Mentiras argentinas
Parece que a nadie le importa que Milei sea un mentiroso redomado. Durante la campaña los medios argentinos fallaron en su mínima tarea de chequearlo y desmentirlo
Hay dos formas principales de mirar el mundo, la civilización, la historia: la que proclama que lo mejor ya quedó atrás, en un tiempo pasado, y que, por eso, debemos intentar recuperarlo; la que manifiesta que lo mejor está por venir y que, por eso, debemos intentar crearlo y construirlo.
La primera es la base de cualquier política conservadora: que aquellos tiempos sí que fueron buenos, que otros los arruinaron y nuestro trabajo debe ser volver a ellos. L...
Hay dos formas principales de mirar el mundo, la civilización, la historia: la que proclama que lo mejor ya quedó atrás, en un tiempo pasado, y que, por eso, debemos intentar recuperarlo; la que manifiesta que lo mejor está por venir y que, por eso, debemos intentar crearlo y construirlo.
La primera es la base de cualquier política conservadora: que aquellos tiempos sí que fueron buenos, que otros los arruinaron y nuestro trabajo debe ser volver a ellos. La tentación melancólica –”todo tiempo pasado fue mejor”– existe desde siempre: oh, cuando todos éramos buenos y creíamos en un dios y respetábamos a las autoridades y a los padres y comíamos perdices criadas en el suelo. Los antiguos la llamaban Edad de Oro; hace unos pocos milenios que sabemos que esa Edad nunca existió pero, como pasa con otros inventos semejantes, millones siguen creyendo en ella.
Entonces, para los conservadores de todo pelaje, esos pasados extrañados se convierten en el mito de origen, el tiempo en que éramos felices; la Argentina, por más que presuma de original, también debía tener su mito. Eso fue lo que les vendió un señor Milei: un mito de origen, una edad dorada adonde regresar.
En la Argentina actual era más que necesario: buena parte de sus ciudadanos están lógicamente desesperados y no veían ninguna esperanza en el futuro. Qué mejor, para convencerlos de que sí hay un futuro esperable, que decirles que lo que querrían ya existió –hasta que fue arruinado por los malos.
En términos electorales fue una gran jugada. El señor Milei no podía ofrecerles solo sangre, sudor e inflación disparada. Y no le alcanzaba con proponer “un país normal”, como sus antecesores. No; el proto-presidente prometió que volveríamos a ser, como hace ciento y pico de años “la primera potencia mundial”. Para eso, gritaba, había que destruir lo que arruinó tanta prosperidad –”la casta, la sociedad colectivista”– y volver a la “Argentina Potencia” que, nos cuenta, supimos ser.
(Es simpático. Los últimos que tomaron como lema central de su gobierno “Argentina Potencia” fueron una señora Isabel Martínez de Perón y un cabo José López Rega, que gobernaron en 1974-75 y dejaron el país en manos de los militares asesinos de 1976. Pero él no tiene por qué saberlo: lo sucede a menudo.)
En cualquier caso su promesa era y sigue siendo esa: con el sacrificio necesario volveremos a ser aquello que fuimos. ¿O que nunca fuimos?
Parece una minucia pero a mí no me parece una minucia. Yo creo que los mitos de origen que cada movimiento político usa para legitimarse definen ese movimiento. Y creo también, vaya a saber por qué, que las personas deben responsabilizarse de lo que dicen, aunque sean políticos, aunque sean presidentes. El señor Milei repite sin parar que a principios del siglo XX la Argentina era “la principal potencia mundial”: es su base, su mito de origen. Y podría ser, en efecto, un tiempo para rescatar si no fuera porque es perfectamente falso: la Argentina, como todos sabemos o deberíamos saber, nunca fue “la principal potencia mundial”.
En 1895 vivían en la Argentina unos cuatro millones de personas –que incluían un millón de inmigrantes pobres y europeos. Su esperanza de vida promedio era de 40 años, cada mujer tenía una media de siete hijos –y dos o tres se le morían chiquitos–; dos de cada tres argentinos vivían en el campo sin agua corriente ni cloacas ni tierras ni derechos. En Buenos Aires ya había unos 800.000 habitantes y las desigualdades eran más brutas todavía: la mitad de la población era migrante y malvivía en conventillos y ranchitos. Algunos empezaban a prosperar y construirse casas propias, pero se calculaba que unos 10.000 argentinos concentraban el 90 por ciento de la riqueza del país. Habían okupado sus campos y vivían de la exportación de carne, trigo, cueros, lana a Europa, una economía absolutamente primaria y dependiente: cuando los países compradores tenían algún problema –guerras, conflictos, crisis varias– la Argentina tenía muchos. Pero igual sus amos amasaban fortunas y podían embarcar su vaca cuando viajaban a París –para que sus hijos tuvieran leche fresca durante la travesía. Eran, en síntesis, los jeques árabes de principios del siglo XX: unos bárbaros afortunados cuya tierra los había llenado de oro sin hacer casi nada para merecerlo.
