Bienvenida, M. Butler
La concesión del Premio Internacional Cataluña a la filósofa y el indulto parlamentario a las brujas plantean batallas culturales contrahechas y provincianas
Oí la palabra woke por primera vez en otoño de 2018. Un profesor afroamericano de la Universidad de Nueva York explicaba que un alumno, también afroamericano, le había preguntado si era compatible ser woke con tener una novia blanca. Woke quería decir políticamente desvelado, en guardia perpetua ante las injusticias raciales. El profesor había respondido negativamente: elegir una compañera caucásica implicaría un cierto grado de racismo interiorizado. Nadie se inmutó por el veredicto del profesor. El talante del intercambio era el habitual en un círculo progresista de la ...
Oí la palabra woke por primera vez en otoño de 2018. Un profesor afroamericano de la Universidad de Nueva York explicaba que un alumno, también afroamericano, le había preguntado si era compatible ser woke con tener una novia blanca. Woke quería decir políticamente desvelado, en guardia perpetua ante las injusticias raciales. El profesor había respondido negativamente: elegir una compañera caucásica implicaría un cierto grado de racismo interiorizado. Nadie se inmutó por el veredicto del profesor. El talante del intercambio era el habitual en un círculo progresista de la era Trump. El término woke hacía décadas que estaba en circulación dentro del activismo afroamericano, pero hacía poco que se había catapultado al mainstream y empezaba a abrazar otras opresiones, como las de género y LGTBI. Era una etiqueta que se llevaba con un cierto orgullo, que indicaba un estar alerta y en oposición frontal ante cualquier cosa que tuviera tufo del viejo orden social. Al poco tiempo, un periodista hablaría de “the Great Awokening”, el gran Despertar, para referirse a la creciente preocupación del votante demócrata por las identidades de género y la desigualdad racial —o, como se había puesto de moda decir, el racismo estructural —.
Una vez me explicaron que los árboles de Navidad suelen morir de camino hacia Jamaica. Las salas de estar caribeñas pasan las fiestas adornadas de cadáveres resecos, con las ramas cubiertas de guirnaldas para esconder la incongruencia. Pasa algo similar con los debates de la guerra cultural norteamericana: atraviesan el Atlántico tarde y contrahechos. El wokeísmo —como se ha llegado a denominar todo aquello que parece vagamente woke— es un caso paradigmático. Tres años después de la conversación con el profesor, el término ha sido tan trinchado que lo utilizan casi exclusivamente sus detractores, siempre con voluntad de escarnio y para desacreditar sus discursos e iniciativas. Dentro del Partido Demócrata, la política woke, entendida como una adopción institucional del lenguaje activista, pierde adeptos aceleradamente. Algunos medios ya culpan a esta retórica política de las pérdidas electorales del partido, al que acusan de gobernar para prescriptores urbanos de Twitter y no para un electorado amplio. Incluso la congresista demócrata Alexandria Ocasio-Cortez tuiteaba hace poco que “hoy en día solo la gente mayor utiliza el término woke”.
Aquí, sin embargo, políticos y opinadores de uno y otro bando imitan estas formas. Es normal que el marco conceptual norteamericano se filtre en las conversaciones en todas partes. Sus heridas históricas están muy explicadas y tenemos los altavoces instalados en casa las 24 horas del día. Nos resulta natural denominar TERF a quien se opone a la legislación protrans, y referirnos a las denuncias por acoso en las universidades catalanas con el conocido Me Too. El feminismo y la lucha LGTBI no son en sí una importación norteamericana; al contrario, tienen raíces históricas locales y beben de influencias regionales diversas. Pero hoy en día se articulan inevitablemente con el lenguaje de las batallas culturales norteamericanas.
