobre lo que pasó en la COP29 de Bakú, en Azerbaiján, que se celebró del 11 al 24 de noviembre pasados, así que dedicaré esta columna para deshebrar lo que no pasó en estas conferencias y un poco de lo que sigue.
Lo primero y más obvio es que no se adoptó una meta de financiamiento climático acorde con las necesidades del mundo en desarrollo, que han sido estimadas en billones de dólares para reducir emisiones, construir resiliencia y atender impactos económicos y no económicos del cambio climático. En lugar de cumplir con lo que se prometió a los países más vulnerables cuando se adoptó el Acuerdo de París en 2015, la meta de “al menos 300.000 millones de dólares a 2035″ —que se cubrirá en dos terceras partes a través de la banca multilateral de desarrollo—, difícilmente puede recibir el adjetivo de “nueva” porque, en esencia, sólo es más de lo mismo. Es decir, son los 100.000 millones de dólares adoptados hace 15 años con un ajuste de inflación, bajo un esquema igualmente deficiente: préstamos a tasa de mercado, altas tasas de interés, repagos y flujos de dinero de los países vulnerables hacia los países industrializados, negocios para los bancos, más deuda. Por si esto fuera poco, hay mucha ambigüedad sobre la proporción de financiamiento público y las responsabilidades de los países desarrollados.
Lo segundo que no ocurrió fue un interés genuino del grupo de países desarrollados de dialogar con sus contrapartes en desarrollo, de escucharles, de entenderles y, en últimas, de apoyarles. Nunca en los tres años de negociación, ni durante las dos semanas largas de la COP29, estuvieron los países desarrollados en disposición de negociar el monto de la meta. La cantidad que se filtró a medios de comunicación en la segunda semana de sesiones (250.000 millones, que subió a 300.000 millones al final) fue exclusivamente negociada entre los países desarrollados y China, que entró al círculo de contribuyentes en Bakú, si bien de manera voluntaria.
Es decir, no hubo una sola sesión en la que los países latinoamericanos, africanos, asiáticos o los pequeños Estados insulares en desarrollo pudieran negociar ese número. Nunca pudo la sociedad civil ejercer presión sobre la insuficiencia de la meta porque no había salas de negociación a las que entrar. La ficción de tratar de negociar el texto en el ocaso del sábado (pero no el número, nunca el número) fue un intento de los países desarrollados de maquillar las apariencias, a sabiendas de que no aprobarían nada diferente a lo que ya habían decidido.
Lo tercero y último es que los resultados de la COP29 no son acordes con la urgencia de la crisis climática que estamos enfrentando y que requiere acciones transformadoras, justicia climática y un nivel de cooperación internacional muy por encima de lo acordado en Bakú. No es falta de dinero, nunca lo fue, las economías más avanzadas del planeta siguen controlando casi el 60% del producto económico mundial año tras año y utilizándolo, entre otras cosas, para pagar guerras, para seguir financiando a la industria de los combustibles fósiles, y para promover patrones de producción y de consumo que son francamente insostenibles.
En un escenario donde prevalece el denominador común más bajo, como podría leerse esta meta de financiamiento, le toca a las regiones en desarrollo mirar para adentro, barajar las cartas de su desarrollo futuro con las inversiones (en ausencia de cooperación internacional) del mejor postor. América Latina tiene que tomar una decisión inteligente puesto que la llegada de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos va a promover fuertemente la expansión continua de combustibles fósiles —especialmente el gas—, mientras que China ya inició la movilización masiva de energías renovables y vehículos eléctricos. ¿Serán los gobiernos latinoamericanos capaces de evitar caer en la tentación de promover tecnologías obsoletas, ineficientes y destinadas a generar pérdidas económicas, y planear cuidadosamente un sistema de desarrollo justo, equitativo, descarbonizado y sostenible?
Mirando hacia adelante, debemos por supuesto seguir exigiendo financiamiento climático de calidad a las naciones industrializadas. Debemos presionar a los principales emisores —del G20 en particular— a que reduzcan sus emisiones en línea con lo que pide la ciencia y a que ejerzan un liderazgo sensible, en función de las posiciones geopolíticas que poseen. Debemos continuar avanzando en lo individual y en lo colectivo para apoyar la revolución tecnológica ya imparable hacia la descarbonización de las economías. Debemos construir las soluciones que tienen sentido para nuestra región, soluciones que consideren la participación social, el cuidado de nuestros preciados y megadiversos ecosistemas, soluciones que no pasen por arriba de los y las dueñas de las tierras, que no caigan en salidas fáciles de mercados de carbono que sólo beneficien a externos, que no nos lleven únicamente a nuevos modelos extractivistas. América Latina puede liderar las transiciones climáticas de los siguientes años y décadas. La pregunta que queda en el aire es si el sistema multilateral, que es el lugar por excelencia para generar acuerdos para atender problemas globales, el único lugar en el que decenas de países vulnerables tienen voz y voto, es un escenario legítimo para promover soluciones o si se reducirá a un espejismo de cooperación internacional.