‘Entre los árboles’: un inédito de Juan Mayorga
‘Babelia’ ofrece una obra original del dramaturgo Juan Mayorga incluida en el volumen ‘Teatro para minutos’, un compendio de piezas cortas reunidas por la editorial La Uña Rota que llega este lunes a las librerías
¿Me está saludando?
Perdóneme,
no lo reconozco.
¿Por no reconocerme me pide perdón?
Es muy amable.
Nada hay que perdonar,
puesto que usted
no me había visto nunca.
Cierto que su prometida
le habrá dado a ver
fotografías
en que yo aparezco entre otros hombres,
siempre detrás o en una esquina,
pero de sobra sé
que no me parezco al hombre
de mis fotografías.
Si ella le hubiese hablado de mí,
usted me hubiera reconocido
nada más verme,
pero no debe culpa...
I
¿Me está saludando?
Perdóneme,
no lo reconozco.
¿Por no reconocerme me pide perdón?
Es muy amable.
Nada hay que perdonar,
puesto que usted
no me había visto nunca.
Cierto que su prometida
le habrá dado a ver
fotografías
en que yo aparezco entre otros hombres,
siempre detrás o en una esquina,
pero de sobra sé
que no me parezco al hombre
de mis fotografías.
Si ella le hubiese hablado de mí,
usted me hubiera reconocido
nada más verme,
pero no debe culparse
de que ella
no le haya hablado de mí.
Ella puede haberle dicho mi nombre
entre otros nombres,
pronunciando el mío
sin darle más valor que a otros.
O quizá ni siquiera
le haya dicho mi nombre.
¿Quiere oírlo?
¿Quiere oír mi nombre?
No.
No voy a oír su nombre.
Tengo prisa.
Adiós.
Si tiene prisa,
hablemos cuanto antes.
Si no tuviera tanta prisa,
yo le propondría un paseo
entre los árboles.
Pero más vale que hablemos
aquí y ahora,
puesto que tenemos prisa.
También yo.
Las palabras que debo decirle,
me importa decirlas
antes de su boda.
Como a usted le importa escucharlas
antes de su boda.
Puede decir tantas palabras como quiera.
Yo no estaré aquí para escucharlas.
En cuanto a la boda,
su nombre,
sea el que sea,
no estará en la lista de invitados.
No puedo obligarlo a escucharme.
Pero me quedaré aquí,
esperándolo,
por si cambia de parecer.
Quizá, tras pensarlo,
vuelva aquí.
Quizá vuelva aquí
solo o con ella.
Yo he renunciado
a que vuelva a verme,
pero si usted la trae aquí,
entre los árboles,
no me esconderé.
Hable ya.
Y, por su bien,
mida lo que dice.
Usted y yo
no nacimos para conocernos.
No soy la clase de persona
en que usted encuentra compañía,
ni usted la clase de persona
que yo busco
cuando no quiero soledad.
No somos, sin embargo, extraños.
Un afecto nos une
—¿y qué puede unir más
que un afecto?—.
En el pasado,
su prometida y yo
tuvimos un vínculo.
Si ella no le ha hablado
de ese antiguo vínculo
quizá sea porque fue
tan poco importante
para ella
como importante es para mí.
Nada tengo que reclamar,
ni nada que lamentar.
Si yo cada hora soñé
que ese vínculo
nunca acabase,
ella nada hizo
por alentar mi sueño.
Ni lamento nada
ni reclamo nada.
Lo mejor que he tenido,
lo mejor que nunca tendré,
son los momentos
que compartí con ella,
y si hoy me queda alguna fuerza
es la de saber que un día
ella vio algo bueno en mí.
Tampoco usted tiene nada
que reclamar, ni nada
que lamentar.
Ella se había apartado de mí
para siempre
antes de encontrarse con usted.
No niego que la noticia de la boda,
para la que yo no me había preparado,
me hizo sentir
hacia usted,
sin conocerlo,
un hondo rencor
del que hoy me avergüenzo.
No niego haber maldecido su nombre.
¡Cuánto me ha costado separar
sangre y pensamiento!
¡Cuánto me ha costado comprender
—cuántas noches sin sueño—
que, unidos por el amor
a la misma persona,
yo debía quererlo a usted!
