Una escritora nacida en 2000
Elizabeth Duval, ensayista, novelista y poeta, creció en una casa sin libros y sus lecturas evolucionaron al compás del currículo marcado por las instituciones
Conocí la literatura española a través de los cuentos, pero sólo me acuerdo de uno y ni siquiera es español. Cuando era muy, muy pequeña, cuando en 2003 o 2004 tenía tres o cuatro años, iba al cuarto de mi abuelo; en la penumbra él me hablaba del conde Drácula y de su mayordomo Anselmo —nunca Igor—, que vivían en Transilvania, región española. Podría intentar clasificar el relato con algún sistema sobre la morfología del folklore, pero aquella historia carecía de elementos narrativos: nunca llegaba a nada, no había desarrollo, ...
Conocí la literatura española a través de los cuentos, pero sólo me acuerdo de uno y ni siquiera es español. Cuando era muy, muy pequeña, cuando en 2003 o 2004 tenía tres o cuatro años, iba al cuarto de mi abuelo; en la penumbra él me hablaba del conde Drácula y de su mayordomo Anselmo —nunca Igor—, que vivían en Transilvania, región española. Podría intentar clasificar el relato con algún sistema sobre la morfología del folklore, pero aquella historia carecía de elementos narrativos: nunca llegaba a nada, no había desarrollo, nada interrumpía el flujo corriente de las cosas. El conde Drácula llamaba a su mayordomo Anselmo. “¡Anselmo, Anselmo!”. Lo único relevante era la entonación y su capacidad para hacerme reír con un único chiste repetido casi cada tarde. Fue un cuento como podría haber sido el ritual de comprar un polo pequeño de leche por las tardes en el parque.
Ese cuento sigue teniendo para mí algo de español, insisto, porque me lo contaba mi abuelo; lo mismo daban el conde o sus orígenes, contaba el acontecimiento. En mi casa no se leía. Cada vez que lo digo me doy de bruces con la incredulidad ajena: un montón de interlocutores para los cuales es inconcebible que yo, que escribo libros y me dedico en buena parte a ellos, provenga de un hogar sin estanterías o lomos por centenares. No negaré yo también con extrañamiento, pues conozco la envidia que me sobreviene cada vez que visito la casa de alguien que sí que ha recibido un legado; recorro colecciones habitadas, las toco con los dedos, percibo sus ex libris, huellas o trozos de vida. Lo mío no fueron poemas recitados con ternura en un jardín o balcón; leí primero la multitud de lecturas infantiles, obligatorias en el colegio; la colección de El Barco de Vapor y su caracol detective; la literatura española era el Quijote y, por lo tanto, un objeto casi mítico. Luego vendrían la anglofilia —sorprende, de una afrancesada— y el descrédito: devoré Harry Potter, lo inglés sonaba más cool que lo español, tan atávico y curricular. Viví en fantasías como toda adolescente.
No sé en qué momento exacto se entrecruzaron la filosofía y la literatura española, pero sé que vinieron más o menos juntas. Creo que primero fueron los poemas. Leí con interés a Miguel Hernández y El rayo que no cesa, «ya es corazón mi lengua lenta y larga, / mi corazón ya es lengua larga y lenta», o politizada busqué significado en las Nanas de la cebolla; me conmovió el ruido tan triste que hacen los cuerpos cuando se aman, porque tampoco las manos llueven como dicen; leí Lorca, leí a Pizarnik, compré en El Rastro de Madrid la poesía de San Juan de la Cruz editada por Cátedra y decenas de libros más. Amé tan profundamente a Gil de Biedma. Es una educación, me digo a veces, tremendamente escolar. Porque mi introducción a estos libros siempre fue la escuela, la única puerta abierta disponible; no sé si vivo algo así con aprecio o con desprecio, con el conocimiento que aporta la sociología de la literatura que abierta he descubierto, sabiendo que nunca en mi biografía hubo encuentros fortuitos, libros de padres abiertos por azar, preferencias particulares expresadas por familiares cultísimos. En las casas de Plasencia en las que viví de niña la única interesada por los libros era yo y el compás de mis lecturas lo llevaba el currículo marcado por las instituciones. Me preciaba de ganar siempre en el colegio cuando tocaba competir por velocidades de lectura, como si por leer más rápido fuera a ser más inteligente, absorber más, distinguirme con algo propio o convertir la literatura en un refugio, en un hogar. No puedo evitar que ahora me salga mirar por encima del hombro a quien señala alguna lectura curricular de instituto como uno de sus libros favoritos, pero fui yo esa niña que admiraba El árbol de la ciencia, que admiraba las nivolas de Unamuno porque no conocía otra cosa, que leía de verdad lo obligatorio porque el mundo aún no se le había abierto.
Lo siguiente que conozco es la aceleración y el descubrimiento de lo contemporáneo me vino casi leyendo a los que después, en giros absurdos de la vida, se convertirían en mis pares. Cuando ahora voy a festivales y conozco a un escritor, entablando amistad con él, y sé que todavía no he leído nada suyo, así que accedo a la persona antes de acceder al texto, asoma la sombra de una vergüenza de clase, del trabajo atrasado que ya pronto debo entregar. Siempre desprecié tener ídolos, pero qué raro es conocer a los nombres. Hoy admiro de mi generación a quienes ya son compañeras y no sé en ocasiones si las quiero más por su cariño o por su obra: a Gonzalo Torné, Cristina Morales, Berta García Faet, Sara Barquinero. ¿Qué los llevará a pensar de mí, que no leía, que soy una interlocutora? ¿Cómo no sentirse extraña en un mundo al cual no se llega por derecho de pertinencia? Querría transmitir siempre lo centelleante de descubrirse a una misma en un mundo al cual se accede como intrusa. La literatura española, yo, niña de 2000, desde dentro, quisiera contemplarla siempre como una fiesta en la que se abren todos los corazones.
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