En España vimos cómo Vox intentaba imitar el populismo identitario desenfadado que llevó a Trump a la presidencia. Ahora, la Generalitat abraza la misma política que el Partido Demócrata intenta dejar atrás —la política entendida como batalla por la hegemonía cultural y del lenguaje—. Esto último a menudo de forma literal: la consejera catalana de Igualdad y Feminismos, Tània Verge, inauguró la actividad de la consejería con una polémica por el uso de la palabra todes, término inclusivo para personas no binarias proveniente del activismo lingüístico. Entrevistada en TV-3 en febrero, Verge comenzó su intervención afirmando que “no hay ninguna estructura ni ningún espacio de interacción social donde el machismo no esté presente”. La retórica huelga de denuncia permanente ya es moneda corriente a las instituciones. Cuando en enero pasado el pleno del Parlament aprobó una propuesta de resolución para indultar a las mujeres acusadas de brujería en Cataluña, la diputada de ERC Jenn Díaz afirmó que “nuestra sociedad es el resultado” del fenómeno medieval de la caza de brujas. El presidente, Pere Aragonès, calificó el asesinato de mujeres en los siglos XVII-XVIII de “feminicidio institucionalizado”.
El Gobierno catalán no ha sido el único que ha tenido un gesto simbólico hacia las propias brujas. El Parlamento de Escocia hace años que intenta sacar adelante una medida similar, y podría aprobarla en los próximos meses. En 2008, el cantón suizo de Glarus indultó a Ana Göldi, considerada una de las últimas víctimas de la caza de brujas en Europa, decapitada en 1782 después de haber sido acusada de embrujar a un niño. El primer referente, sin embargo, llega de los Estados Unidos. En 2001, la Cámara de Representantes de Massachusetts exoneraba a cinco de las mujeres ejecutadas por brujería en los juicios de Salem de 1682. Aquel año, durante un episodio de histeria puritana colectiva, las autoridades coloniales de Nueva Inglaterra colgaron a 14 mujeres, a cinco hombres y dos perros. Las brujas de Salem obtuvieron un lugar central en el imaginario popular norteamericano, inspirando decenas de películas, series y diversos productos culturales.
Pero la votación catalana iba más allá de los agravios históricos. La votación parlamentaria formó parte de una campaña más amplia que incluyó el estreno del documental Bruixes, la gran mentida [Brujas, la gran mentira], una coproducción de la revista Sàpiens y de TV-3. Lejos de centrarse exclusivamente en la investigación llevada a cabo por los historiadores de Sàpiens, el documental establece una continuidad histórica entre la situación de la mujer catalana en el siglo XVII y la actual. Las recreaciones de víctimas sufriendo torturas medievales se codean con entrevistas a víctimas contemporáneas de abuso sexual y con mujeres que denuncian ser discriminadas por llevar hijab. La comparación se hace al por mayor y sin prestar atención a diferencias sutiles en cuanto a derechos y condiciones de vida. El mensaje final es el mismo con el que Tània Verge comenzó su entrevista —”no hay ninguna estructura ni ningún espacio de interacción social donde el machismo no esté presente”—, una premisa necesaria para justificar la existencia de su consejería.
Pero el episodio más útil para ilustrar esta dislocación espacio-tiempo tuvo lugar el pasado mes de enero, cuando el Gobierno de Pere Aragonès otorgó el Premio Internacional Cataluña a la filósofa norteamericana Judith Butler. El galardón, dotado con 80.000 euros, fue creado en 1989 con el objetivo de “ofrecer a los catalanes ejemplos de la más alta calidad y exigencia en todos los aspectos”. Butler, que se identifica como persona no binaria, ha sido ponente habitual en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona, donde recientemente ha promocionado su último libro, La fuerza de la no violencia (Paidós, en castellano, traducción de Marcos Mayer; Tigre de paper, en catalán, traducción de Lourdes Bigorra). Su obra magna, Gender Trouble, sin embargo, no existió en catalán hasta el año 2021. Traducida como Problemes de génere [Problemas de género] (Angle Editorial, traducción de Bel Olid), este ensayo académico de 1990 estableció la base de los estudios de género contemporáneos, cuestionando el binarismo hombre-mujer y equiparando la expresión de género a una performance que hacemos en el teatro social. La propuesta más revolucionaria de Butler fue, quizás, cuestionar la distinción clásica entre sexo (biológico) y género (cultural), proponiendo que la asignación de un sexo en el momento de nacer es en sí una construcción social y, como tal, cuestionable y revisable a lo largo de la vida.