¡Cuánto me costó saber
que aunque mi corazón se desangre
yo debo desear para ella
la felicidad sin mí!
Y es de eso,
de su felicidad,
de lo que vengo a hablarle.
Hable.
No era imposible
que usted pasase esta noche por aquí.
De no haberlo hecho,
yo habría encontrado otro lugar
—aunque ninguno hubiera sido
mejor que este—
para decirle
lo que debo decirle.
Lo que debo decirle es esto:
si, como espero,
usted la hace feliz,
podrá tenerme por el mejor de sus amigos.
No soy persona de muchos amigos,
pero mis amigos
no tienen un amigo mejor.
Hágala feliz
y yo lo acompañaré
en toda dificultad.
No dudo que así será:
la hará dichosa
y no tendrá amigo como yo.
No necesito conocerlo
para tener sobre usted
una alta opinión.
No soy optimista respecto de la gente
y cuento con el mal
antes que con el bien,
pero mi confianza en usted
tiene una raíz muy honda.
Mi confianza en usted
descansa en mi conocimiento
de la que va a ser su esposa.
Ella no se uniría a un hombre
al que no respetase,
y un hombre que ella respete
no puede ser un hombre cualquiera.
Creo que usted la hará feliz
y yo lo protegeré
porque será la felicidad de ella
lo que estaré protegiendo.
Si, por el contrario,
yo viese un día
en los ojos de ella
la marca de la infelicidad,
usted tendría en mí
el peor de sus enemigos.
Si ella no tuviese a su lado
la felicidad que merece,
yo no lo perdonaría a usted.
No soy persona violenta.
Nada me avergüenza más
que la violencia inútil.
Nadie debería esperar
de mí daño alguno.
Pero sé que el mayor daño
lo hace aquel
del que no se esperaría ningún daño.
No le hablo de hoy
ni de mañana,
hablo de una tarea
que me impondré mientras viva.
En todo momento sabré
cómo se siente su mujer.
Sé leer en su alma:
ella nunca podría ocultarme
su tristeza.
Lo único que ya puedo desear,
y lo deseo sin medida,
es que ella sea feliz
y usted con ella.
Todo depende de usted,
todo está en sus manos.
Haga lo que debe hacer
sin descuidarse nunca.
No se descuidará
si ella le importa
tanto como a mí.
Ella, usted, yo,
los tres seremos felices
o los tres desdichados.
Es también por mí
por quien peleo,
pues no seré feliz
si ella no lo es.
Esto quería decirle.
He elegido con cuidado
mis palabras.
No es preciso que usted
me conteste con otras.
Su vida me responderá.
En cuanto a la mía,
ya le he dicho
en qué voy a ponerla.
Usted no ha querido
conocer mi nombre
y no se lo diré.
Si usted no quiere,
ella no sabrá
de este encuentro.
Si es usted como espero,
puede olvidarme.
Yo no deseo
que volvamos a vernos.
No me verá más
si es digno de ella.
Pero no soy un profeta.
Solo puedo sentir hacia los otros
amor o desprecio.
No me dé nunca motivo
para despreciarlo.
Hoy mi corazón está lleno
de amor hacia usted.
¿Puedo abrazarlo?
II
¿Estás bien?
Desperté bien.
Dormí bien y desperté
del mejor humor.
Desperté contando
las horas que faltaban.
Impaciente,
fui a asegurarme
de que todo está dispuesto
para mañana.
¿No lo está?
Todo está dispuesto.
Si sale el sol
o si las nubes cubren el sol,
todo estará dispuesto.
Qué bello es el lugar
que hemos elegido
para nuestra boda.
Salí de allí alegre,
contando las horas que faltaban.
Lástima que tuviese,
de camino hacia aquí,
un extraño encuentro.
Un loco me saludó.
Entre los árboles.
Me saludó y dudé:
¿le sigo la corriente
o finjo no verlo?
Elegí mal.
No sé si esta noche
lograré dormir
ni de qué humor
me levantaré mañana.
¿Te hizo algo?
Me abrazó.
¿No hizo nada más?
Habló.
Habló con esa convicción
que solo tienen al hablar
los que dicen barbaridades.
¿Vas a decirme qué te dijo?
