Fujimori ha muerto, el fujimorismo sigue de parranda
Que el exdictador no haya muerto cumpliendo su condena podría sumirnos en la desesperanza, pero quizá sea hora de que el antifujimorismo deje de ser solo una postura ética para transitar hacia las acciones verdaderamente movilizadoras que demanda con urgencia el Perú
En 1999 yo era joven y hacía prácticas, a mi pesar, en un periódico descaradamente fujimorista, cuando el director y dueño del diario estrelló su coche contra un camión mientras seguía de cerca la comitiva que acompañaba a Alberto Fujimori al aeropuerto para un viaje oficial. Murió en el acto y en el acto también el periódico cerró y un centenar de periodistas nos quedamos en la calle. Literalmente se mató por seguir a Fujimori. En ese entonces no sabía a ciencia cierta cuánta muerte había traído su Gobierno, pero de lo que sí estaba segura es de que mientras este país ...
En 1999 yo era joven y hacía prácticas, a mi pesar, en un periódico descaradamente fujimorista, cuando el director y dueño del diario estrelló su coche contra un camión mientras seguía de cerca la comitiva que acompañaba a Alberto Fujimori al aeropuerto para un viaje oficial. Murió en el acto y en el acto también el periódico cerró y un centenar de periodistas nos quedamos en la calle. Literalmente se mató por seguir a Fujimori. En ese entonces no sabía a ciencia cierta cuánta muerte había traído su Gobierno, pero de lo que sí estaba segura es de que mientras este país siguiera los designios del exdictador acabaríamos estrellados.
Alberto Fujimori ha muerto como muchos no lo queríamos ver muerto: en libertad. A sus 86 años se había vuelto estrella de Tik Tok y desde ahí intentaba a golpe de reel reescribir la historia del Perú. En ese relato él era un héroe y no el cabecilla de una banda. Se murió cuando le faltaban aún nueve años de condena por cumplir en su ya célebre cárcel dorada. Se murió indultado por criterios humanitarios, con lo alevoso que suena aquello aplicado a un violador de derechos humanos e indultador de mercenarios.
La última vez que se le vio por las calles de Lima caminaba por un centro comercial dando declaraciones a los medios como una en la que afirmaba que Dina Boluarte, la actual presidenta dictadora, gobernaría hasta el 2026 por un pacto entre ella y su partido. Y porque él quería. Hoy Boluarte, a la que recordaremos porque durante su mandato el reo más famoso del Perú fue indultado, ha decretado tres, no uno, ni dos, tres días de duelo nacional y funeral de Estado para agradecerle la deferencia.
Durante sus años en prisión no dejaron de trascender audios en los que performaba aún gobernar el país entre rejas. En las últimas semanas de vida, su hija y heredera política Keiko Fujimori había anunciado que Alberto sería la carta del fujimorismo en las próximas elecciones. Ya nos preparábamos para salir a la calle con el cartel que dice “no puedo creer que sea 2024 y siga marchando contra Fujimori”, cuando empezaron a correr los rumores de su muerte. Tanto se burló del Perú que llevábamos años sin poder creerle que se iba a morir pronto aunque intentara por todos los medios convencer a la justicia de ello para poder evadirla. Finalmente se murió. Fujimori estaba viejo, enfermo y era mortal. Lo que no sabemos es si el fujimorismo también.
Su legado real es un país que aún se rige por la Constitución y los valores fujimoristas de la antipolítica. Una economía para los de arriba y contra los de abajo, el desgobierno y la descomposición social que viven hoy el Perú son las secuelas de las décadas de fujimorización de las instituciones. Fue él quien fundó la mafia de funcionarios públicos civiles y militares ligados a las grandes empresas que aún hoy controlan el Estado para sus fines ilícitos. El verbo fujimorizar ha permanecido activo pese a que han pasado casi 35 años desde su primer Gobierno. Tiene que ver con una estrategia trazada desde hace mucho para desactivar a los movimientos sociales y políticos, y neutralizar las luchas y la organización popular. Su táctica fue tratar a toda resistencia de terrorista, reviviendo el fantasma de Sendero Luminoso, derrotado en 1992, a su conveniencia, y para ejercer la violencia represiva justificada. Con su contribución al Plan verde para exterminar indígenas como estrategia antiterrorista o con la esterilización forzada de miles de mujeres rurales, el fujimorismo demostró todo su racismo y desprecio profundo por los pueblos indígenas del Perú. Si Boluarte pudo ordenar con absoluta impunidad el fuego abierto contra manifestantes del sur andino hace un año fue en parte porque el fujimorismo hizo de la criminalización de campesinos discurso y política de Estado.