30 años después de la publicación de Gender Trouble, las teorías rompedoras de Butler se han convertido en estándar más allá de la academia. El discurso de Butler domina las instituciones culturales y periodísticas de la élite liberal norteamericana, y se encuentra en el núcleo de legislaciones tan cercanas como la proyectada ley trans en España. Es un discurso que ha generado oposiciones de intensidad y motivaciones diversas. Las menos interesantes son las que buscan las contradicciones en nombre de fobias e intolerancias antiguas. Es habitual ver a opinólogos y a políticos menores criticando el llamado discurso woke a bocajarro, pero de manera deshonesta, sin explicitar las consecuencias de su posición. Pero también hay críticas razonadas, que no surgen de una pulsión retrógrada o de una simple burla del oscuro estilo de Butler (Gender Trouble está lleno de frases como “la iterabilidad de la performatividad es una teoría de la agencia, que no puede rechazar el poder como condición de su propia posibilidad”; ya en 1999, el diario The Guardian le otorgó su premio a la frase peor escrita del mundo). Lo que se abre camino es la intuición de que la disolución de todas las categorías puede ser interesante como ejercicio teórico, pero en la práctica nos incapacita para hablar honesta y libremente de realidades que vemos con nuestros propios ojos.
Poco antes de recibir el galardón catalán, Butler criticó en el diario The Guardian las reacciones globales contra la infiltración de una “ideología de género” cocinada en departamentos teóricos de las universidades norteamericanas. Butler agrupa en su crítica hechos, debates y noticias diversas de todo el mundo. Dentro de un mismo saco caen la votación del Parlamento húngaro para eliminar la enseñanza de asuntos relacionados con “la homosexualidad y el cambio de sexo”, los exabruptos de Bolsonaro o las declaraciones del presidente francés Macron, que alertó de que la academia de su país se encuentra infestada de “ciencias sociales totalmente importadas de los Estados Unidos”. La conclusión de Butler es que cualquier crítica a la adopción de las corrientes de pensamiento norteamericanas, y en particular de su campo de estudio, es fascismo. Solo se explican las reservas a sus teorías —culturalmente dominantes— en el caso de que provengan de la homofobia, la transfobia y de un impulso nacionalista y reaccionario “construido sobre la supremacía blanca, la familia heteronormativa y la resistencia a cualquier cuestionamiento crítico de las normas establecidas”.
Mientras Butler, que se encuentra en el punto álgido de su poder, atribuye mala fe, ignorancia o fanatismo a todo el que critica sus postulados, los pensadores más independientes y audaces tratan de matizarlos o superarlos. Este es solo un ejemplo de un mar de fondo que indica que las batallas culturales que imagina la Generalitat han quedado atrasadas por el desfase horario transatlántico. El problema no es premiar a Butler, que al fin y al cabo ha cambiado el mundo y ha obtenido todo el reconocimiento merecido, sino hacerlo en el momento en que significa una apuesta segura por el caballo ganador, más dirigida a congratularse uno mismo que a premiar ideas valientes y arriesgadas.
En la película Bienvenido Mr. Marshall (1953), el pueblo de Villar del Río se prepara para recibir un convoy de emisarios del norteamericano Plan Marshall. Deslumbrados por la promesa de progreso, los vecinos se convierten en la versión de ellos mismos que creen que más complacerá a los visitantes. En la sátira de Berlanga, al menos, los aldeanos se adaptaban a la expectativa del poderoso visitante con la esperanza de sacar cuatro dólares. Hoy somos nosotros quienes los pagamos, dándoles las gracias con una sonrisa a la cara.
Diccionario para ‘boomers’
Guerras culturales (Culture wars). Los norteamericanos tomaron prestado este término del alemán Kulturkampf a principios del siglo XX. Hoy entendemos las guerras culturales como la batalla por el discurso entre sensibilidades políticas —dicho llanamente, entre conservadores y progresistas, o entre tradicionalistas y liberales—. En Estados Unidos, las cuestiones candentes han ido variando década a década. Algunas se mantienen perennemente divisorias, como por ejemplo el aborto, el derecho a las armas o el rol social de la religión. Los últimos años han visto el auge de la cuestión del género, la transexualidad y el llamado racismo estructural. Estas cuestiones han sido capitales en los discursos políticos de la nueva generación de demócratas y se han convertido en temas de cabecera en los medios liberales.
