Vida y milagros de Boltanski
El nuevo espacio de Albarrán Bourdais en Menorca acoge la última exposición del artista francés, fallecido el 14 de julio, un epitafio perfecto para un creador que se preocupó por la posteridad y lo póstumo
Ha resultado ser la última y soberbia exposición de Christian Boltanski, muerto el 14 de julio, y puede visitarse hasta finales de agosto en el nuevo espacio de Albarrán Bourdais en Mahón. El agridulce vernissage, dos días después, tuvo algo también de finissage y ceremonia de adioses. Muebles bajo sábanas, bombillas parpadeantes, postales sin sellar, ecos de voces muy adec...
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Ha resultado ser la última y soberbia exposición de Christian Boltanski, muerto el 14 de julio, y puede visitarse hasta finales de agosto en el nuevo espacio de Albarrán Bourdais en Mahón. El agridulce vernissage, dos días después, tuvo algo también de finissage y ceremonia de adioses. Muebles bajo sábanas, bombillas parpadeantes, postales sin sellar, ecos de voces muy adecuados como memorial. Luego, pensando, uno cae en que cualquiera de sus muestras lo habría sido. Desde hace 40 años, Boltanski se ocupaba de la posteridad. No de la suya, o sí, quizá, pero no en un sentido (sólo) narcisista: de la idea misma de lo póstumo, del epitafio que nos resuma a quienes tenemos “nombres escritos en agua”. Por supuesto, el de Keats sobrevive y no está escrito en agua, sino en la piedra del cementerio inglés de Roma. Esa tensión, esa posibilidad de una muesca en la culata del rifle con que nos mata la muerte, es el teatrillo y margen mínimo de maniobra de los humanos. Y de los artistas. Y, concretamente, del que se llamó Boltanski.
En una de sus últimas entrevistas, en 2020 para este diario (reléanla y escúchenla ahora en vez de seguir con esto), contaba a Álex Vicente que se definía como “minimalista sentimental”. Brillante y astuto hasta el fin, sabía que muchos acabaríamos citando eso tras su muerte. Y sigue así dibujando aún desde la ultratumba la huella deseada, lo que decimos en su ausencia. Aunque ya no importe: sobre todo, diría él, porque ya no importa. La etiqueta que vendría bien desempolvar y le va al pelo (su cráneo rapado era también su logo y resumen), es otra, muy demodé pero muy justa. Boltanski no fue conceptualista, ni expresionista, ni minimalista: fue, en la más pura tradición francesa, un existencialista. Uno de gama cálida, si se quiere, con particular chicha narrativa y genio para la imagen justa (la inolvidable pinza gigante cogiendo y soltando ropas usadas en el aire bajo las bóvedas del Grand Palais en 2010 es prueba de sobra). Pero al final, uno que operó en el mismo marco mental y mítico de Pascal o Simone Weil en sus momentos más inspirados. De Malraux o Teilhard de Chardin, en los menos.
Sus contemporáneos continentales, años arriba o abajo, fueron Bourgeois y Beuys y Broodthaers y Kounellis. La última generación de artistas europeos bigger than life: Boltanski es el último de esa estirpe. Como los Volvo o los Volkswagen, ya no los fabricamos así. Propongo ir llamándolos ya “conceptuales clásicos”. Todos compartieron esa capacidad de automitologizarse, de borrar su pista y subrayar su silueta para hacerse icono. Los tejidos y puntadas con hilo de Bourgeois; el fieltro y la grasa de Beuys; la arpillera y el carbón de Kounellis; los mejillones y huevos de Broodthaers: son como las velas y las viejas fotos de Boltanski. Por parafrasear la expresión feliz de María Gainza sobre Beuys: el material (y lo inmaterial) como mito.
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