Por eso algunos repiten –y muchos les creen– que la Argentina fue, a principios del siglo XX, un país rico. Era, igual que ahora, un país pobre con unos cuantos ricos. O un país rico cuya riqueza solo aprovechaban unos pocos. Quizás eso sea lo que el señor Milei, sin precisarlo, nos ofrece: volver a ser ese país tan injusto que dio lugar a décadas de luchas populares, que tuvo que recurrir al peronismo para diluirlas. Volver a ser un país donde “el mercado” permita desigualdades aún mayores.
Pero aquel era, sí, un país que prometía. Lo dijo entonces con su elegancia acostumbrada el Tigre Clemenceau, premier francés: “La Argentina es el país del futuro; el problema es que va a seguir siéndolo siempre”. Y, por supuesto, no tenía ni una fracción del poder que sí tenían Inglaterra –con colonias en todos los continentes y sus industrias de avanzada– o Francia –que dominaba media África e Indochina y la cultura mundial– o Alemania –que en esos días inventaba el automóvil– o China o Estados Unidos o el Imperio Otomano.
Ahora, cuando algunos recordamos que llamarla “la primera potencia mundial” es una mentira descarada, mileístas contestan mostrando un cuadro muy dudoso que dice que en 1895 –solo en 1895– la Argentina tuvo el Producto Interior Bruto per cápita más alto del mundo.
El PIB per cápita es una cuenta muy precisa: la producción de una nación dividida por su cantidad de habitantes. O sea que un país con mucha exportación de materias primas y poca población tendría un buen PIB per cápita. El PIB per cápita es una cumbre del engaño económico: ya explicó Umberto Eco que la estadística es esa técnica que establece que si un señor se come dos pollos y otro ninguno, cada uno se comió un pollo. O que afirmaría, también, que todos los habitantes del mundo tenemos un testículo y una teta. Así, el PIB per cápita puede querer decir que –como en el caso de aquella Argentina– había unas pocas personas riquísimas y varios millones muy pobres, pero que la división daba que todos comían pollo y tenían un huevo. El PIB per cápita es la forma más habitual de disimular desigualdades e injusticias.
Y, sobre todo, está claro que tener un PIB per cápita alto no significa en absoluto ser “la primera potencia mundial”. Los cinco países que hoy encabezan la lista son Luxemburgo, Singapur, Irlanda, Noruega y Qatar: a nadie se le ocurre proclamar que sean potencias mundiales –porque hay chistes mejores.
En síntesis: lo que decía y dice el presidente Milei es lisa y llanamente una mentira. (En la misma frase, el señor Milei suele decir –y lo dijo de nuevo en su asunción– que la Argentina, “después de ser la primera potencia mundial, ahora está en el puesto 130″: también es mentira. Según los distintos rankings internacionales, anda entre el 30 y el 50, muy lejos del desastre que el señor quiere difundir. Y así de seguido: la Argentina tiene uno de los índices de homicidios más bajos de América y el señor dice que es “un baño de sangre”, la Argentina tiene una inflación espantosa del 200% anual y el señor dice que será del 15.000%. Y los ejemplos siguen y no hay ninguna buena razón para suponer que sus demás afirmaciones no sean tan falsas como estas. En realidad, por ahora, casi todas sus promesas de campaña se han disuelto en el aire del engaño.)
Pero parece que a nadie le importa que el nuevo presidente argentino sea un mentiroso redomado. Durante la campaña los medios argentinos fallaron en su mínima tarea de chequearlo y desmentirlo. Yo todavía creo que los medios deben hacer ese trabajo; es probable que mucha gente ya no lo suponga, y así nos va. Pero lo más impresionante es cómo millones de personas permiten que los engañen sin la menor revisión, sin ninguna intención de saber qué es cierto y qué no es cierto. ¿Es tan barato mentirnos, compatriotas? ¿Tanto necesitamos el mito de una vieja edad dorada para convencernos de que podemos construir el país que necesitamos –y que claramente no es aquel de 1895?
En argentino, “meter el perro” significa engañar. El bastón de mando del nuevo presidente tiene, cincelados en la plata del puño, sus cinco perros famosos, incluido el difunto, el que le anunció que sería presidente y le sigue aconsejando cómo actuar. ¿De verdad es tan fácil, compatriotas, meternos el perro? ¿Será que en eso sí somos, al fin y al cabo, la primera potencia mundial? Cuidado, hay que esforzarse: ahí sí que la competencia es despiadada.
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