Pudo oír en algún sitio nuestros nombres
y noticia de la boda.
A estas horas
estará molestando a otro hombre,
dándole un abrazo.
Lo que me dijo
—tan impreciso—
puede ser dicho a cualquiera
que vaya a casarse mañana.
¿No me lo dirás?
No.
Hablemos entonces de otra cosa.
O no hablemos.
«Si hace feliz a su mujer»,
me dijo,
«no tendrá amigo como yo.
Pero si veo en los ojos de ella
la marca de la infelicidad,
no tendrá enemigo como yo».
«La marca de la infelicidad», dijo,
como si la conociese.
No quise saber su nombre.
Son palabras imprecisas.
Palabras vagas, borrosas,
que cualquiera podría decir
a un hombre que se casa mañana.
No quise saber su nombre.
¿Lo mencionaste tú alguna vez
solo o acompañado
de otros nombres?
¿Alguna vez me hablaste de él?
Nunca lo hice.
Nunca lo hubiera hecho.
¿Qué os separó?
Jamás estuvimos cerca.
¿Por qué no estuvisteis más cerca?
No es persona con la que yo
pueda vivir.
Porque es un loco.
No es un loco.
¿Cómo es?
¿Qué nos importa
cómo sea?
Yo quiero saber
cómo es.
Por eso dejé que me hablara.
Porque quería que sus palabras
me dijesen
cómo es.
Olvidémonos de él.
No es noche para hablar
sino de ti y de mí.
¿Desde cuándo no lo ves?
Cuando tú y yo nos encontramos,
él ya era para mí
la sombra de una sombra.
¿Tú no conociste
antes de mí
a otras mujeres?
¿Nos parecemos?
No.
Tiene que haber algo
en lo que nos parezcamos.
No.
¿Está enfermo?
¿Te pareció enfermo?
Me pareció tan frágil
que no tenía miedo a nada.
Me pareció que no tenía
miedo a nada
y que podía hacernos daño.
No debí hacer
lo que hice.
¿Le hiciste algo?
No respondí a su abrazo.
No debí hacer
lo que hice.
¿Lo amenazaste?
Creo que él me amenazó a mí.
No debí hacer
lo que hice.
No debí escucharlo.
Si tú me lo pides,
hablaré con él.
¿Sabrías encontrarlo?
Sé dónde buscarlo.
No quiero que hables con él.
Si un día te cruzas con él,
no quiero que le hables,
no quiero que lo escuches,
no quiero que le devuelvas la mirada.
¿Dónde lo buscarías?
En los lugares
donde estuvimos juntos.
¿Dónde empezarías a buscarlo?
En el último lugar
donde nos vimos.
Allí,
entre los árboles.
Allí está.
Entre los árboles.
No hay nadie
entre los árboles.
Tampoco yo lo veo,
pero sé que está allí.
Cualquier otro
se habría cansado
y se habría ido.
Yo me habría cansado
y me habría ido.
Él no se cansará.
Él estará allí
tanto tiempo
como sea necesario.
El tiempo que necesiten
sus palabras
para llegar
donde él las envió.
Las ha elegido con cuidado
y ha elegido con cuidado
cómo pronunciarlas
para que no se vayan nunca.
Caminando hacia aquí,
yo no dejaba de pensar en ellas
y en cómo las pronunció.
Al entrar, me ha sorprendido
mi mal rostro en el espejo.
Me he dicho:
«¿Esto voy a ser
el resto de mi vida?
¿Qué ha hecho
ese hombre de mí?».
Deseé matarlo.
Allí, entre los árboles.
El corazón
me golpeaba tan fuerte
que mis manos,
sin más armas,
hubieran bastado.
Deseo matarlo
y él me está esperando.
Allí, entre los árboles.
Ayer dormí bien y al despertar
conté las horas que faltaban.
Hoy no dormiré.
Está allí,
entre los árboles.
Nos está mirando.
No podré dormir
mientras nos esté mirando.
¿Qué quieres de mí?
Haré lo que me pidas.
Si tú me lo pides,
él no existirá más.
No basta que no exista.
Es necesario
que no haya existido.
III
¿Por qué me desprecias?
¿Crees que necesito un guardián
de mi felicidad?