Queda para la historia su ingreso fulminante a la primera línea de la política cuando en las elecciones de 1990, siendo el desconocido rector de una universidad local, le arrebató la presidencia al entonces candidato liberal Mario Vargas Llosa, inaugurando así la figura del político outsider y pragmático, en oposición a los “partidos tradicionales”, conservadores e inmovilistas, de la que, por ejemplo, el propio Donald Trump fuera un trasunto. También quedará en la historia la reconversión tras un autogolpe de su Gobierno en una de las dictaduras más corruptas del continente, corrupción también encarnada en su ya tristemente célebre asesor Vladimiro Montesinos, un ex militar y abogado megalómano en quien Fujimori delegó el país, poniéndolo a cargo del trabajo sucio de su gobierno a través del entonces Servicio Nacional de Inteligencia. Juntos, con sus corbatas idénticas y sus sonrisas cómplices, fueron responsables de delitos de lesa humanidad, de torturas, trajes a rayas y cárceles inhumanas, desapariciones y matanzas. La dupla compró políticos con fajos de billetes y las líneas editoriales de los medios de comunicación, “achichando”, devaluando, corrompiendo todo a su paso. El rostro televisivo del régimen fue la inefable Laura Bozzo. Muchas de sus infamias y crímenes quedaron retratados en los miles de (vladi) videos que Montesinos grabó a escondidas. Las cintas en las que aparecía Fujimori fueron retiradas por él mismo en una maleta de la casa de su asesor y luego eliminadas cuando se vio acorralado.
Aun así, gracias a la lucha incansable de los familiares de sus víctimas, acusadas por su partido de “autosecuestrarse”, y al movimiento antifujimorista, cayó el régimen y no se libró de la cárcel. Fueron años de presumir de justicia y reparación. Nunca olvidaré cuando entre los huesos aparecidos en un gris arenal se encontró un juego de llaves, nunca olvidaré cómo una madre tuvo que abrir la puerta de su casa con esas llaves y enterarse en ese momento que su hijo, un joven estudiante universitario, no entraría nunca más por esa puerta. Nunca más volvería a escuchar el viento de su zampoña porque Fujimori lo había mandado secuestrar, torturar, asesinar, dinamitar, enterrar, desaparecer. Esos también son los verbos para hablar de Fujimori. Cada Navidad que Fujimori pasó con sus hijos una madre la pasó sin su hijo asesinado junto a 14 personas en una quinta. Tenía ocho años y según sus asesinos era terrorista. Jamás pidió perdón, ni a ella ni a nadie. Pero al menos estaba preso, hasta que ya no lo estuvo. En cada una de las manifestaciones contra la impunidad de sus actos e intentos previos de indulto, gritamos que éramos las hijxs o nietxs de los que Fujimori no pudo desaparecer. Clamando “Fujimori nunca más”, se impidió hasta tres veces el triunfo de Keiko. No así la alargada sombra de esa familia sobre los destinos del país.
Desde los primeros años de su Gobierno aplicó una política económica neoliberal descarnada, primero de shock, luego de privatizaciones, que llevó al Perú a una polarización casi sin precedentes en la que grandes empresas nacionales y transnacionales cimentaron un Estado canibalizado y subsidiario de los grandes capitales. Fujimori subastó nuestros recursos, regaló territorio a compañías extractivistas y alentó una cultura antiderechos sociales y laborales que sumó, años después de sus gobiernos, a la necropolítica general y llegó a su punto culminante en la pandemia con miles de muertos sin atención sanitaria. Quienes se oponen a este modelo, quienes marchan y se manifiestan han sido perseguidos en gobiernos sucesivos mediante decretos cada vez más represivos. El famoso “terruqueo” en el Perú tiene que ver directamente con eso: Todo lo que no es dogma liberal es terrorismo. Fujimori se lo inventó.
Además, la corrupción a gran escala del “fujimorismo” infectó las instituciones públicas de tal manera que a día de hoy aún permanecen parcialmente tomadas por mafias establecidas durante su mandato. Fujimori deja un partido político, Fuerza Popular, liderado por su propia hija, que ha prolongado durante los últimos años las prácticas delictivas marca de la casa y que, ante su incapacidad para reconquistar el poder mediante las urnas, ha boicoteado gobiernos democráticos cuando no directamente co-gobernado con los más dañinos en un insoportable continuismo.
Sin embargo, probablemente lo más grave de este “legado histórico” de Fujimori es que, tras la captura de Abimael Guzmán en 1992 —hecho que el dictador siempre se atribuyó aunque existen pruebas de que los responsables policiales que efectuaron la operación actuaron de manera independiente del Ejecutivo— y la derrota de facto de Sendero Luminoso, lejos de combatir el profundo estado de desigualdad que provocó la aparición del grupo terrorista en el país, lo acrecentó de manera exponencial. Así, Fujimori pasará a la historia no como hubiera querido, es decir, como el “presidente que acabó con Sendero Luminoso”, sino como el dictador que, como otros presidentes peruanos, dejó pasar otra oportunidad para acabar con su campo de cultivo.
Se fue recibiendo una pensión vitalicia y debiendo 15 millones de dólares al Estado peruano por delitos de corrupción en un territorio donde habitan diez millones de pobres.
En todos estos años que estuvo preso y tras el indulto he pensado varias veces en el bólido del servil dueño de un periódico estrellándose en su esfuerzo de alcanzar al dictador, en todos los que se quedaron por el camino y en los que sobrevivieron, los que pagaron sus culpas y los que no. Que no haya muerto cumpliendo su condena podría sumirnos en la desesperanza pero quizá sea hora de que el antifujimorismo deje de ser solo una postura ética para transitar hacia las acciones verdaderamente movilizadoras y transformadoras que demanda con urgencia este país roto y en colapso permanente.