TRONO DE JUEGOS

El mundo digital, ¿un refugio para el arte cinematográfico?

Los videojuegos son capaces de captar la esencia del cine. A veces, mejor que cierto cine

Imagen de 'Trek to Yomi'.

El hecho de que la palabra videojuego se componga de dos sustantivos unidos (“vídeo” y “juego”) propicia que, cuando se habla de la influencia del cine en el medio interactivo, la gente se focalice en la primera parte, el “vídeo”. De un tiempo a esta parte, cada vez más actores se suman a los repartos de videojuegos, y estos cuidan cada vez más su apartado audiovisual. Pero más allá de replicar las formas estéticas propias del séptimo arte, lo cierto es que los videojuegos también pueden aspirar...

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El hecho de que la palabra videojuego se componga de dos sustantivos unidos (“vídeo” y “juego”) propicia que, cuando se habla de la influencia del cine en el medio interactivo, la gente se focalice en la primera parte, el “vídeo”. De un tiempo a esta parte, cada vez más actores se suman a los repartos de videojuegos, y estos cuidan cada vez más su apartado audiovisual. Pero más allá de replicar las formas estéticas propias del séptimo arte, lo cierto es que los videojuegos también pueden aspirar a más: pueden aspirar a absorber la propia esencia del cine.

El ejemplo más reciente es Trek to Yomi, un juego en blanco y negro de scroll horizontal que nos pone en la piel de un samurai del periodo Edo de Japón. Prácticamente todos los artículos y críticas que hablan del juego citan el mismo nombre: Akira Kurosawa. Mecánicamente tosco pero visualmente impecable, por una vez las voces no se equivocan: el juego no solo bebe de la concepción cinematográfica del maestro japonés, sino que en ciertos aspectos está a su altura. Y no hablamos solo de composición y planos, sino de la misma raíz del cine de Kurosawa: el movimiento. Los certeros paneos, las sugerencias en los bordes de los encuadres y la caligrafía audiovisual que despliega el juego hacen que el “sello Kurosawa” que luce no sea una mera etiqueta cosmética sino una verdad sostenida durante toda la obra. En una época de cine clónico y creado (en su mayoría) solo para el consumo, pensar en el videojuego como refugio del arte cinematográfico es una tentación bastante excitante.

En muchos sentidos, podemos decir que el juego más cinematográfico de los últimos años es Death Strandig (Hideo Kojima, 2019). Y no lo es, o no solo, por los segmentos audiovisuales, las escenas cinemáticas del juego (kojima ya acostumbraba a crear grandes escenas en otros juegos; ahí está su aclamada saga Metal Gear para demostrarlo), sino por la presencia de actores interpretando a los personajes principales haciendo un trabajo ímprobo —Norman Reedus, Mads Mikkelsen, Lea Seydoux, Margaret Qualley, Guillermo Del Toro, todos ellos soberbios— y el empaque de superproducción que envolvía al conjunto. Pero que quede claro: en Death Stranding lo cinematográfico y lo narrativo era solo el vistoso envoltorio de un artefacto que, si lograba conectar con el usuario, lo hacía esencialmente (como debe hacer un videojuego y como no consigue hacer Trek to Yomi) a través del apartado el jugable. Es decir, cuidar el “vídeo” pero nunca olvidar el “juego”.

Ambientado en un mundo acechado por una lluvia mortal y por una serie de espectros invisibles que han resignificado la muerte (el juego se atreve a meterse con el pantanoso tema de la trascendencia), la obra obviaba a los héroes para ponernos en la piel de un repartidor que debía llevar a cuestas mercancías valiosas para las pequeñas comunidades que todavía pueblan esa tierra hostil. Y conseguía que nos implicáramos como si nos fuera la vida en ello en unas tareas en principio tediosas: reparto de peso alrededor del cuerpo, salvar los espacios naturales de un mundo incómodo, escoger el mejor calzado para las grandes caminatas. Es decir, y aquí está a clave de todo: el juego no se limitaba a replicar lo que otros medios (series, cine) pueden ofrecer sino que profundizaba, y de qué manera, en la experiencia interactiva.

Norman Reedus, en un momento de 'Death Stranding'.

Además, la ruptura formal que proponía el juego era aún más encomiable visto su presupuesto; ponerse suicidamente creativo es más fácil en un juego indie de pocos miles de dólares que cuando tu presupuesto supera los 100 millones. En fin, en muchos sentidos podemos decir que el juego fue un milagro.

El actor protagonista de Death Stranding, Norman Reedus, alegró a la comunidad de jugadores la semana pasada. Durante una entrevista, el periodista estaba enumerando sus trabajos recientes cuando citó Death Stranding. “Acabamos de empezar el segundo”, respondió como de pasada Reedus. Y el mundo estalló en un torbellino de especulaciones y esperanzas. Y es que, poco comprendido en sus primeros compases, los significados del juego siguen hoy rondando la mente de muchos miles de jugadores alrededor del mundo, sembrando ese fuego sentimental que unos pocos se pasan a otros pocos y que es la piedra angular de lo que siempre hemos llamado cultura. Es decir, y hablando en plata: falta la confirmación oficial de esa secuela, pero si se produce es posible que el mundo de los videojuegos no pueda, a día de hoy, conocer una noticia más feliz.

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