¿Por qué me castigas?
¿Qué ganas tú
amenazando al hombre
con el que voy a vivir?
¿Por qué golpeas
contra nuestro pasado?
¿No ves que me haces aborrecer
cada momento
que pasamos juntos?
¿Te ha dicho ese hombre,
el hombre con el que vas a vivir,
que yo lo he amenazado?
No creo haberlo hecho.
¿Por qué querría yo
amenazarlo?
Si lo has elegido
para tu vida,
¿cómo podría yo tener
nada contra él?
Lo abracé;
¿lo amenazó mi abrazo?
¿Cuál de mis palabras
lo amenazó?
Las elegí con cuidado,
como con cuidado elegí
el modo de pronunciarlas.
Que mis palabras
le den miedo
no me dice
nada bueno de él,
pero ese miedo
es bueno para ti.
No deseo hacer nada contra él.
Estamos unidos
en nuestro amor por ti.
Quiero protegerlo.
Cada momento que pasamos juntos
me obliga a ello.
Cada momento que pasamos juntos
me obliga a guardar
tu felicidad.
Ni él pidió tu protección
ni es protección lo que le ofreces.
Él no pidió tu abrazo,
ni tú lo abrazaste.
Lo envolviste
con un velo gris.
Elegiste con cuidado tus palabras
y el modo de pronunciarlas.
Ahora tus palabras lo envuelven
como un velo gris.
Su cabeza, sus manos
—las manos que me acariciaban—
las han cubierto tus palabras
como un velo gris.
Su pecho,
sus pulmones,
los cubren tus palabras
como un velo gris.
Un velo gris
lo separa del mundo.
Nadie puede vivir
a la espera del juicio de otro.
Nadie puede amar
juzgado por otro.
Un velo gris
lo separa de mí.
¿Qué va a ser de él ahora?
¿Qué va a ser de mí?
¿Qué va a ser de nosotros?
Yo no lo sé.
Yo sé de nosotros
–él,
tú,
yo–
menos que tú sabes.
Tú nos diste a los tres
este destino
que ahora se cumple.
Si un día vieses en mis ojos
la marca de la infelicidad,
¿qué harías?
No puedo imaginarte infeliz.
Lo que ahora veo en tus ojos
es fuerza y orgullo
y angustia.
Tu corazón está luchando.
Si mi corazón te importa,
vete con tus palabras y tu abrazo.
Tus palabras y tu abrazo
me separan
del hombre con el que voy a vivir.
Tienes lo que buscabas.
¿Buscabas más?
No recibirás más.
Si te importan
los momentos que pasamos juntos
entre estos árboles,
vete lejos de aquí
con tu abrazo y tus palabras.
No estás aquí,
entre los árboles,
para pedirme que me aleje.
Sabes que puedo llevarme
estos brazos,
pero mis palabras,
lo sabes,
no puedo llevármelas.
El hombre con el que vas a vivir
nunca las olvidará.
Él te ha repetido mis palabras
y tampoco podrás ya
olvidarlas tú.
Os acompañarán siempre.
Cada día.
Cada noche.
Cada día y cada noche
te traerán
orgullo, valor y angustia.
Nada puede cambiar eso.
Nada de eso cambiará
porque me aleje.
No estás aquí,
entre los árboles,
para pedirme que me aleje.
Estás aquí,
entre los árboles,
para clavar en mi corazón
el cuchillo que escondes.
Lo escondes, pero su brillo
se abre paso
entre los árboles.
Si no lo clavas en mi corazón ahora,
entre los árboles,
cada día,
cada noche,
estés donde estés,
querrás haberlo hecho.
Pero aunque claves en mi corazón ese cuchillo
—ahora entre los árboles
o al amanecer
o mañana al mediodía
o una tarde de lluvia
o una noche sin estrellas
entre los árboles—,
aunque claves en mi corazón el cuchillo que escondes,
seguirás escuchando mis palabras.
Ojalá salga el sol mañana.
Tú no lo verás.
Mientras llega,
celebremos
esta noche tan bella.
TEATRO PARA MINUTOS
Autor: Juan Mayorga.
Editorial: La Uña Rota, 2020.
Formato: tapa blanda (396 páginas, 22 euros).