Otro regreso de John Coltrane
El saxofonista resalta en una categoría que lo aleja del virtuosismo y lo aproxima a la figura del visionario, del místico, del chamán
Una de esas noches heladas de febrero en Nueva York, cuando hace tanto frío que el asfalto cobra un brillo lívido de escarcha, fui a una iglesia del West Village a escuchar A Love Supreme. Era la primera vez que lo veía interpretado en vivo, por un septeto del que recuerdo que formaban parte el pianista Uri Caine y el saxo tenor Joe Lovano. En la amplitud visual y en la acústica resplandeciente de un lugar de culto se percibía mejor la cualidad de música sagrada de esa partitura que la ...
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Una de esas noches heladas de febrero en Nueva York, cuando hace tanto frío que el asfalto cobra un brillo lívido de escarcha, fui a una iglesia del West Village a escuchar A Love Supreme. Era la primera vez que lo veía interpretado en vivo, por un septeto del que recuerdo que formaban parte el pianista Uri Caine y el saxo tenor Joe Lovano. En la amplitud visual y en la acústica resplandeciente de un lugar de culto se percibía mejor la cualidad de música sagrada de esa partitura que la mayor parte de nosotros solo hemos escuchado en la grabación originaria de 1964. Y más aún se advertía lo que la escucha solitaria de un disco no permite, la cualidad de experiencia simultánea y colectiva vivida por cada uno de los asistentes, y compartida también entre nosotros y los músicos, una comunión en el sentido laico o religioso del término, según las creencias de cada uno, una emoción estética y espiritual que nos unía a todos por encima de la fe o de su ausencia: esa intuición de lo sagrado que se apodera de uno cuando se ha hecho el silencio y empiezan la música, las cuatro notas del contrabajo que se corresponden con las cuatro sílabas que en un momento supremo repetirá la voz misma de John Coltrane como una oscura letanía: a love supreme, a love supreme, a love supreme, a love supreme.
Es llamativo que algunas de las músicas más radicales del descreído siglo XX las hayan escrito compositores de una religiosidad fervorosa: Falla, Stravinski, Ligeti, John Coltrane. Y si más allá de la música religiosa como género nos adentramos en la música puramente sagrada, el nombre de Coltrane resalta más aún, en una categoría que lo aleja de la maestría virtuosista y lo aproxima a la figura del visionario, del místico, del chamán. Un periodista le preguntó, en la última época de su vida, cómo se imaginaba siendo en un plazo de 10 años, y Coltrane le respondió con toda tranquilidad: “Santo”. Hijo de un pastor baptista en el sur pobre y segregado, Coltrane llegó al mundo urbano y golfo del jazz de los años cincuenta trayendo consigo todo el equipaje espléndido de la música de las iglesias negras, con su acento en la expresión y el trance colectivo y las cadencias de la oratoria bíblica. A diferencia de otros maestros de su generación, Coltrane no tuvo un comienzo precoz y fulminante. Estudiaba con la perseverancia de quien sabe que necesita esforzarse mucho para aprender lo que a otros les resulta fácil, con algo de una tosquedad campesina de la que no llegó nunca a desprenderse, y que se veía en los rasgos de su cara y en la forma de unas manos que parecían modeladas por el trabajo físico. Poseía un sentido natural del estilo, como muchos músicos de aquel tiempo, pero la sofisticación indumentaria de Miles Davis le era ajena, igual que sus propensiones mundanas, la afición de Davis a los coches de lujo y a las estrellas de cine. A Miles Davis, el dinero y la influencia de un padre acomodado le ayudaron a salir del abismo de la heroína. A John Coltrane, que también había caído desastrosamente en la heroína y el alcohol, quien lo salvó fue su propia fe religiosa, su capacidad de disciplina, el apego a su familia. Hay una leyenda idiota pero contumaz sobre los beneficios creativos de las drogas y el alcohol: el talento de John Coltrane despertó de verdad después de que pudiera librarse de aquel infame cautiverio, cuando dispuso de toda la plenitud de sus fuerzas intelectuales y físicas, volcándolas desde entonces en una música de celebración y agradecimiento, en una permanente acción de gracias cuyo ejemplo más alto es A Love Supreme. Se encerró durante una semana en el estudio de su casa de familia de clase media modesta en Long Island y cuando bajó por la escalera con la partitura en las manos parecía que bajaba del Sinaí con las tablas de la ley, contó luego su esposa, Alice, una extraordinaria pianista.
Desde hace ya mucho tiempo, la actualidad del jazz suele suceder en el pasado. Iker Seisdedos ha contado en estas páginas el hallazgo portentoso de una grabación de A Love Supreme que no se sabía que existiera, y que se hizo en directo en Seattle, en un club desaparecido hace décadas, una noche irrepetible de octubre de 1965, un tesoro oculto durante más de medio siglo que ahora relumbra en la plena luz del presente, con un grado de audacia y de desmesura que el tiempo no ha debilitado. En vez de los músicos del cuarteto habitual de Coltrane, en el club de Seattle tocaron siete: un segundo contrabajo, un saxo alto y otro tenor, nada menos que el entonces muy joven Pharoah Sanders. Los poco más de 30 minutos de la grabación original ahora son 75. Lo que se escucha es una música “excitante y peligrosa”, escribe Iker Seisdedos. La formalidad de oficio religioso en el disco de estudio se ha convertido en un desbordamiento polifónico limitado tan solo por la reiteración de los motivos esenciales de la partitura. En los servicios baptistas en los que Coltrane se educó hay un equilibrio constante entre la solemnidad y el delirio, la liturgia y el trance. En los últimos años de su vida tan breve, John Coltrane había emprendido un camino de absoluta libertad formal alimentado por la influencia de músicas no europeas que eran expresiones de mundos y búsquedas espirituales hacia los que él se sentía cada vez más atraído. Quería romper los límites estrechos de los standards de Broadway. Como había intentado Duke Ellington, y tras él Charles Mingus, Coltrane aspiraba a construir formas de una duración prolongada y orgánica, a la manera de la música clásica, y a la vez a emanciparse de la tradición europea, explorando músicas de la India, de África, de Indonesia, de las culturas nativas americanas. En aquel camino a la vez de radicalismo musical y de iluminación, Coltrane fue despojándose hasta de su propio virtuosismo, espantando a una parte del público y de la crítica. Dos de sus músicos mejores y más fieles, el pianista McCoy Tyner y el batería Elvin Jones, lo abandonaron poco tiempo después de aquellos días en Seattle. Les parecía que había llegado demasiado lejos, que se había extraviado en el desvarío y la estridencia. Ahora los escuchamos en A Love Supreme y nos damos cuenta de que ninguno de los dos volvió a tocar nunca como aquella noche.
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