Cultura de la cancelación (Cancel culture). Como el gato de Schrödinger, la cultura de la cancelación está a la vez viva y muerta. Mientras sus supuestas víctimas aseguran que les ha destrozado la vida, revistas de cabecera dedican ensayos a declararla inexistente. Quienes la niegan dicen que la cultura de la cancelación es la voz del pueblo fiscalizando actitudes antes intocables por hegemónicas. Es decir: cuando una empresa despide a un trabajador por un tuit problemático, o una editorial se niega a publicar un libro, se trata de una democratización del contenido. Sea como fuere, la cultura de la cancelación es una vara útil para medir el estado de las guerras culturales. Desde hace unos años, y con un pico en el verano de 2020, grandes empresas generadoras de contenido han tendido a ceder a la más leve crítica online; es mejor cancelar una serie que parecer desfasados. Puede ser que el caso reciente de Spotify y Joe Rogan marque un cambio de tendencia. Ante la campaña que exigía a Spotify que eliminara el podcast de Rogan —el más escuchado del mundo— por su escepticismo antivacunas, la plataforma ha dado un golpe sobre la mesa: los 200 millones de dólares que pagaron para distribuir el podcast bien valen unos cuántos tuits enfadados.
TERF. Término nicho de los movimientos feministas primigenios, en circulación desde los años setenta y que revivió en internet en los 2000. Originalmente, las feministas transexcluyentes (TERF por las iniciales en inglés) eran aquellas feministas radicales que no creían en la inclusión de las mujeres trans en el movimiento. A menudo hacían mofa y negaban su existencia, alegando que eran hombres disfrazados de mujeres. Hoy, TERF es un término paraguas que engloba un abanico de actitudes críticas hacia discursos y legislaciones referentes a las personas trans. Si bien la etiqueta TERF puede ser un atajo útil para los que están muy metidos en el cotilleo digital, a menudo se utiliza para desacreditar argumentos ad hominem y limitar el debate a posturas moralmente aceptables. La TERF por excelencia es J. K. Rowling, autora de la saga de Harry Potter, que ha despertado un odio tal en las redes que incluso el New York Times lo ha capitalizado financiando una campaña contra ella.
Apropiación cultural (Cultural appropriation). Como tantos otros términos del universo woke, el concepto de apropiación cultural nace en la academia y se infiltra en el debate público. Denomina cualquier absorción, por parte de un grupo mayoritario, de un trazo cultural de una minoría o de una cultura que no le es propia. Algunos ejemplos clásicos: una persona caucásica haciéndose rastas o disfrazándose de mariachi por las festividades del Cinco de Mayo. Una versión más cercana para nosotros fue acusar a Rosalía de haber adoptado la estética gitana y el canto andaluz. A la hora de repartir tiques de apropiacionismo cultural, es importante no caer en el absurdo: vivimos en un mundo globalizado, y a menudo cuesta determinar qué apropiación es fruto de un intercambio sano e inevitable y cuál proviene de la voluntad de burla.
Masculinidad tóxica (Toxic masculinity). La idea de que hay una serie de trazos propios de la masculinidad que son inherentemente nocivos, tanto para los hombres como para la sociedad. Se trataría de una versión exagerada de la agresividad, la posesividad, la voluntad de competir. Es la misma masculinidad que lamenta Eric Zemmour y que el Ayuntamiento de Barcelona querría erradicar con el centro de nuevas masculinidades. La pregunta es qué llenará el vacío una vez eliminada la noción de virilidad, y cómo evitar que sea igualmente tóxica por el lado de la pasivoagresividad.
La versión original de este artículo se publicó en ‘Quadern’, el suplemento cultural en catalán de EL PAÍS.
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